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Alfredo Alzugarat, coordinador de El libro de los libros, en la Biblioteca Nacional.

Foto: Pablo Nogueira

Memorias y futuros

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Claves y asuntos pendientes de la dictadura, 40 años después de la disolución del Parlamento.

Las requisas en editoriales, librerías y domicilios arrojaron pistas sobre autores y títulos que podían ponerlo a uno en un problema con los militares o la Policía. No hubo listas de libros prohibidos. La incertidumbre y la arbitrariedad hicieron efectiva la censura mediante la autocensura. Hubo distintos momentos, siempre plagados de contradicciones. Los presos políticos pudieron leer textos que el resto de los uruguayos debía quemar, esconder o enterrar y que dentro de la Biblioteca Nacional (BN) estuvieron a salvo e incluso eran accesibles. Su director durante la intervención, Arturo Sergio Visca, y el ex preso Hiber Conteris -ambos escritores- encarnan quizá los absurdos más notorios. Uno premiado y censurado por el régimen; el otro encarcelado por obras cuya venta se impidió y con las que se reencontró en la mismísima biblioteca del Penal de Libertad, nada más llegar. Tras las rejas, además, los libros que llevaban el sello de “censurado” eran los permitidos.

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Cronología

-1973- • Penal de Libertad. En marzo, cuando el penal estaba dirigido por un alto oficial de cada una de las tres ramas de las Fuerzas Armadas, el contralmirante Costa informó a los presos que serían tratados de acuerdo a las normas sobre prisioneros de guerra. Esto fue aprovechado para pedir el ingreso de libros. Las primeras autorizaciones se otorgaron pocos días después.

• Penal de Punta de Rieles. Los primeros libros llegaron por solicitud de las presas. Se armó una biblioteca central. Había un catálogo que circulaba por los sectores.

• Biblioteca Nacional. El 27 de febrero, días después de los comunicados 4 y 7, el director Adolfo Silva Delgado [que asumió en 1971] fue informado por el MEC de la realización del “Seminario de la lengua rumana” patrocinado por la Embajada de la República Socialista de Rumania. La resolución ministerial resaltó el “alto nivel académico” y los “objetivos estrictamente científicos” del evento.

• Biblioteca Nacional. El 20 de julio, Silva Delgado informaba al jefe de División Personal del Frigorífico Nacional [que prestaba servicios a la BN] qué funcionarios “no han registrado ninguna inasistencia desde el 27 de junio a la fecha”. El 4 de julio Juan María Bordaberry había decretado que los dirigentes sindicales públicos o privados que “insten” a la paralización de actividades “serán sometidos a la Justicia penal”. También disponía la destitución “por omisión de los funcionarios que realicen huelgas, paros o toda otra forma de trabajo irregular”. Una copia de este decreto llegó a la BN. El 5 de noviembre, el ministro de Educación y Cultura, Edmundo Narancio, dispuso que todas las “informaciones” de la cartera y sus dependencias debieran cursarse “únicamente” por medio de la Oficina de Información y Prensa.

• Biblioteca Nacional. De acuerdo a un informe que Silva Delgado elevó al director general de Secretaría del MEC, el coronel Gabriel Barba, ese año se realizaron 188 “actos”: 84 conciertos, 36 conferencias, 15 exposiciones plásticas, ocho exposiciones bibliográficas, 14 funciones de cine, 15 funciones de teatro, 12 actos académicos, dos congresos médicos, un seminario y un curso para pianistas. Con fecha del 28 de junio, un día después del golpe, en una carta al MEC, Silva Delgado anunció la realización en julio y en setiembre de un concierto de música de cámara de un conjunto creado y dirigido por Federico García Vigil.

-1974- • Penal de Libertad. Con la llegada del mayor Arquímedes Maciel se produjo la primera clausura de la Biblioteca Central (BC) y la primera quema de libros, en consonancia con un endurecimiento de la represión. El número de libros destruidos varía entre 5.000 y 10.000 según la fuente. Hay coincidencias en que las temáticas prohibidas a partir de entonces fueron política, filosofía, psicoanálisis, psicología, psiquiatría, mecánica, electrónica, sociología, historia de los siglos XIX y XX, física, química, estadística, economía, idiomas y, parcialmente, antropología.

• Penal de Punta de Rieles. El coronel Julio Barrabino ordenó la primera quema de libros, entre ellos de autores como Proust, Dante, Huizinga, Rilke, Agustini, además de textos de matemáticas, arquitectura y química.

• Biblioteca Nacional. De acuerdo a un informe que Silva Delgado elevó al director general de Secretaría del MEC, el coronel Gabriel Barba, ese año se realizaron 350 “actos”: 129 conciertos, 37 conferencias, 11 exposiciones plásticas, ocho exposiciones bibliográficas, seis seminarios, 91 funciones de cine, 45 funciones de teatro, cuatro congresos, 11 actos académicos, dos cursos para pianistas, tres cursos de música.

-1975- • Penal de Punta de Rieles. Se incorporaron folletos, revistas y libros de contenidos conservadores, antimarxistas y antisemitas: ejemplares de El Soldado, apologías de los regímenes de Hitler o Mussolini, libros de San Agustín y de las Fuerzas Armadas uruguayas, textos de Alberto Falcionelli, Julio Meinvielle, etcétera.

• Operaciones de la DNII. En junio, la DNII incautó en el Aeropuerto Internacional de Carrasco 18 ejemplares de El otoño del patriarca, de Gabriel García Márquez. Habían sido ingresados por un vendedor independiente que los había comprado en Buenos Aires. Lo interrogaron sobre “el verdadero contenido y mensaje de la obra”, algo que el uruguayo declaró desconocer.

• Operaciones de la DNII. El 11 de junio clausuró la librería El Cid por tener a la venta “material de literatura de tendencia izquierdista”. En presencia de uno de sus propietarios, se llevaron, entre otros, ejemplares de autores como Eduardo Galeano, Hugo Alfaro, Carlos María Gutiérrez; también discos de Víctor Jara, Alfredo Zitarrosa y Daniel Viglietti.

• Operaciones de la DNII. El 10 de octubre, personal del Departamento Nº 4 realizó un “procedimiento de inspección” en un domicilio privado en el que “se realizarían reuniones ‘de carácter subversivo’” [el subrayado es del original]. Allí los funcionarios incautaron “diverso material literario de corte izquierdista”. Se llevaron obras de Methol Ferré, Mario Benedetti, Juan Pablo Terra, José Pedro Barrán, Liber Seregni, Luis Faroppa. También un ejemplar de El rico patrimonio de los orientales, de Daniel Vidart. De este autor figuran, en el catálogo de la BC del Penal de Libertad, tres obras. En el apartado Literatura Uruguaya, sección Literatura General, al menos un ejemplar de Caballos y jinetes y otro de Poesía y campo; y en el apartado Historia Nacional, sección Historia, tres ejemplares de 10.000 años de prehistoria uruguaya.

• Operaciones de la DNII. Un registro del 17 de octubre da cuenta de que el día anterior entre las 9.00 y las 12.00 se continuó “con la clasificación de los textos existentes en el local del Instituto Cultural [Uruguayo] Soviético ubicado en la calle Canelones 1136”. Se detalla que se hizo en presencia de un oficial del Departamento Nº 4 y de una ciudadana rusa con ciudadanía uruguaya de la que se aporta edad, estado civil, cédula y domicilio. “Se ampliará”, concluye.

• Operaciones de la DNII. El 5 de noviembre, el director ordenó dar cumplimiento a lo dispuesto por el juez militar de instrucción de tercer turno referente a las “informaciones sobre la entidad denominada ‘Fundación de Cultura Universitaria’ con local instalado en la calle 25 de Mayo 537”. Tras las actuaciones en ése y otros locales “relacionados con la investigación”, se incautaron 2.660 ejemplares de diez obras diferentes en cuyos títulos figuraban palabras como “capitalistas”, “sindicatos”, “Lenin”, “imperialismo” o “artiguista”. Además, “luego de la intervención” se “reintegraron” libros a la Universidad de la República, entre ellos, Las venas abiertas de América Latina.

