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Ilustración: Ramiro Alonso

Cuatro lecciones desde dos países

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En cinco días, las extremas derechas de nuestros vecinos recibieron duros reveses. El domingo, en Argentina, el peronismo ganó las elecciones legislativas de la provincia de Buenos Aires, superando por casi 14 puntos porcentuales a la fuerza política liderada por Javier Milei y apoyada por el partido de Mauricio Macri. El jueves, en Brasil, el expresidente Jair Bolsonaro fue condenado a 27 años y tres meses de prisión por el intento de perpetuarse en el poder, contra la voluntad popular expresada en las elecciones de 2022.

Fueron acontecimientos relevantes, pero no marcan una tendencia decisiva, ya que Bolsonaro y Milei aún cuentan con gran apoyo en sus países. En otros de la región, las derechas avanzan y ganan elecciones, mientras que el progresismo latinoamericano, en el gobierno o en la oposición, presenta debilidades innegables. El poderío de Donald Trump se hace sentir, y sus contrapesos en el mundo a menudo dejan que desear, no sólo desde una perspectiva de izquierda, sino incluso desde una simplemente democrática.

De todos modos, es importante registrar que las derechas extremas también tienen flancos débiles. Entre ellos, la dependencia de liderazgos individuales como los de Milei, Bolsonaro y Trump. En Brasil, sectores económicos poderosos que apoyaron al expresidente ya se habían distanciado de él antes de su condena, pero no les resulta nada fácil construir una candidatura potente de relevo.

También parece claro que la forma de hacer política basada en una constante y feroz polarización no puede resultar exitosa durante mucho tiempo, sobre todo cuando –como en el caso argentino– el impacto social de las medidas aplicadas es tremendo. Alegar que todo sería peor si los adversarios gobernaran es un recurso que se desgasta, a veces con gran rapidez.

De los dos factores adversos mencionados surge un tercero. Los líderes extremistas, apoyados por los partidos tradicionales de derecha, pero casi siempre surgidos fuera de ellos, también acumulan poder en la confrontación interna, y es frecuente que su ascenso debilite, fracture y absorba a esos partidos. Así bloquean la posibilidad de que sus aliados les pongan freno, pero también quedan al frente de fuerzas políticas que pierden el atractivo de la diversidad.

En la dinámica polarizada que instala la ultraderecha, hay poco espacio para que crezcan y triunfen terceras posiciones centristas. Lo que sí puede pasar, y ha pasado en varios países, es que los partidos centristas se alíen con el otro polo, o que el electorado centrista se vuelque hacia él.

De todo esto derivan enseñanzas para las fuerzas progresistas sobre la necesidad de por lo menos cuatro tareas simultáneas. Necesitan desarrollar propuestas que no respondan a la radicalización de la derecha con una radicalización hacia la izquierda, preservar su propia diversidad interna, fomentar un involucramiento colectivo en la política que facilite la formación de relevos y, por último pero con enorme importancia, lograr resultados sociales que aumenten la confianza en las instituciones y en el sistema partidario. Con eso alcanza y sobra.

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