Tengo el recuerdo de que fue en el invierno noruego de 2005. Por aquel entonces íbamos relativamente seguido con mi familia a Noruega a visitar a Elin, la abuela materna de mis hijos mayores que vivía en Hjerkkin. Se trataba de un pueblito de no más de 17 casas, casi todas ellas de madera.
Un día, en medio de un paseo por la zona, fuimos a dar a una capilla ubicada a unos pocos minutos del pueblo, en una zona rural de escasa vegetación y en medio de las montañas escasamente habitadas del Dovrefiel. Se trataba de un capilla relativamente moderna, que figura en los mapas como Eysteinkyrkja, dedicada a la memoria del rey Eystein, quien, según dicen los historiadores, dio impulso a esa zona allá por el siglo XII. A la entrada de la iglesia recuerdo que nos recibió una persona que muy amablemente nos ofreció algo caliente para tomar, en un inglés bastante entendible.
Le pregunté a qué denominación religiosa pertenecía esa capilla y me respondió que pertenecía a la iglesia de Noruega, que a su vez era parte de la Evangélica Luterana, considerada una rama dentro del cristianismo protestante y la principal religión del país. El diálogo siguió avanzando, y en un momento, por simple curiosidad, le pregunté si era sacerdote o religioso. Me respondió que era un funcionario público, que trabajaba para el gobierno noruego y que, dado que la iglesia era un sitio de interés público en medio de una ruta de peregrinación, su trabajo consistía en atender a los visitantes, entregar información sobre el lugar y hacer que la visita a la capilla fuese una experiencia agradable.
Como buen uruguayo, algo me hizo ruido en su respuesta. El solo hecho de encontrar a un funcionario público dando la bienvenida a los visitantes dentro de una iglesia, explicándoles su historia y procurando hacer su visita más confortable me parecía al menos extraño. Con curiosidad sociológica, seguí indagando un poco más y le pregunté cómo era el tema de la separación entre la iglesia y el Estado en Noruega. No podría reproducir exactamente lo que me dijo, pero recuerdo que fue algo así como “en Noruega la iglesia y el Estado están separados, pero al Estado le importa la espiritualidad de la gente”.
Esa escena, cargada de simplicidad pero a la vez de extrañeza, siguió un tiempo en mis pensamientos y desembocó en una pregunta propia de mi “uruguayez”: ¿cómo es posible que en un Estado laico, como lo es Noruega, haya funcionarios públicos atendiendo dentro de espacios religiosos? Y la respuesta que encontré fue tan sorprendente como profunda: en Noruega el Estado no renuncia a lo religioso ni lo combate. Al contrario, reconoce que la dimensión espiritual forma parte del bienestar integral de las personas y se considera corresponsable de su cultivo. Por eso financia de manera equitativa a comunidades religiosas y filosóficas, promueve el diálogo interreligioso, ofrece acompañamiento espiritual multiconfesional en hospitales y cárceles, y mantiene rutas patrimoniales donde capillas, centros de descanso y espacios de silencio son parte de un cuidado público a las dimensiones más profundas de la existencia.
Institucionalmente estas actividades se coordinan a través de un ministerio que, curiosamente, se llama “de Cultura e Igualdad”, que es el órgano responsable de las políticas en materia de religiones y convicciones filosóficas. Desde allí se coordina la relación del Estado con la iglesia de Noruega, otras religiones reconocidas y asociaciones humanistas, garantizando su participación en la vida pública desde un enfoque plural y como parte de una política activa de acompañamiento integral a las personas. A su vez, dentro de este ministerio funciona el “departamento de fe, cosmovisión y protección del patrimonio cultural”, que es el encargado de organizar el diálogo interreligioso y promover iniciativas como las capellanías multiconfesionales, el cuidado de iglesias patrimoniales y las rutas de peregrinación.
Esta atención a la dimensión espiritual y filosófica de la existencia también se expresa en apoyo económico a las organizaciones que actúan en este ámbito. En este sentido, Noruega aplica un principio de financiamiento proporcional por adherentes para todas las comunidades religiosas y convicciones filosóficas registradas.
Estas expresiones institucionales y económicas se dan en un marco de completa laicidad. Sólo que no se trata de una laicidad entendida como negación, sino como una laicidad positiva, que garantiza la libertad de conciencia sin evadir hablar del tema, sino con una presencia plural que respeta la dimensión trascendente, sin imponerla.
En Uruguay, por contraste, heredamos una laicidad de corte más defensivo y restrictivo, forjada en una época en que separar la iglesia del Estado fue una conquista de libertad. Esa historia fue necesaria y motivo de orgullo. Pero hoy, más de un siglo después y atendiendo nuestra realidad, me pregunto si ese modelo de laicidad no nos está dejando ciegos frente a una dimensión clave del ser humano.
