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Christiane Stallaert. Foto: Norberto Idiart Ritter

Convivencia imperfecta

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Con la académica belga Christiane Stallaert.

La radicalización del islamismo, que ha irrumpido con fuerza en las últimas semanas con los atentados en París y los operativos en Bélgica, evidencia las paradojas de un fenómeno europeo. Christiane Stallaert (Gante, 1959) es una antropóloga y traductóloga belga, especializada en etnicidad, nacionalismo, lengua y poder. Sus investigaciones comparativas de la Inquisición y el nazismo toman como parámetro de análisis a las sociedades contemporáneas, como propone en algunas respuestas que dio a la diaria en la siguiente entrevista.

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-¿Cuál es el contexto europeo migratorio? ¿Por qué vemos manifestaciones islamófobas en Alemania y atentados terroristas llevados a cabo por y contra ciudadanos franceses?

-Para comprender por qué en Francia, en Holanda y en Bélgica hay movimientos islamófobos, por ejemplo, y por qué en España no, hay que tener en cuenta la historia de las migraciones en la Europa del siglo XX. En El País leí que en España los musulmanes se sienten mucho más queridos que en el resto de Europa, pero allí la islamofobia forma parte de la formación de la nación, que se construyó desde la base del rechazo al Islam y al judaísmo. En España, las migraciones son recientes, de los años 90, y nunca fue un Estado de bienestar. La mayoría de los inmigrantes de América Latina y del Magreb que llegaron a España no obtuvieron allí derechos sociales, nacionalidad ni subsidio de paro, como sí lo hicieron los que llegaron al norte de Europa.

-¿Podría explicar por qué es distinto lo que ocurre en el norte de Europa?

-Las migraciones mediterráneas hacia países europeos del norte comienzan después de la Segunda Guerra Mundial. Frente a la necesidad de la reconstrucción, se llama a trabajadores primero del Mediterráneo europeo y luego de Turquía y Marruecos. Es una inmigración regular, con contratos de trabajo, en parte para la industria minera. Los inmigrantes marroquíes en Francia, Bélgica y Holanda son los últimos en venir. Llegan a partir de 1965 y, pocos años después, con la crisis del petróleo en la década del 70 y la reconversión industrial, se encuentran masivamente desempleados. A pesar del cierre oficial de las fronteras a la migración económica y la falta de oferta de trabajo para mano de obra escasamente o no cualificada, el número de inmigrantes marroquíes y turcos no ha parado de crecer.

-¿Hay alguna particularidad en el caso belga?

-Bélgica ha sido un país con una legislación migratoria abierta y flexible, con leyes de reagrupación familiar, de nacionalidad, y un sistema de ayudas sociales generoso. Esto determinó que se transformara en un país de “llamada” de inmigrantes cuando las fronteras ya estaban cerradas desde los 70. Además, cuando a finales de los 80 crecen los partidos de la extrema derecha xenófoba, se toman medidas para facilitar la integración del extranjero, como el acceso a la nacionalidad, que no han conducido al resultado deseado. Hoy en día, hay miles de personas sin trabajo y sin capacitación. Son ciudadanos belgas musulmanes, que, aunque viven relativamente bien con ayuda de subsidios, no ven un futuro ni se sienten apreciados por la población en general. Los jóvenes que ahora se refugian en la religión como fuente de autoestima se han educado en un entorno en el que los padres no hablan la lengua, no saben los mecanismos del sistema y apenas han tenido una experiencia laboral.

-¿Qué significan, en términos de las políticas de cohesión social, los atentados del 7 de enero en París, que tuvieron ramificaciones en territorio belga?

-Estamos frente al fracaso de dos políticas de integración. Por una parte, la que exalta el multiculturalismo, el fomento a que cada grupo hable su lengua, mantenga sus costumbres, que es la línea de Gran Bretaña, Alemania, Holanda, Dinamarca y Noruega, y que sabemos que no ha conseguido su objetivo. Por otra parte, está Francia, proclive a la asimilación, cuyo modelo se basa en el consenso de que el francés debe ser la lengua de todos, así como en los valores de igualdad, fraternidad y libertad. Ante el problema de la diversidad, cualquier política, actual o del pasado, ha tanteado entre esos dos modelos y se ha inclinado, según el momento, hacia un extremo u otro.