• Operaciones de la DNII. Entre el 27 y el 28 de diciembre detuvieron al copropietario de la editorial Arca, Alberto Federico Oreggioni, e incautaron correspondencia epistolar “cuyo contenido se está procesando, destacándose que algunas de ellas tienen contenido político”. En el marco de este operativo también detuvieron al artista Ugo Ulive Melgar, y al inspeccionar su domicilio incautaron, entre otras cosas, un sobre abierto sin correspondencia a nombre de Oreggioni y un sobre cerrado dirigido a Zitarrosa. En la requisa de Arca se retiraron libros de autores que aparecen en el catálogo del Penal de Libertad: Mario Arregui (El narrador), Hiber Conteris (El nadador y Virginia en flash-back), José Pedro Díaz (Los fuegos de San Telmo), Carlos Maggi (Cuentos de humoramor y Las llamadas y otras obras), Carlos Martínez Moreno (La sirena y otros cuentos y Los días para vivir), Juan Carlos Onetti (La novia robada y otros cuentos, Tierra de nadie, El pozo, Jacob y el otro/Un sueño realizado/Otros cuentos, El astillero, Juntacadáveres y La vida breve) y Eliseo Salvador Porta (Raíz al sol).

• Biblioteca Nacional. El 20 de julio, Silva Delgado envió al embajador argentino en Uruguay, Guillermo de la Plaza, una lista de los originales de Florencio Sánchez, que estuvo vinculado al anarquismo, a los efectos de “canjearlas por similares de documentos en poder de las instituciones culturales” del vecino país. “Aprovecho la oportunidad para expresarle lo auspicioso que juzgamos para la cultura rioplatense intercambios de esta naturaleza”, concluía. El documento, como todos los de ese año, tiene el siguiente sello: “Año de la Orientalidad”.

• Biblioteca Nacional. De acuerdo a un informe que Silva Delgado elevó al director general de Secretaría del MEC, coronel Gabriel Barba, este año se realizaron 327 “actos” hasta el 1° de agosto (última fecha del relevamiento): 226 funciones de cine, 16 funciones de teatro, 49 conciertos, cinco exposiciones plásticas, cuatro exposiciones fotográficas, un audiovisual francés, cinco exposiciones bibliográficas, 14 conferencias, dos cursillos permanentes, tres seminarios y dos concursos de música.

-1976- • Penal de Punta de Rieles. La Cruz Roja Internacional realiza una donación de libros orientada a la actualización de la biblioteca.

• Operaciones de la DNII. En mayo, “en cumplimiento con lo dispuesto por la Superioridad” se recomendó separar, entre otras, una obra (no especificada) de Arturo Sergio Visca de la biblioteca de la Escuela de Enfermería, ubicada entonces en Sarandí 122. De la autoría del flamante director de la BN había ocho obras en el Penal de Libertad: Un hombre y su mundo, Antología del cuento uruguayo: el fin del siglo [Tomo I], Los del 900 [Tomo II], Los del 45 [Tomo V], Los nuevos [Tomo VI], Nueva antología del cuento uruguayo [Tomo I] -todos en el apartado Literatura Uruguaya, sección Literatura General- y Ensayos sobre literatura uruguaya en el apartado Ensayos y crítica literaria, sección Arte. Durante el operativo, los funcionarios de la DNII entrevistaron a la encargada de la biblioteca y a la directora de la Escuela [cuyo nombre no figura], que proporcionó listas de libros donados recientemente a la institución para que fueran “sometidos a revisación el día jueves 13 del cte., en horas de la mañana”. Además de Visca, censuraron “teniendo en cuenta a los autores y sus contenidos” y “con las listas previamente elaboradas” a: Carlos Rama, Óscar Bruschera, Bertrand Russell, Ares Pons, Germán Rama, Cantera Silvera, Ángel Rama, Carlos Real de Azúa y un libro del Movimiento Estudiantil Cristiano. “Por último, es de señalar que según manifestaciones de la Sra. Directora luego de recibir la comunicación oficial con referencia a este tipo de textos; los mismos serán trasladados a la Universidad de la República”, concluye. • Operaciones de la DNII. El 20 de diciembre, censuran de la programación de la 17ª Feria Nacional de Libros y Grabados a varios artistas. Entre ellos: Roberto Fontana, Nelly Goitiño, Beatriz Massons y Alberto Candeau, “todos ellos con anotaciones”.

-1977- • Penal de Punta de Rieles. Se produce una nueva etapa de censura a todo libro considerado sospechoso.

• Biblioteca Nacional. Llega el primer interventor de la dictadura, el coronel Jorge Marfetán, que en una carta fechada el 1° de abril comunica su designación por parte del Poder Ejecutivo al encargado de la Seccional 5ª de Policía, Carlos Gatti, y lo invita a visitar la institución.

• Biblioteca Nacional. Arturo Sergio Visca es designado director general, sustituyendo a Adolfo Silva Delgado, periodista y profesor, quien había sido jefe de editorialistas de La Mañana. En una carta fechada el 23 de marzo, Marfetán da cuenta al ministro de Educación y Cultura, Daniel Darracq, de la renuncia de Visca al Departamento de Investigaciones que había dirigido hasta entonces.

• Operaciones de la DNII. En setiembre, incauta “provisoriamente” -“atento a lo dispuesto por la superioridad y mientras se estudia el contenido”- 16 ejemplares de Abaddón. El exterminador, de Ernesto Sábato: diez en la Editorial Medina y el resto en la librería Papacito. Este libro aparece en el Catálogo de la BC con el número 816, en el apartado Literatura Latinoamericana, sección Literatura General. Además, había otros del autor: El túnel, Sobre héroes y tumbas e Itinerario.

• Operaciones de la DNII. El 14 de octubre incautó “unos 70 libros izquierdistas” a raíz de la denuncia de un rematador que encontró una “gran cantidad de libros marxistas” al desempacar “bultos para remate pertenecientes a una causa judicial”. Los funcionarios determinaron que los textos pertenecían a “JMMC, titular de la causa judicial, con anotaciones en nuestros ficheros, y actualmente en régimen de ‘libertad vigilada’ [...], quien viene siendo buscado a efectos de la aclaración que corresponde”.

-1978- • Biblioteca Nacional. El gobierno, entonces presidido por Aparicio Méndez, del Partido Nacional, otorga a Visca (entre otros autores) un “premio de remuneración literaria” en la categoría “Ensayos estéticos o literarios” por su obra Ensayo sobre literatura uruguaya. La resolución presidencial y la comunicación del galardón por parte del secretario general del MEC Walter Barbosa a Visca están fechadas el 26 de diciembre.

-1979- • Penal de Libertad. La Cruz Roja Internacional realiza una donación de libros orientada a la actualización de la biblioteca. En su informe expresó: “Los libros de literatura anteriores a la Revolución Francesa se encuentran en la biblioteca; después, nada parece haber sido publicado”.

• Biblioteca Nacional. Entre el 26 de mayo y el 1° de junio se conmemoró el aniversario de su fundación. De acuerdo a la programación, la celebración contó con una muestra bibliográfica nacional, una exhibición de diaporamas y películas de carácter didáctico, charlas en torno al “interés literario” y bibliotecológico. Los folletos de divulgación resaltaban “la importancia del libro y las bibliotecas en la cultura actual”.

-1981- • Penal de Libertad. La dupla conformada por el teniente coronel Fausto González y el mayor Mario Mouriño ordenó el desplazamiento de los libros de las bibliotecas de cada sector -unas diez- a la BC y una nueva quema de libros, incluidos algunos de los donados por la Cruz Roja.

• Operaciones de la DNII. El 28 de setiembre, el director del organismo, Víctor Castiglioni, informa al jefe de la OCOA [Órgano Coordinador de Operaciones Antisubversivas] sobre la resolución que prohíbe la venta en Uruguay de Diario de un snob 2, del español Francisco Umbral, “por contener conceptos tendenciosos contra nuestro país y su gobierno”.

