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Ilustración: Ramiro Alonso

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En 1999, cuando se realizó por primera vez un balotaje, Jorge Batlle centró su campaña en atacar el proyecto de reforma tributaria que figuraba en el programa del Frente Amplio. Es muy discutible que aquella táctica haya determinado su triunfo, pero consolidó el temor a proponer impuestos, que ha crecido con el avance de la narrativa sobre un “Estado ladrón”.

Sin embargo, hoy la cuestión impositiva se ha instalado en la agenda política. El esfuerzo internacional para evitar la evasión de quienes poseen enormes fortunas contribuye a prestigiar el debate, y en Uruguay tenemos urgencias sociales que atender, pero la situación fiscal es delicada. El PIT-CNT abogó el último 1º de mayo por un impuesto de 1% al 1% más rico de la población para financiar políticas contra la pobreza infantil. Hay apoyos partidarios y académicos al planteo, que es difícil de rechazar.

Durante la pandemia de covid-19 se aprobó por unanimidad un impuesto transitorio a los salarios más altos en el sector público, con tasa mínima del 5%. Ante la emergencia de la pobreza infantil, reconocida como prioridad por todos los partidos, es muy razonable exigirle un aporte porcentualmente más bajo a una pequeña minoría, que posee 40% de la riqueza nacional.

En esta edición informamos sobre avances hacia la propuesta de modificar el impuesto al patrimonio que ya existe, en vez de crear un tributo nuevo e incumplir el compromiso asumido por el presidente Yamandú Orsi. El diseño técnico importa mucho, pero no es menos relevante que se rompan tabúes ideológicos.

Para el pensamiento de derecha, la desigualdad social no es en sí misma un problema. Sostiene que la posibilidad de lograr más que otras personas es una motivación necesaria de la actividad económica y conduce al progreso. Niega que haya un vínculo entre la existencia de ricos y la de pobres, aunque acepte la necesidad de auxiliar a estos últimos.

Desde el punto de vista histórico de la izquierda, en cambio, las desigualdades son consecuencia de un sistema que articula y legitima opresiones. Por lo tanto, en lo económico no se trata solamente de ser compasivos con los pobres, sino también de avanzar hacia cambios estructurales que reemplacen la competencia por la cooperación. Esto implica, entre otros cambios profundos, que la humanidad deje atrás la visión de los ingresos personales como dinero que alguien “gana” con la contrapartida de que alguien pierde, en una lucha que condiciona ser a tener.

Es la misma diferencia que existe entre limitarnos a mitigar los efectos de la contaminación ambiental y proponernos cambiar el concepto de desarrollo; o entre darnos por satisfechos si hay asistencia para las víctimas de violencia de género y deconstruir la cultura patriarcal.

La brecha creciente de ingresos y patrimonios es potenciada por la desigualdad de la carga tributaria, mucho más liviana para quienes pueden aportar más. Avanzar hacia la rectificación de ese privilegio estructural no tendría sólo un valor simbólico para reafirmar la identidad progresista y de izquierda. Sería un paso firme hacia otro modelo de sociedad.

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