-En este sentido, ¿cuál ha sido la postura de Bélgica, el país que, en relación con su población, es el que tiene más combatientes jihadistas en el extranjero?

-Bélgica es de por sí un país multicultural, donde conviven belgas flamencos y francófonos, por lo que, en realidad, debido al sistema político, las políticas de integración de cara a la población inmigrante han sido dobles. Como han tenido que luchar para que se respetaran sus derechos lingüísticos en la educación, la justicia y la administración, los flamencos optaron por políticas multiculturalistas.

-¿Cuál era la idea detrás de esas políticas?

-Se pensaba que el fortalecimiento de las diferencias de cada grupo de inmigrante llevaría a la emancipación, como ocurrió con el Movimiento Flamenco en tanto partido político, que también coincide con la prosperidad de la región. Y ha sido lo contrario. Pero vemos que el fracaso ocurre también en Francia, donde se exige la integración mediante la asimilación a la cultura francesa, el manejo de la lengua y la inserción en la laicidad. Hoy, muchos musulmanes ven una contradicción entre la laicidad y el respeto de la libertad religiosa, cuando es precisamente la laicidad la que en Europa ha puesto punto final a las guerras de religión y ofrece el marco de convivencia en la diversidad.

-¿Cuál es la prensa fruto de esta noción de laicidad?

-Charlie Hebdo es un producto típico de este consenso laico sobre el que se fundamentan las democracias europeas. No nos interesa siquiera saber si los colaboradores de Charlie Hebdo son creyentes o ateos. Ejercen la sátira social de acuerdo con la libertad de expresión y de prensa. Es justamente ése el puente que va demasiado lejos a los ojos del Islam radical. Lo trágico de Europa es que el éxito que está teniendo esta variante del Islam parece confirmar el fracaso de las dos opciones de integración de minorías que conocemos.

-En este contexto, ¿cómo se resuelve el dilema entre la tolerancia a la diversidad y el respeto a los valores considerados fundamentales?

-La convivencia se torna imposible si no se acepta que existen diferentes visiones en la sociedad. Personalmente, no me gusta el humor hiriente, pero entiendo que es un fundamento de nuestra sociedad democrática. Si no, seguiríamos viviendo en el Antiguo Régimen. Voltaire criticaba a la religión católica, y sus críticas satíricas se hicieron por un cambio hacia la tolerancia. Cuando en Europa pensábamos que se habían acabado las guerras de religión, nos dimos cuenta de que una visión intolerante de la religión está intentando ganar terreno con las armas. Los islamistas quieren hacer creer a los musulmanes en general que la laicidad es incompatible con el Islam e incluso un peligro. Es una visión que compromete seriamente cualquier intento de integración y que no deja ningún margen para la comunicación intercultural, ya que para esta visión sólo existe una verdad, la islámica, que convierte al Islam en sinónimo de lo perfecto, eterno e infinito. Cuando se entra al terreno de lo sagrado no hay margen de negociación ni posibilidad de acercamiento. Y entonces no hay humor.

-¿Qué diferencias hay entre la población musulmana en Francia y otras poblaciones también marginadas que no poseen grupos radicales capaces de perpetrar ataques terroristas como el del 7 de enero?

-Religión es, además de creencia, religar, vincular, hacer una comunidad, y ninguna comunidad se hace sin control social. Clifford Geertz ha observado que el Islam es una religión relativamente sencilla, en la que la conversión no requiere grandes rituales ni presencia de una autoridad. No hay una estructura jerárquica. En una época de globalización, movilizaciones y redes, esto es una gran ventaja. Posee una gran flexibilidad para el cambio de líderes espirituales, de lecturas, que conviven a nivel local con un alto grado de control social. Además, como el cristianismo, el Islam posee aspiraciones universalistas y la voluntad de imponer su verdad única a la totalidad de la humanidad, aunque sea a la fuerza. Estas características, sumadas al fracaso de la integración del inmigrante musulmán, favorecen la existencia de grupos violentos.