-1985- • Penal de Libertad. La biblioteca sobrevivió hasta el fin la dictadura. En el último catálogo figuraban más de 9.000 títulos.

• Biblioteca Nacional. Es designado como director el poeta Enrique Fierro.

Elaboración propia con base en: Trincheras de papel. Dictadura y literatura carcelaria, de Alberto Alzugarat (Trilce, 1997); el testimonio de Ivonne Trías, quien permaneció presa durante todo el período dictatorial; el Tomo II de Investigación histórica sobre dictadura y terrorismo de Estado en el Uruguay (1973-1985), coordinado por Álvaro Rico; y búsqueda documental en el Archivo Administrativo de la Biblioteca Nacional.

• Autores y títulos censurados en Primaria y disponibles en el Penal de Libertad - Germán Wettstein: Nuestra tierra: los hombres, La geografía como docencia; África, América, Antártida: lecturas geográficas. Un ejemplar de este último está catalogado en la biblioteca del penal con el Nº 7.509 en el apartado Geografía, Climatología, sección Ciencia y Técnica.

  • Arturo Sergio Visca: Antología del cuento uruguayo: los criollistas del veinte; Antología del cuento uruguayo: los nuevos; Antología del cuento uruguayo: urbanos y camperos. En el penal había ocho obras del autor (ver Cronología, años 1976, 1977 y 1978).

  • Manuel Scorza: Cantar de Agapito Robles: cantar 4. En el penal había dos obras suyas: Historia de Garabombo el invisible y Redoble por rancas, catalogadas con los números 823 y 824.

  • Paul Delanou, Paul Vissio, André Revuz, Marc Barbut: La cuestión matemática. Un ejemplar de este libro está catalogado con el Nº 8.380.

  • Agustín Beraza: La economía en la Banda Oriental 1811-1820. En el penal había dos obras del autor: Rivera y la independencia de las misiones y La revolución oriental 1811, catalogadas con los números 7.579 y 7.580.

  • Roberto Ares Pons: Uruguay: ¿provincia o nación? En el penal había cuatro obras suyas: El gaucho, Curso de historia nacional y americana [Tomo I: España en América], Historia nacional y americana [Tomo II: Vísperas de la primera independencia] e Historia nacional y americana: Guerra y revolución española, movimiento juntista americano catalogadas con los números 7559 al 7562.

• Otros autores censurados en Primaria: Herbert Marcuse, Mario Benedetti, Enrique Méndez Vives, Eugenia Beinstein de Alberti, José Pedro Barrán, Benjamín Nahum, Mario Bon Espasandín, Jesualdo Sosa, Carlos Rama, Miguel Soler Roca, Walter Lippmann, Rafael Calvo Serer, Alfredo Gadino, Diógenes de Giorgi, Reina Reyes, Antonio Pérez García, Sergio Bagú, Humberto Gussoni, Luis Faroppa, Aldo Solari, José Vera Lamperein, Eloísa García Etchegoyhen de Lorenzo, Abner Prada, Roque Faraone, Israel Wonsewer, Julio Castro, Juan Luis Segundo, Pedro Olmos, Dionisio Garmendia, Aníbal Barrios Pintos, Daniel Vidart, Luis Gil Salguero, Jorge Amado, Luis Mercier Vega, Julio Rossiello, René König, Raúl Vaz-Ferreira, Carl Gustav Jung, Harold Laski, Carlos Quijano, José Ingenieros, Aldo Solari, Enrique Marchesi, Artigas Durán, Darcy Ribeiro y Walter González Penelas.

Elaboración propia con base en el cruce de la lista de libros escondidos en el sótano de Primaria y el catálogo de la BC del Penal de Libertad.

En 1968, Alicia Fernández tenía 14 años y vivía en Tarumán (ahora Francisco Ros) y Luis de la Torre. Era compinche y vecina de Laura Martirena, hija de Luis Martirena e Ivette Giménez, integrantes del Partido Comunista. Por esa razón, intervenían una vez por semana todos los apartamentos del predio en el que vivían, hasta que la familia se mudó a una casa en Malvín, donde la pareja fue asesinada el 14 de abril de 1972. La primera vez que inspeccionaron la casa de Alicia, hallaron en su habitación una foto del Che Guevara. “Es una adolescente, se lo vamos a sacar”, se excusó su padre ante la advertencia.

Debió retirar la foto y, “por las dudas”, todo lo que podría importunar en la siguiente visita policial. “Bajé llorando. Mi abuela me dice: ‘dame todo eso’. ‘No, abuela’, le decía, ‘me van a castigar si esto no desaparece, si te llevan presa a vos seré la oveja negra de la familia’”, relata Alicia, que diez años después ingresaría a la BN como becaria. Hoy es la coordinadora del Departamento de Investigaciones.

La abuela descosió su colchón, metió todo adentro y lo volvió a coser. “No te preocupes. Soy nieta del jefe de Policía, hija de comisario, yo los manejo”, la consolaba. “Les abría la puerta y les decía: ‘M’hijito, ¡qué frío que hace! ¿No quieren un cafecito?”, recuerda entre risas. “Después, [los policías] pasaban de largo. ¡La emoción que fue para mí descoser todo aquello en democracia! Lo guardo como una reliquia”.

Los libros había que camuflarlos -en el mejor de los casos- también, “por si iba a tu casa alguien que no fuera de confianza”. “Poníamos atrás los posta y adelante los truchos”, confiesa Mercedes Xavier de Mello, militante del Partido Comunista Revolucionario (PCR). Cuando la detuvieron en diciembre de 1976, sus suegros “se asustaron” y llevaron a Marx, Lenin y Mao a una volqueta montevideana. Las olimareñas Liliana Pertuy y Mabel Fleitas -capturadas por militares cuando militaban en la Juventud Comunista a sus 15 y 17 años, respectivamente- evocan por separado el mismo hecho: la confiscación de la biblioteca del artista y profesor Tomás Cacheiro -destituido en 1976- por contener mucho material sobre “cubismo”.

Los libros marxistas de Liliana fueron envueltos en abundante nailon y enterrados en un cañaveral, al fondo de su casa. En la periferia de Las Piedras, un tambero llamado Polo prestó sus suelos para ocultar cientos de volúmenes enfardados en nailon que le acercaban sus amistades. Entre ellas Mirtha Guianze, cuya casa allanaron luego de arrestarla en la sede de la Fiscalía y cuando ya había confiado a Polo los ejemplares más “comprometedores”. Incautaron la novela Caminos de libertad, de Howard Fast, el académico La desocupación y el llamado seguro de paro, de Nelson Nicoliello, dos escritos en francés -Que sais je? [¿Qué sé yo?] y Le droit sovietique [La ley soviética]-, pero se les pasaron dos de León Trotsky. En democracia, Polo cosechó los libros y repartió los paquetes en su carro con caballos, el mismo con el que distribuía leche en tarrito.

En Las Piedras también vivía el socialista Vivian Trías, a quien le arrasaron su enorme biblioteca en sucesivos operativos. “La recuperó en parte tiempo después. Lo que no recuperó la Comisión Especial de la Cámara de Diputados fue su obra póstuma sobre José Artigas, que se llevaron en uno de esos allanamientos; uno de los peores atentados a nuestra cultura”, recuerda el presidente de la Fundación Vivian Trías, José Díaz, que en 1985 encabezó la comisión designada para seleccionar y publicar la obra doctrinaria.

Trías estuvo recluido más de una vez en cuarteles durante la aplicación de las Medidas Prontas de Seguridad. No fue por mucho tiempo, pero lo aprovechó para escribir Juan Manuel Rosas, el Tomo III de sus Obras. “Amigos de la Armada lo llevaron a una unidad con todas las facilidades de libros y documentación para que pudiera escribir”, recuerda Díaz.