En nuestras escuelas y liceos, la trascendencia y la búsqueda de sentido son temas clave que suelen evitarse. Los docentes, aunque no tienen prohibido legalmente compartir su fe si se les pregunta, viven en una cultura institucional que desalienta cualquier referencia espiritual, por temor a traspasar los límites de la laicidad. Y el Estado, por esa misma razón, se abstiene de acompañar, aunque más no sea simbólicamente, las búsquedas de sentido que tantas personas llevan adelante en medio de crisis, duelos, enfermedades o desafíos vitales.
Pero una sociedad democrática madura no se construye silenciando esta dimensión ni desalentando estas búsquedas. Al contrario, necesita espacios de expresión, encuentro y reconocimiento mutuo. La espiritualidad –en todas sus formas, religiosas o no– puede ser un puente poderoso para recomponer la convivencia, recuperar valores compartidos y sanar fragmentaciones sociales. No se trata de que el Estado uruguayo promueva una fe, sino de que no le dé la espalda a esa parte esencial de la condición humana que es la búsqueda de sentido, de trascendencia, de comunidad profunda. Pero para eso necesitamos avanzar hacia una laicidad que no silencie, sino que acompañe. Una laicidad que no excluya lo trascendente del espacio público, sino que lo incluya como lo que es: un derecho humano, una necesidad personal y un recurso social.
Trayendo al presente la imagen de aquel funcionario público en la capilla noruega, me surgen varias preguntas que pueden ser incómodas pero al mismo tiempo necesarias.
En una sociedad que enfrenta altos niveles de ansiedad, soledad, fragmentación y pérdida de sentido, ¿no sería razonable que el Estado, desde su laicidad, acompañe también el desarrollo existencial más profundo de las personas? No para imponer creencias, sino para garantizar espacios de contención, diálogo y búsqueda. ¿Es nuestro modelo de laicidad “a la uruguaya” el que más se ajusta a nuestra realidad actual y el que precisamos ante los desafíos y urgencias del presente? Más aún, quisiera ir un poco más lejos y preguntar: ¿cuándo vamos a animarnos, en Uruguay, a construir una laicidad más positiva, más hospitalaria, más humana, en la que el Estado no sea promotor de ninguna fe, pero sí facilitador de caminos para quienes necesitan encontrar sentido, silencio o trascendencia? En tiempos como los que vivimos, ese paso puede ser tan importante como necesario.
Legalizar la eutanasia activa, como se propone en Uruguay, puede parecer un gesto moderno, progresista, racional, pero también puede ser una respuesta fría a una experiencia humana profundamente vulnerable.
Esta columna perfectamente podría terminar aquí. Pero no puedo. Las circunstancias me obligan por honestidad intelectual a ampliar el análisis y vincular el concepto de laicidad positiva al actual debate sobre la legalización de la eutanasia al que estamos asistiendo en Uruguay. Volviendo al caso noruego, me sorprendió saber que en Noruega la eutanasia y el suicidio asistido son completamente ilegales. Según el Código Penal, ayudar a alguien a morir, incluso con su consentimiento, se considera homicidio y puede conllevar penas de hasta 21 años de prisión. La eutanasia (el acto deliberado de causar la muerte) y el suicidio asistido (facilitar que alguien se quite la vida) están tipificados como delitos graves en la legislación noruega. Los profesionales de la salud tienen prohibido participar en estos actos por normativa legal y ética, incluso si el paciente así lo desea. Por otro lado, la legislación reconoce la posibilidad de no administrar tratamientos que prolonguen la vida cuando ya no benefician al paciente, es decir, como parte de una estrategia de cuidados paliativos éticos y centrados en el alivio del sufrimiento. También se acepta la sedación paliativa para controlar síntomas refractarios. La muerte puede sobrevenir como efecto secundario, pero no es causada intencionalmente por el profesional.
Saber todo esto me resultó bastante sorprendente, porque solemos ver a Noruega como un país a la vanguardia del desarrollo, máximo garante de los derechos individuales y del bienestar colectivo. Y creo que no esperaba que este país tan desarrollado y de avanzada tuviese penalizada la eutanasia. Y porque, por más “positiva” que fuese su laicidad, se trataba de un Estado laico, por lo cual –mi intuición me decía– debía proteger la voluntad de la persona por encima de toda otra consideración.
En este contexto, la pregunta que queda flotando en el aire es: ¿por qué Noruega no legaliza la eutanasia, a pesar de su laicidad positiva? Y la respuesta no puede ser otra que la misma oración pero sin los signos de pregunta y en tono de afirmación: Noruega no legaliza la eutanasia por su laicidad positiva.
Y es que su enfoque y forma de acercarse al final de la vida está centrado en cuidar, y no en causar la muerte. La laicidad positiva noruega no es libertaria ni individualista en sentido extremo, sino que pone mucho énfasis en la responsabilidad del Estado hacia el cuidado y la protección de la vida. La idea de “morir con dignidad” se traduce en niveles de excelencia en los cuidados paliativos, acompañamiento espiritual y respeto a la persona, pero no en facilitar su muerte activamente. En este sentido, la dignidad es entendida como cuidar hasta el final, no como interrumpir.