-¿Cómo se ha vivido esta radicalización en las ciudades?

-En este punto voy a hablar como antropóloga pero también como ciudadana de Bruselas, de un barrio multicultural con gran presencia musulmana. En Occidente se suele ver a la población musulmana como un todo homogéneo, cuando en realidad hay grandes diferencias internas. Por ejemplo, los marroquíes que llegaron como inmigrantes en los 60 eran en su mayoría bereberes, de tradición suní, y practicaban un Islam tradicional, moderado. Durante la crisis del petróleo, en la década del 70, Bélgica autorizó a Arabia Saudita, que no tenía ningún vínculo político ni cultural con esta población inmigrante, a construir en Bruselas la primera gran mezquita de la ciudad. Asimismo, los saudíes empezaron a tener control sobre los musulmanes en Europa y a importar interpretaciones más radicales y conservadoras del Islam, como el wahabismo. En los últimos años también ha habido influencia de los Hermanos Musulmanes y una tendencia a la conversión al chiismo por parte de marroquíes belgas de tradición sunita.

-En su libro Ni una gota de sangre impura: la España inquisitorial y la Alemania nazi cara a cara (Galaxia Gutenberg) propone que tales proyectos políticos e ideológicos compartieron la “preocupación enfermiza por la cohesión social” a la que se llegaría por medio de la “eliminación brutal de la diversidad étnica”. ¿Es posible aplicar algunos aspectos de esa interpretación a la situación europea actual?

-Desgraciadamente, el islamismo radical de los atentados se parece a estos fenómenos. Es importante partir de la base de que no todo musulmán es terrorista, así como no todos los españoles cristianos en la época de la España de la Inquisición eran fundamentalistas ni todos los alemanes de los años 30 y 40 eran nazis. En lo que se puede establecer una comparación es en el uso que se hace de la religión con motivos políticos y de disciplinamiento de la población en su totalidad, con la intención de aniquilar cualquier disenso o diferencia. Estamos aquí frente a un modelo simplista, con reglas que disciplinan absolutamente no sólo la vida pública, sino también la privada, la misma estrategia que montó el cristianismo durante la España inquisitorial. La fuerza emocional de una religión es enorme sobre la población de creyentes, por lo que no se pueda banalizar o subestimar el peligro que constituyen los islamistas para nuestras sociedades.

-¿Hay alguna forma de que los puntos que el terrorismo coloca como necesidades se consigan por la vía democrática? ¿No habría también temor de que eso ocurriera?

-En relación con una minoría como la de los musulmanes, lo que vemos es que la lista de requerimientos fruto de la radicalización del Islam son infinitas. El problema de la convivencia se hizo visible primero por la discusión del velo, pero no terminó allí: muchos colegios se ven frente al hecho de que las alumnas musulmanas se niegan a participar en la clase de natación, o de que existe una negación a reconocer la autoridad de una mujer, como la maestra. Hay escuelas de Amberes con mayoría musulmana donde ya se sirven exclusivamente comidas halal –permitida por la sharia o ley islámica– a todos los alumnos, sean musulmanes o no. Aun así, las denuncias de racismo contra esas escuelas son constantes. Entonces, todo lleva a preguntarse dónde termina lo que se entiende por religión. Al mismo tiempo, sentimos que como europeos nos estamos rompiendo la cara contra nuestras palabras, es decir, que el concepto de religión, que desde la Ilustración quedó relegado al espacio privado, íntimo, irrumpe nuevamente en la esfera pública, lo que complica el consenso que existía antes sobre la libertad de religión.

-¿Lo anterior tiene consecuencias sobre la idea de nación?

-La nación es una idea utópica de una identidad común, basada en elementos culturales compartidos, como puede ser la lengua. El concepto moderno de nación se vincula en Europa con los valores de la Revolución Francesa, que, al mismo tiempo, son el fundamento de la convivencia en nuestras sociedades. En este marco moderno, la religión queda relegada al espacio privado. Todos sabemos que incluso en el caso de Europa, el estado-nación muchas veces es una ilusión. El estado belga fue construido de forma artificial sobre esta ilusión, sabiendo que se trata de un país compuesto por dos grandes comunidades lingüísticas. Actualmente, hay una población musulmana con una presencia muy significativa a nivel nacional, lo que viene a complicar la arquitectura estatal de Bélgica como supuesta nación. Lo curioso es que ni siquiera sabemos cuál es el concepto de nación para los belgas musulmanes, o cuál sería su equivalente en árabe. Constato que seguimos manejando conceptos que creemos universales pero no lo son, como emancipación, libertad, religión.