El escritor sanducero Hiber Conteris estuvo preso con sus libros y a raíz de ellos. “La primera noticia que tuve acerca de que las fuerzas conjuntas estaban detrás de mí me llegó de mi editorial de entonces, Arca. Habían estado ahí y se habían llevado mis libros. Simultáneamente, desaparecieron de todas las librerías. Sin embargo, cuando llegué al penal [de Libertad], descubrí que estaban en la biblioteca y eran muy solicitados”.

A poco de entrar a la cárcel, se le asignó la tarea de distribuir el almuerzo en un sector del quinto piso. Al llegar a una de las celdas de aislamiento -y aprovechando que su custodia no era tan estricto- se presentó con su compañero. “Se quedó inmóvil. Dejó el plato apoyado en la ventanilla -que al abrirse quedaba fija en un plano horizontal-, me miró de un modo extraño, fue hasta el fondo de la celda y regresó con un ejemplar de El nadador. Jamás se pudo imaginar que el propio autor viniera a servirle el rancho”.

Realidad y ficción

“En el fondo de mi bolsillo sobrevivió un arrugado prospecto de Redoxon. Lo aprendí de memoria. Luego de atrás para adelante. De memoria construí frases sólo con las palabras del prospecto. Y a la semana me conté un cuento sólo con esas palabras”. “Miles de veces leí y releí el pequeño texto que venía impreso en el interior de las diminutas tapas de los librillos de papel de fumar [...]. Entre fumar, leer mis textos repetidas veces, pensar en los enigmas que planteaban Atala, Parker y Job, se iban las horas, y entrenaba la paciencia. [...]. Mis dos volúmenes se agotaban en las tapas. Por dentro eran finitos. Sus hojitas, tábulas rasas, contenían las historias que uno pudiera contarse. No sé cuántas cosas imaginé para suplantar la letra que no estaba”.

En un contexto de vejación y aislamiento absoluto, la palabra escrita se transformó en un cable a tierra y en una poderosa herramienta de sobrevivencia. Los testimonios están citados en el libro Trincheras de papel (Trilce, 2007), de Alfredo Alzugarat, ex preso político, que repasa las peripecias en torno a la literatura carcelaria y cómo se fue gestando la Biblioteca Central (BC) del Penal del Libertad, así como su catalogación y sistema de préstamo. En el marco de los 40 años del golpe de Estado y desde su lugar en el Departamento de Investigaciones y Archivo Literario de la BN, Alzugarat coordinó la publicación de El libro de los libros que, además de incluir aportes académicos, contiene aquel catálogo en versión facsimilar.

Quemaron todo

En el penal de mujeres de Punta de Rieles también ingresaron libros, se inventariaron, se catalogaron y se creó un mecanismo para acceder a ellos. “La lectura fue un oasis, un refugio, un deleite. Desde el primer año en los cuarteles, la llegada de un libro era un acontecimiento. Para disfrutarlo más y mejor, leíamos en grupo. Ésa fue para mí una experiencia inolvidable. No sé si Los ríos profundos, de José María Arguedas, es el mejor libro del mundo, pero en mi recuerdo la emoción y las sensaciones que me provocó fueron incomparables”, recuerda Mercedes.

Ivonne Trías, que permaneció en ese establecimiento todo el período, evoca la imagen “que simboliza el trato de los militares a los libros”. “Nosotras, las presas, trepadas en las ventanas tratando de adivinar de dónde venía aquel humo que, por alguna razón, nos angustiaba”. Venía de la quema de libros ordenada por el coronel Julio Barrabino. Cuando llegó Mercedes, los militares suponían que a los “peligrosos” se los había consumido el fuego. “Teóricamente quedaba sólo literatura inocente, pero no era así. Gracias al ingenio de algunas compañeras, bajo el rótulo ‘Libros de Medicina’ estaba, por ejemplo, Las venas abiertas de América Latina”.

A varios kilómetros de Punta de Rieles, el médico Ariel Pisano, preso en el Batallón de Ingenieros N° 2 de Florida, recibía de su esposa un ejemplar de Las venas abiertas… y otro de la novela Papillon, del francés Henri Charrière, que trata de una (exitosa) fuga carcelaria. “El de [Eduardo] Galeano se lo pudo quedar porque creyeron que era de medicina”, cuenta el ex preso Vladimiro Delgado. “Un día lo encontré a Galeano no sé dónde, no lo conocía personalmente, pero lo paré y le conté”, sigue.

Vladimiro se excusa por no recordar cuántos libros leyó en sus diez años de prisión; sabe que fueron “alrededor de 800”. “Los tengo todos anotados. Libro por libro. Leí desde Agatha Christie hasta comunistas checoslovacos”. En 2009, Vladimiro se ocupó, junto con la estudiante de Bibliotecología Elizabeth Camio, de limpiar 500 de los más de 10.000 libros que lograron sobrevivir y que ahora se encuentran en el Museo de la Memoria (Mume). Porque en el penal de varones también hubo una quema cuando el mayor Arquímedes Maciel se puso al frente del establecimiento.

En 1974, Maciel ingresó a la celda 3 del sector A en el primer piso del Penal de Libertad para inspeccionar. En la mesa había un juego de ajedrez, un mazo de cartas y dados. Sobre la repisa una veintena de libros de historia nacional y apuntes sobre artiguismo. “Habían venido conmigo en avión desde el cuartel de Rivera y en helicóptero, sin pasar por la censura del penal por ser de unidad militar a unidad militar”, explica Lewis Rostan. “¿Así que se dedican a la timba y tienen todos esos libros y apuntes de adorno?”, reprochó el mayor. Lewis y sus compañeros explicaron que tenían distintas formas de pasar el tiempo durante las 23 horas que permanecían en la celda. “Ustedes conocen el reglamento. Si encontramos libros prohibidos van derecho a la sala de disciplina, y si son tendenciosos tendrán una sanción”, les decía el militar. “Prohibidos no tenemos. ¿Cuál es el alcance del término ‘tendencioso’?”, cuenta Lewis que le cuestionó. La respuesta de Maciel fue evasiva: “No se me haga el vivo”. Ese día, tras la inspección, decidió permitir sólo cuatro libros por celda.

“La quema sucedió antes en una cantidad de casas, aunque yo primero los enterré”, celebra Alzugarat. “Importa el hecho de que nunca hubo ninguna directiva en ningún ámbito que estableciera con precisión qué era lo que estaba prohibido. Ellos jugaron mucho con eso, con la indeterminación de los límites de la censura. Sabés que hay cosas prohibidas y no sabés cuáles son. Entonces la censura se internaliza: como no sabías, te autocensurabas, incluso hasta más allá de donde podían ir ellos”, reflexiona.

Primavera literaria

En los primeros años después del golpe, en los penales estaban permitidas lecturas que afuera eran -o se suponían- riesgosas. “En un principio no había límites, entró de todo. No había censura en lo ideológico, porque el razonamiento era que si uno era marxista podía leer libros marxistas. Lo único que no se podía leer eran cosas relacionadas con tácticas y estrategias militares”, detalla Alzugarat.

Carlos Liscano, ahora director de la BN, fue de los primeros encargados del sector A del segundo piso. “Se repartían tareas y, supongo que como yo tenía fama de intelectual, me tocó. Leíamos cosas que no leía el resto de los uruguayos”. Los presos tenían una “tarjeta de solicitud” en la que debían colocar su número y en qué piso, sector y ala estaban ubicados. En los casilleros disponibles escribían en orden de prioridad los números de los libros (en base al catálogo) que querían.

“De los 78 que podías poner, sólo te iban a llegar dos porque estaban prestados. El catálogo circulaba por el ala correspondiente. No podías tenerlo todos los días, te fabricabas un catálogo manual, copiabas lo que te interesaba”, repasa Alzugarat. “Ponías como 100 y algo te iba a tocar”, ilustra Elbio Ferrario, ahora director del Mume. Liscano, como todos los que cumplieron esa tarea, recogía las tarjetas de solicitudes y las llevaba a la BC, en el tercer piso. Allí, Vladimiro, al igual que todos los demás a los que les fue asignado ese rol, buscaba los libros y los enviaba por intermedio del encargado de sector. Los libros, a su vez, tenían en la última página una ficha que indicaba qué preso lo había retirado, su ubicación y fecha del préstamo. Podían tenerlo una semana, con una más de prórroga.