Pero también se oponen a legalizar la eutanasia, porque la autonomía individual no se entiende como absoluta. En la tradición nórdica, incluso dentro de la laicidad, la autonomía se equilibra con la interdependencia social. Se parte de la idea de que el sufrimiento extremo no debe llevar automáticamente a la muerte, sino a una mejor atención, mayor compañía y cuidado colectivo. En cierta forma se quiere evitar el riesgo de que la eutanasia pueda normalizarse como respuesta social al sufrimiento, especialmente en ancianos, personas con discapacidad o soledad.
Pero hay más. También se oponen a la eutanasia porque existe una amplia red de contención espiritual y paliativa. En un país donde el Estado ofrece espacios para la reflexión existencial, el silencio y la búsqueda de sentido, muchas personas encuentran alivio en el acompañamiento, incluso sin ser creyentes. La presencia activa del Estado en los tránsitos humanos difíciles (como una enfermedad terminal) reduce la demanda de eutanasia. En otras palabras: Noruega no legaliza la eutanasia porque ha logrado atender de manera digna y humana muchas de las razones por las que otras sociedades la piden.
Pero hay más. No legalizan la eutanasia porque cuidan la dimensión ética que deben tener el Estado y los profesionales de la salud. Aunque respeta la libertad de conciencia, Noruega no quiere que el Estado ni los médicos sean agentes activos en causar la muerte. La eutanasia activa implicaría un cambio ontológico en la función médica, que históricamente es “cuidar, aliviar, sanar”, no provocar el fin de la vida. Por eso, incluso quienes tienen posturas antirreligiosas o ateas se oponen a la legalización por razones éticas profundas, más allá de lo religioso.
Entonces, volviendo a lo del principio, ¿cómo se conecta un modelo de laicidad positiva con el debate sobre la legalización de la eutanasia? La conexión está en el sentido profundo del cuidado: la laicidad positiva no implica que el Estado deba permitir todo lo que una persona autónoma desee, sino que debe crear condiciones para que esas decisiones se tomen con acompañamiento, sin abandono, sin presión y en un marco de cuidados integrales. Es decir, no legalizar la eutanasia no significa negar la libertad individual, sino apostar a que esa libertad se ejerza en un entorno que ofrece sentido, dignidad y cuidado.
El Estado noruego no legaliza la eutanasia, pero tampoco se desentiende del sufrimiento. Lo enfrenta con una red pública robusta de cuidados paliativos, acompañamiento pluriconfesional y políticas que priorizan la dignidad hasta el último instante. En cambio, Uruguay parece ir en una dirección inversa. En lugar de apostar a fortalecer los cuidados, ampliar los equipos de atención paliativa, capacitar a profesionales, incluir el acompañamiento filosófico o espiritual como parte del derecho al buen morir, se inclina por habilitar la eutanasia como solución legal ante el sufrimiento terminal. Se lo presenta como un acto de libertad, cuando muchas veces se trata de soledad, abandono, dolor mal atendido o pérdida de sentido.
Lo paradójico es que nuestro país, tan celoso de su laicidad, podría encontrar en Noruega un ejemplo inspirador de cómo ser verdaderamente laico sin ser ausente. Legalizar la eutanasia activa, como se propone en Uruguay, puede parecer un gesto moderno, progresista, racional, pero también puede ser una respuesta fría a una experiencia humana profundamente vulnerable. Puede dar lugar a presiones sutiles en personas mayores, enfermas, frágiles. Y puede instalar en el imaginario colectivo la idea de que el sufrimiento no merece ser acompañado ni aceptado, sino eliminado. Lo que está en juego no es sólo una técnica médica, sino el tipo de sociedad que queremos ser. Una que presiona al débil para que no moleste, o una que abraza al que sufre, aunque no pueda curarlo. Una que deja solo al que pide morir, o una que pregunta: ¿qué más podemos hacer para que esta etapa sea vivida con sentido, dignidad y cuidado?
Desde el enfoque de la laicidad positiva, la respuesta no es legalizar la muerte, sino humanizar el final de la vida. Ampliar los cuidados paliativos, asegurar que lleguen a todos los rincones del país, formar equipos interdisciplinarios que incluyan también lo espiritual o existencial –si la persona lo desea– y garantizar que nadie tenga que pedir morir por no poder aliviar el dolor, por falta de acompañamiento o por pérdida de sentido.
Una sociedad verdaderamente laica no impone valores, pero tampoco se desentiende de lo esencial. Y en el final de la vida, lo esencial es estar. Cuidar. Acompañar. Escuchar. No hace falta tener fe religiosa para creer que la dignidad se juega en cómo acompañamos a quienes ya no pueden solos. Y no hace falta legalizar la eutanasia para garantizar una muerte digna. Basta con que el Estado no se retire, sino que esté presente con humanidad, con cuidados, con sentido.
Javier Pereira Bruno es doctor en Sociología y director ejecutivo de Fundación América Solidaria.