Razias de palabras

Pese a los períodos de bonanza literaria dentro de las cárceles, hubo tiempos de censura y sequía que inspiraron artimañas efectivas para sortear esa situación. Durante este lapso las contradicciones se reflejaron, quizá, mediante el uso del lenguaje con el que se identificaban los libros permitidos. Éstos tenían un sello que decía “censurado”. Los que efectivamente eran censurados tenían un sello que decía “rechazado”.

“Después de la quema y de los primeros períodos sin negro sobre blanco nos volvimos más previsoras”, comienza Trías. “Tomamos medidas de preservación para los tiempos de abstinencia. Copiábamos páginas importantes o capítulos enteros, haciendo esquemas de la obra en cuestión, en letra minúscula. Tuvimos que oficiar de libros orales, transmitiéndonos mutuamente las lecturas que habíamos archivado en la memoria”.

En Libertad también hubo escribas. Es el caso de Ferrario. “Cuando cerraron la biblioteca, muchos libros se perdieron. Hubo dos posibilidades: camuflarlos, y otros éramos copistas”. Los camufladores cambiaban prolijamente las tapas originales por otras con títulos intrascendentes. “Había compañeros que podían hacer una muy buena encuadernación”, recuerda. “Las tapas eran sofisticadas. El problema es que cuando el título estaba en todas las páginas no se podía hacer nada”, aporta Liscano.

Algunos presos que estudiaban arquitectura habían ingresado unas lapiceras con trazo de una décima de milímetro. “No había lista de no permitidos. Estabas siempre expuesto a cualquier cosa porque no sabías...”. Cuando estaban prontos los manuscritos, se hacía un rollito, se guardaba en nailon, se escondía en la boca y se lo escupía al destinatario. En caso de emergencia, había que tragárselo.

Biblioteca itinerante

El 10 de marzo de 1985 recuperaron la libertad los últimos presos y los libros de la biblioteca del penal viajaron a la sede de la Federación de Obreros y Empleados de la Bebida (FOEB). En este punto, los relatos de los protagonistas tienen contradicciones. Varios ex presos consultados, entre ellos, Vladimiro y Baldemar Taroco, presidente de Crysol, coinciden en que en los últimos días se hizo una consulta oral acerca de cuál sería el mejor destino y en que estuvieron de acuerdo en que fuera al recién creado Plenario Intersindical de Trabajadores (PIT), pero no recuerdan cómo fue que terminaron en la FOEB.

El histórico dirigente de la bebida, Richard Read fue uno de los testigos del arribo de aquellos 10.000 libros, algún día de aquel primer año de apertura democrática. “Me acuerdo como si fuera hoy. Conseguimos dos camiones y nos trajimos todo lo que había en la biblioteca: una televisión enorme a color marca Punktal -que en el 86 u 87 se la dimos a la FUECI [en ese entonces la Federación Uruguaya de Empleados de Comercio e Industrias, hoy nucleada en FUECYS]-, un sillón de dentista que se rompió y piezas de prótesis dentales”, relata Read, que aquel día esperó a los camiones en la sede. ¿Y cómo llegaron a la FOEB? “Porque uno de los últimos en salir era un compañero del sindicato, Raúl Pitaluga. No quedaba nada en el penal, sólo libros. Si no los íbamos a buscar, creo que quedaban ahí”. Taroco, que permaneció en la cárcel hasta el último día, lo único que recuerda es haber opinado que se trasladaran al PIT. “Pero fijate que después de salir no me ocupé de saber qué pasaba”, aclara.

A fines de 2007, Crysol pidió que los libros fueran llevados a su sede. “Teníamos información de que no estaban siendo cuidados”, cuenta Taroco. Un año después volvieron a mudarse, en esa ocasión a su destino actual: el Mume. La inmensa mayoría todavía está en cajas apiladas y cerradas en una pieza que se encuentra en el subsuelo. En 2009 y en el marco de un proyecto de grado, la estudiante de Bibliotecología Elizabeth Camio realizó, con la ayuda de Vladimiro, la limpieza y restauración de unos 500 ejemplares, que posteriormente se incorporaron a la biblioteca del Mume. Esta labor duró un año; los ejemplares fueron elegidos al azar. “Todavía no hemos conseguido ningún apoyo para hacernos cargo del resto, están ahí. Está todo por hacer”.

La razón de la sinrazón

Vladimiro recorre la biblioteca del Mume, se detiene un instante y selecciona Esta cara de la luna, de Juan Marse. Enseña el registro que tiene pegado en el fuelle sobre un papel amarillo con números negros. Es el 1928. Pide que lo ubique en el catálogo del Libro de los libros, que esta periodista tiene en las manos. Todo coincide: el número con el título y el autor. Luego señala la letra A que está debajo del número con la misma estética. “Esto indicaba la cantidad de ejemplares que había, cada uno tenía una letra”, explica.

“Tomaron lo que hoy llamamos organización del conocimiento y lo discriminaron de una manera fantástica”, valora Camio. “Hicieron una separación de Historia y Literatura, y dentro de cada una, una ordenación, y continuaron de una manera admirable. Es de sacarse el sombrero, no sólo por cómo lo manejaron y lo pensaron; porque estaban en un contexto de aislamiento, en donde todo se transformaba en información. Una piedra se transformaba en información; adentro era otro mundo”, compara.

Vladimiro sonríe y advierte: “Igual, trabajando con Elizabeth, me di cuenta de que Bibliotecología no es sólo saber un estante”. Lo hace contemplando el catálogo en la versión facsimilar, como si nunca lo hubiera visto. Encima de la mesa también hay una carpeta con las hojas amarillas. En unas hay cientos de A, en otras cientos de B, en otras cientos de C. En unas hay cientos de 0, de 1, de 2… y así hasta el 9. Todas prontas para recortar y pegar en los fuelles. Algunas hojas son verdes.

¿De dónde sacaban los materiales? “Nos los daban los milicos…” ¿Todo esto, con tanto color? Vladimiro se queda callado. “¿No es increíble?”, tercia Elizabeth. Muchas veces, durante la entrevista Vladimiro queda ensimismado, intenta con creces ubicarse en el tiempo y cuando no lo consigue llama al Ñato Tiscornia para sacarse las dudas. Va y viene en el tiempo y de a ratos sorprende con anécdotas. “Cuando leí Cien años de soledad, hice un árbol genealógico para facilitarles la lectura a otros compañeros. Por ese manuscrito lo prohibieron”.

“Los primeros presos tuvieron la posibilidad de leer un millón de cosas que no se podía leer afuera. ¿Dónde está la razón de la sinrazón?”, pregunta Camio. Enseguida cita a Michel Foucault. “Es que se trata de lo vigilado. El estado de miedo se instala, luego ya lo tenés encima y te censurás vos mismo lo que nadie censura afuera. Eso es algo que la dictadura logró en la población”, afirma.

La Biblioteca Nacional

La operativa de la BN no estuvo signada por prohibiciones directas o indirectas. Todo lo contrario, la promoción de la lectura y la eficacia del servicio a la comunidad fueron preocupaciones centrales, más aun luego de la intervención en 1977, que fue tardía en relación con otras instituciones del Estado. Todos los funcionarios con los que conversó la diaria, tanto los que cumplieron tareas administrativas como técnicas durante la dictadura, afirmaron que nunca recibieron órdenes de censurar, esconder, negar o quemar ningún título ni autor. En la búsqueda del archivo administrativo que realizó la diaria no hay evidencia de que esto haya ocurrido.

“Si algún coronel retiró algún libro de algún estante, no lo sé. Ahora, nunca nadie me dio ninguna orden de que retirara fichas de los ficheros. Estaba a cargo de la intercalación de fichas. Esto abarcaba todos los ficheros: los del público y los internos. No venían a meterse con lo técnico. Las arbitrariedades eran puntuales y contra personas. Tampoco supe nunca que se interrogara a un usuario”, afirma Graciela Gargiulo, su actual 
subdirectora.

Para Liscano, la BN se “autoprotegió”. “Tiene una aureola de sabiduría, de cosa antigua. Hay una tradición del Ejército que es la de guardar papeles. El archivo militar lo construyó Pivel Devoto. ¿Por qué tenemos el cuadro del ejército artiguista? Porque los milicos guardan”, opina.

Hasta la llegada del interventor, el coronel Jorge Marfetán, la conducción de la BN estuvo a cargo del periodista y profesor Adolfo Silva Delgado. En respuesta a la inquietud del director general de Secretaría del Ministerio de Educación y Cultura (MEC) de entonces, el coronel Gabriel Barba, sobre el destino del proyecto cultural de la BN, Silva Delgado le respondió en una carta citando palabras que Artigas dedicó a Dámaso Antonio Larrañaga -primer director de la institución- en 1816: “Esta biblioteca [es] el pedestal de la pública educación”. En la misma carta, fechada el 4 de agosto de 1975, afirma que “la extensión cultural y la educación permanente es prioritaria para toda biblioteca moderna”, que “nuestro país se ha comprometido a respetar en diversas reuniones internacionales, tanto en la OEA como en la UNESCO”. Destaca también el uso de la sala principal para “atraer lectores y como instrumento para que el público conozca y haga uso de los servicios bibliotecarios”.

“Manifiesta estupidez”

Durante su gestión, Silva Delgado consiguió incluir en la ley de presupuesto (N° 14.106) un artículo (el 373) que creaba 25 cargos de bibliotecarios egresados de la Universidad de la República, a razón de cinco por año a partir de 1973. Entre los primeros cinco ingresos estaba Gargiulo. “Cuando entró Marfetán nos hizo una evaluación de nuestras capacidades. A muchos colegas les fue mal porque no teníamos recursos intelectuales y académicos con qué responder a eso, los cursos de actualización en aquel momento eran muy pocos. No sé para qué les sirvió eso. Lo que hicieron fue resolver quiénes integraban los cargos de jerarquía. Un día me llama por teléfono Marfetán y me dice que tenía que presentarme tal día, a tal hora y hacerme cargo del Departamento de Restauración e Impresión”, recuerda.

El propio Silva Delgado asegura “con absoluta claridad” al coronel Barba el 7 de marzo de 1974 que nunca tuvo noticias “de que hayan ‘intervenido militares’ en ninguna de las etapas de las designaciones y menos aun, que el suscrito [lo] haya solicitado, recomendado o sugerido”. “Sólo con grave irresponsabilidad se puede concebir que de algún modo las Fuerzas Armadas sean distraídas de sus funciones para ocuparse de la designación de bibliotecarios de segunda, en el grado más bajo del escalafón técnico […]. Desde el 15 de noviembre de 1971, fecha en que fui designado, jamás he hablado con ningún militar sobre nombramientos de funcionarios ni he recibido, directa o indirectamente, ninguna recomendación ni pedido o insinuación provenientes de militares ni, por supuesto, he incurrido en la torpeza inútil y gratuita de indicar a alguien que recurra a un procedimiento que, aparte de su manifiesta estupidez, para el caso resulta absolutamente innecesario”, sentenció ante el interventor.

De novela

Con Marfetán llegó, en 1977, la obsesión por la eficacia, la ornamentación, el orden y la pulcritud. “Su preocupación primaria fue limpiar la BN. Trajo una empresa de limpieza a la que controlaba personalmente y con rigor. Los hacía limpiar tres veces si no había quedado bien. Hacía que los colores combinaran: de las paredes, con los muebles, con el piso, con los adornos. Encontró mucha cosa mal”, relata Gargiulo.

En diversas cartas al entonces ministro Edmundo Narancio fechadas en marzo de 1974, Silva Delgado mostró preocupación por el estado de abandono de la BN y la falta de recursos para afrontarlo. “Reitero los problemas relativos al sector limpieza de la BN, que requiere una urgente solución”, decía. Detallaba que había una superficie para limpiar de 12.000 metros cuadrados -de los cuales 3.000 correspondían a depósitos de libros, diarios y revistas- por donde transitaban anualmente 200.000 personas, además de los funcionarios. “No se incluye en estas necesidades, la limpieza del material bibliográfico que, como mínimo, debe efectuarse una vez por año y que, en la práctica, no se ha llevado a cabo desde hace veinte años”, reclamó.

Además de la contratación de personal y presupuesto, Silva Delgado llegó a solicitar la creación de un “departamento de patología del libro” ante el “inevitable deterioro” en que se encontraba el acervo de la BN y que proseguiría “si no se adoptan medidas conducentes” para “detener la destrucción provocada por el polvo, la humedad y los insectos”. Todo esto llegó con Marfetán. “Hizo arreglos que eran necesarios. Desde ese punto de vista, la BN repuntó. Si voy a ser sincera, en lo que fue mantenimiento fue el mejor hasta esta gestión, porque después nunca nadie se preocupó por eso”, puntualizó la subdirectora.

Algunos de los aportes arquitectónicos de Marfetán perduran hasta hoy, intactos: los ficheros de la entrada, la sala Uruguay (donde funcionan oficinas) y la cantina. En marzo de 1977, a poco de su designación, ya habían comenzado las obras de remodelación. El interventor entendió que esto afectaba la alimentación de los funcionarios y solicitó al coronel Barba “la posibilidad de conceder al personal un vaso de leche en forma gratuita”. Esto se concretó y varios de los administrativos con los que conversó la diaria lo recuerdan 
espontáneamente.

“Teníamos leche, pan y sopa gratis, además de un almuerzo accesible y rico, porque él se encargaba de probarlo antes”, contó María. En el Día del Libro había guiso de mondongo gratis. “No me olvido más. Iba y clavaba la espátula para probar si había quedado bien: si quedaba paradita significaba que estaba bien, contundente; si se caía, estaba muy caldoso y había que espesarlo”, contó a la diaria la funcionaria que en aquel momento atendía la cantina. Otra de las obsesiones del coronel era evitar el gasto innecesario de electricidad. “Venía y te decía: ‘¿vio qué lindo día hace, cuánta luz natural?’ Uno no cuestionaba, decía que sí, entonces te respondía: ‘¿y por qué tiene esa luz prendida?’ Iba revisando eso”, contó Erlinda.

De acuerdo al archivo administrativo, entre el 28 y el 31 de marzo Marfetán pidió: al gerente general de UTE, Mendes Duhalde, una “inspección exhaustiva sobre el estado de la instalación eléctrica de la BN”; al director de Bomberos, Donato Larrosa, una “inspección inmediata” del servicio de seguridad e incendios; y al director de los Servicios de Salubridad, Julio Blixen, el envío de un “servicio de desinfección para 3.000 metros cuadrados”. “Esta Intervención encara una total reforma del sistema administrativo que constituye un obstáculo para toda labor ágil y eficiente”, indicó en una carta del 31 de marzo al coronel Barba. También en marzo envió un proyecto de resolución para denominar los pasillos de la planta baja con los nombres de los secretarios de Artigas que “tuvieron relación directa con la fundación de la primera biblioteca pública de nuestro país”.

De principio a fin

Marfetán informaba con lujo de detalles al interventor del MEC todo lo que hacía, incluidos los cambios en la decoración. “Existiendo en el frente del edificio dos hermosos plintos que nunca fueron usados puesto que sólo preparó los bocetos el redado y capacitado Severino Pose, quien lamentablemente falleció, esta Intervención pondrá macetones con plantas adecuadas hasta tanto se disponga otra cosa definitiva. Se piensa así que el frente [de la BN] ya reciba con una sonrisa de cultura a quienes visitan tanto la Biblioteca como la hermosa sala Vaz Ferreira y su adecuada pinacoteca”, dice, por ejemplo, una de las comunicaciones.

Tesoro encontrado

Cuando el maestro Óscar Gómez, actual susbecretario de Educación y Cultura, ingresó a la administración pública en 2005 como integrante del Consejo de Educación Inicial y Primaria, decidió, entre otras cosas, ponerse a tiro con el control de depósitos. Además, durante un chequeo de stock había advertido la falta de más de 300 libros que estaban ingresados en el sistema informático pero no en la Biblioteca Pedagógica Central (BPC).

Durante su recorrida por el depósito del organismo en la calle Miguelete encontró que uno de los galpones estaba repleto de bandejitas de cartón y enlatados. Eran alimentos (o lo que quedaba de ellos) sobrantes de la Guerra del Golfo, que habían sido enviados a Uruguay para alimentar escolares. “Me acuerdo que produjeron trastornos hepáticos en varios niños, no se repartieron más y quedaron ahí”, dice Gómez, que durante aquella guerra era maestro en la escuela Nº 87 de Cerrito de la Victoria.

Hizo los trámites correspondientes en la Intendencia de Montevideo para su retiro y volvió al lugar. “Veo que había una puerta chica que daba para un sótano que, según me dice el guardia, nunca se había usado. No había luz. Entro igual, y noto que hay algo en el piso. Agarro lo primero que hay en la oscuridad, subo la escalerita y -me acuerdo como si fuera ahora- a la luz veo que es Cómo viven los de abajo en los países de América Latina, de Julio Castro. Vuelvo a bajar y encuentro otros, saco ocho, diez. Reyna Reyes, [Luis] Gil Salgueiro, [José Pedro] Barrán, ¡que era mi jefe! Estaba en el Codicen y sus libros de historia seguían prohibidos”, relató el subsecretario.

En la contratapa, todos tenían la tarjeta identificatoria de la BPC, con el nombre de quién lo había tenido en préstamo, la fecha de entrega y la de devolución. Eran más de 300 y estaban en un estado de conservación más o menos aceptable. María Ortiguera, una maestra de la BPC, los restauró y recatalogó. Además, realizó una investigación en el archivo administrativo y no encontró órdenes escritas sobre el retiro de esos textos.

Se hizo un acto público de devolución y los libros se dejaron en exposición varias semanas. “Hubo bastante silencio de parte de la gran prensa; sólo lo cubrieron tres medios. Lo concreto y lo complejo no es que la dictadura los hubiera escondido -que es lo esperable-. Lo que realmente me molestó fue que recuperada la democracia, hubo 20 años en que se quedaron donde la dictadura los dejó. Fue muy fuerte, porque había cosas únicas, como unos mimeógrafos de Miguel Soler”, recalcó Gómez.

El hallazgo de los libros se produjo seis años antes de la aparición de los restos de Julio Castro. “Había desaparecido él y habían intentado desaparecer su obra. Cuando apareció el cuerpo, siempre decía que en realidad ya se había recuperado parte de él en la calle Miguelete”.

Para abril, el interventor consiguió de Antel la concesión de dos nuevas líneas telefónicas y comenzaba a preocuparse por nutrir a la BN de un equipo de funcionarios. “Esta Intervención solicita sea provisto de personal mínimo para el eficaz desempeño del cargo, dado que el estado en que se encuentra el edificio es bastante complejo. Ese mínimo sería: secretaría, portería, ordenanza y equipo de pintura, conservación general y aumento del personal de limpieza”, solicitó a Barba el 13 de abril. Pidió cotización a Kodak para la adquisición de un equipo de microfilmación y unos días después ordenó la compra.

Se preocupó por el entorno, en especial por el “estado de abandono” del espacio libre que separa la BN de la Universidad de la República. “Cuenta esta intervención con una buena estatua de Minerva en mármol de Carrara con su correspondiente pedestal que tendría ubicación con frente a la calle Guayabos y aunque requiere pequeñas reparaciones en poco tiempo estaría en condiciones de ser exhibida al público, quitándola de un depósito de trastos en que la encontró esta Intervención. El centro del espacio de referencia podría ser un buen enjardinado con una fuente central dando realce a los dos edificios y embelleciendo esta parte de nuestra principal avenida. Para evitar las ya clásicas demoras, sugiero la correspondiente autorización del Estado Mayor Conjunto y la Honorable Junta de Comandantes en Jefe”.

El 10 de mayo, el Poder Ejecutivo aprobó por resolución el reglamento orgánico de la BN. Allí se afirma que el objetivo es “contribuir al desarrollo cultural de la República por todos los medios de que dispone dentro del área de sus competencias” y que entre sus cometidos está el de “proporcionar al público el material bibliográfico y documental en sus salas de lectura en un horario amplio que asegura las mayores posibilidades de consulta”. Marfetán no tardó en reaccionar y amplió el horario de atención al público para “servir con mayor eficacia” y “crear un efectivo hábito de la lectura”.

De lunes a viernes, la BN dejó de cerrar a las 22.00 para hacerlo a las 0.00, y abrir a partir de las 8.00. El mismo horario se extendió para los sábados, en los que cerraba a las 18.00, y habilitó domingos y feriados en la mañana y en la noche. Uno de los tantos que aprovecharon la extensión del servicio fue el maestro y comunista Óscar Gómez, actual subsecretario de Educación y Cultura, quien en 2005, cuando entró en la administración pública como consejero de Primaria, encontró de manera fortuita los libros censurados en la escuela durante la dictadura (ver nota aparte). “Vivía en Guayabos y Gaboto. No tenía plata para comprar los libros y los pedía en la BN. Era comodísimo estudiar ahí. Lo que yo pedía era inobjetable, eran textos de circulación curricular, como Ricardo Nassif [pedagogo argentino]. Nunca percibí que se me negara nada. Estaría falseando la historia si digo otra cosa”, asegura a la diaria.

El cambio de horario se efectivizó el 16 de julio, y tres días después Marfetán informó a Barba qué cantidad de lectores hubo durante los nuevos turnos. “Deseamos dejar constancia de la colaboración muy amplia prestada por la prensa escrita, oral y televisada en la promoción del plan de ampliación horaria y proyectos culturales para el futuro”, agradece en la carta. Antes de despedirse fue por más: pide al interventor del MEC que también lo habilite a abrir domingos y feriados de 8.00 a 22.00.

Panóptica

Alicia Fernández, la misma que debió descolgar la foto del Che para no comprometer a sus padres y que ahora es docente e investigadora, ingresó a la BN en noviembre de 1978. Había hecho secretariado en la UTU y tras un llamado a concurso quedó como administrativa en Salud Pública. Entraba a las 6.00 y luego cursaba Historia en el Instituto de Profesores Artigas. Aquel año, cuando le tocó hacer las prácticas en los liceos, se percató, junto con otros tres compañeros -Beatriz Arburuas, Gerardo Mendive, Alicia Varela-, de que José Pedro Barrán no estaba en la lista de docentes. Fueron a hablar con él y aceptó. Permiso de la Inspección General de Secundaria mediante, Alicia y sus compañeros fueron sus practicantes, los últimos antes de su destitución al año siguiente.

En ese momento, la esposa de Barrán, Alicia Casas, actualmente directora del Archivo General de la Nación, trabajaba en la BN. “¡No puede ser que al final de la carrera estés escribiendo a máquina!”, dice Alicia parafraseando a Barrán. Renunció a su puesto efectivo en Salud Pública para trabajar seis meses como becaria en el Departamento de Investigaciones, que en ese momento estaba a cargo de Héctor Galmés, que tradujo al español las obras de Kafka y trabajó sobre las correspondencias íntimas de Eduardo Acevedo Díaz, entre otros méritos.

Con Alicia entraron simultáneamente otros estudiantes de Historia y de Literatura. También un estudiante de abogacía traído por Marfetán, que se había presentado como su sobrino. “Trabajábamos en un lugar oscuro [donde ahora se encuentra el Archivo Literario]. Sentíamos que tenía sus ojos en nuestra nuca y que tenía el papel de controlarnos. Cuando llegábamos él había leído todo lo que habíamos hecho”. Pese a la intromisión, Alicia entiende que Galmés “supo hacer respetar” el departamento que ella coordina actualmente. “Nos esperaba en el IPA para tomar un cafecito y poder hablar. Me sentía protegida, entrábamos y salíamos, no tuve contacto directo con ningún director, pero sabíamos que hacíamos un trabajo bajo vigilancia”.

Contratapa

La mayoría de los establecimientos penitenciarios uruguayos tienen una biblioteca de uso compartido. No es el caso de Domingo Arena, donde están privados de libertad algunos de los responsables de las violaciones a los derechos humanos durante el terrorismo de Estado, aunque eso no significa que no puedan acceder a libros. De acuerdo a la información proporcionada a la diaria por el Instituto Nacional de Rehabilitación, algunos tienen a disposición ejemplares de su propiedad que han ingresado a lo largo del tiempo de reclusión, previa inspección y controles.

La instalación de una biblioteca de uso general en Domingo Arena está contemplada en el Plan de Gestión, elaborado por los equipos de dirección de cada establecimiento en función de las metas del Ministerio del Interior (MI). “La tendencia general es que haya biblioteca. Es un elemento de cultura fundamental en el acceso a la información y al ocio”, señaló a la diaria la psicóloga Gabriela Fulco, asesora del MI en materia penitenciaria. En esta administración, dijo, hay un énfasis puesto en la promoción de estos derechos: “Dentro del proceso de reforma, una de las metas es exponerlos y desarrollarlos”.

Las Usinas Culturales son uno de los proyectos en marcha -en conjunto con el MEC, que aporta materiales y docentes-. Incluye el acceso de la población carcelaria a diversas ramas de la cultura: escritura, canto, música, teatro. Con relación a los medios de comunicación, las restricciones y los accesos en Domingo Arena son los mismos que en cualquier otro centro de reclusión. No tienen autorizado el acceso a internet, a redes sociales, ni el uso de teléfonos celulares, pero pueden usar radio, televisión y teléfonos públicos.

Dos bibliotecas

La designación de Marfetán se hizo prácticamente al mismo tiempo que la destitución de Silva Delgado, que fue sucedido por Arturo Sergio Visca. Los funcionarios consultados coinciden en que quien gestionaba la BN era el interventor y en que Visca estaba para las cuestiones estrictamente culturales. De hecho, la inmensa mayoría de las resoluciones internas están firmadas sólo por el coronel. No obstante, Visca (fallecido en 1993) era un hombre que despertaba controversias, incluso entre el gobierno de facto. Al mismo tiempo que sus libros eran requisados por la Dirección Nacional de Información e Inteligencia, era premiado por la dictadura por su Ensayo sobre literatura uruguaya (ver Cronología, 1976 a 1978).

“Escritor y ensayista de la generación del 45, cofundador de la revista Asir y director de la página cultural del diario El País, de perfil conservador católico y filiación nacionalista, con una inclinación natural hacia el nativismo y el tradicionalismo, presenta un claro caso de confluencia de intereses con la propuesta cultural autoritaria”. Así lo presenta la investigadora Mariana Monné, egresada de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, en un artículo académico aún inédito titulado Intelectuales conservadores y autoritarismo en el Uruguay, 1975-1980: Arturo Sergio Visca y Miguel Ángel Klappenbach.

En la actualidad, Monné investiga, en el marco de su tesis de maestría, el legado de Visca, que también presidió la Academia Nacional de Letras, fue director de la sección Arte y Cultura de El País, colaborador de Búsqueda y director del Departamento de Investigaciones Literarias de la BN. En el artículo, la autora pone de relieve los aspectos que lo ligan al régimen dictatorial. Cita, por ejemplo, una nota de El País, donde se señala que su elección -y la de Marfetán- fue acordada la noche del 21 de marzo de 1977 entre el dictador Aparicio Méndez y el ministro Daniel 
Darracq. El titular decía: “Arturo Sergio Visca accede a su cargo de particular confianza”.

Monné asocia su nombramiento a la amistad con Méndez, que termina denunciando el fraude de 1971. Ambos se iniciaron en el Partido Nacional, luego se pasaron al “nacionalismo independiente” de Carlos Quijano y luego al wilsonismo. De acuerdo al artículo de Monné, en 1972 Visca le escribe al entonces director del Museo Histórico Nacional, Juan Pivel Devoto, para felicitarlo por su carrera política: “No he participado nunca en forma activa en la vida política del país [aunque] he sido votante de Wilson Ferreira Aldunate, a quien, a la vez, admiro y respeto”.

“No comparto la postura de mucha gente que le ha tirado mucha tierra encima”, discrepa Alicia. “La convivencia diaria lo hacía una persona cordial, amigable, respetuoso de nuestro trabajo. Era un compañero más, se sentaba con nosotros, veía cómo trabajábamos, sabía quién era cada uno. Tenía una vida difícil, una pobreza extrema. Además se ocupaba de sus hijos y sus nietos. Creo que la vida tampoco le permitió hacer la opción de ‘me intervienen y me voy’. Siempre lo vi sin vitalidad y sin energías para dirigir. Es verdad que les quitó el apoyo a estudios sobre población afro. Pero, personalmente, creo que su presencia permitió mantener a salvo muchos archivos y materiales que de otra forma hoy no tendríamos”, valora.

A lo largo de su artículo, Monné pone contrapesos. Recuerda, por ejemplo, que Ángel Rama le preguntó desde Washington a Alicia Casas -entonces encargada de la Revista de la BN- quiénes quedaban del “viejo grupo”. Casas respondía que era un “alivio” la presencia de Visca, que representaba un “resguardo intelectual en épocas difíciles, y una garantía”. Visca puso a salvo de la destrucción policial los papeles de Francisco Espínola, aunque no lo incluyó en su Nueva antología del cuento uruguayo, como tampoco a Mario Benedetti ni a Alfredo Gravina.

“Si bien es cierto que Visca publicó varios libros durante su gestión en la Biblioteca, no fue porque ‘aprovechara’ esa posición de privilegio, sino porque existía un consenso sobre su obra, y la crítica lo premiaba con distinciones municipales y nacionales en cuanto concurso de literatura y ensayo se hacía. [...]. No sabemos si cualquier otro intelectual en su posición no hubiera hecho lo mismo: excluir a Benedetti de una antología y preservar el archivo de Espínola, sobre todo en un momento histórico en que no se tienen todas las opciones a la vista”, especula Monné.

Para el subsecretario del MEC, Visca fue “un intelectual de fuste”. “Son intelectuales que no son de izquierda ni de derecha. Recuerdo haber leído libros de Pedro Ceruti Crosa donde decía que Vaz Ferreira era un burgués. Y bueno, sería un burgués, pero ¡qué filósofo! Carlos Maggi es un tipo brillante, tiene una gran capacidad de investigación histórica, te emociona su artiguismo. ¿Hay alguien más de derecha que él? ¿Quién puede negar sus aportes a la cultura nacional? Hay que sacarse un poquito la venda, ¿no? Es como negar a Jesualdo Sosa. Se puede discrepar, pero forman parte del pensamiento uruguayo. Visca es lo mismo”, reflexiona Gómez.

En una correspondencia fechada el 19 de junio de 1977, Visca escribió: “Desde el 23 de marzo soy Director General de la Biblioteca Nacional, y lo soy […] no porque tal haya sido mi voluntad sino porque he estimado que […] era una obligación moral aceptar. Sobre esto no puedo explayarme por carta. Ni tampoco sobre el accidentado -y muy penoso y casi inconcebible- proceso previo a la designación”. “¿Cuáles habrán sido esos obstáculos que no podía contar?”, se pregunta Monné, cuya investigación aún no ha arrojado luz sobre esa pregunta. Una de las tantas que perduran desde hace cuatro décadas o más, entre otras que abren nuevos capítulos que aún no cierran.

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