-En uno de sus trabajos usted cita al sociólogo australiano Stephen Castles para apoyar la idea de que la transculturación llevaría a un ideal de nación menos ligado a lo afectivo y más a lo instrumental. De esta manera, ¿qué tipo de ciudadanos es el que emerge?

-El error ha sido pensar que el desarrollo de la sociedad con respecto al musulmán inmigrante o hijo de inmigrantes sería lineal, hacia una meta final de integración. En el caso de otras poblaciones eso ocurrió, pero hoy con parte de la población musulmana se constata un camino reverso hacia un concepto de religión radicalizado. Esa radicalización, como ya mencioné, no existía cuando sus padres, migrantes marroquíes o turcos, llegaron a Bélgica en los 60 y 70. Son los hijos los que están trayendo a casa interpretaciones más rigurosas del Islam que son fruto, precisamente, del espacio de las imperfecciones de la convivencia europea.

-Cuando el papa Francisco, días atrás, condenaba el tipo de humor empleado en Charlie Hebdo, ¿no estaba aplicando la religión al ámbito de la vida pública?

-Claro que un concepto de la religión que abarca la totalidad de la vida, tanto privada como pública, no está restringido al Islam, sino que también existe en el cristianismo. No obstante, en Europa del Norte esta visión ya no es mayoritaria y, además, saben que tienen que respetar las reglas del juego democrático. Existen intelectuales musulmanes europeos, como Tariq Ramadan, que propugnan una lectura del Islam compatible con la democracia, un Islam europeo –aunque en el caso de Ramadan se ha dicho que tiene un discurso doble, según se dirija a una audiencia musulmana o no musulmana–... Como toda población, el Islam tiene su ala extrema, aunque lo nuevo es que en Europa no se limita al juego democrático e intenta imponer su visión radical mediante la violencia.

-En su libro usted narra la “fiesta de la vaquilla” en España, en la que el judío es ridiculizado. ¿Las caricaturas de Mahoma realizadas desde Charlie Hebdo no tendrían un mecanismo similar?

-Vemos que los mismos símbolos que se usaron en la lucha entre moros y cristianos hace siglos surgen ahora, como las cabezas de cerdo puestas en las mezquitas en protesta por los atentados islamistas en Francia. Notamos cómo en la polémica actual surgen los mismos símbolos para estereotipar a unos y a otros. Lo que denuncio en el libro es la falta de conciencia en los españoles de que hay manifestaciones que hieren, como la “fiesta de la vaquilla”. Puede ser legítimo denunciar estas prácticas culturales ante la Justicia o en el debate público, pero en ningún caso mediante actos violentos y terrorismo.

-¿La solución pasaría por tener conciencia de que ese tipo de manifestación duele, pero seguir llevándola a cabo?

-Sí, en democracia los cambios se realizan mediante el debate, por eso fue un símbolo muy fuerte, en el caso de Charlie Hebdo, el de la pluma o el lápiz frente a las armas de los terroristas. Pero con el Islam el problema es que los radicales ya están consiguiendo instaurar el miedo, y hoy en día nadie se atreve a un debate democrático. Hay miedo, y eso es una realidad.

-¿Hay autocensura?

-Yo diría que sí. Holanda es un caso paradigmático, ya que ha sido el primer país del norte de Europa en sufrir asesinatos políticos por las críticas al Islam radical. Aun así, siempre hay intelectuales o políticos holandeses que se atreven a ir contra la corriente de lo políticamente correcto, contra el silencio frente a la deriva del Islam radical. De hecho, en la ciudad de Rotterdam, donde Pim Fortuyn fue asesinado cuando tenía la posibilidad de ganar las elecciones, el alcalde actual es un holandés de origen marroquí que se atrevió a decir que los islamistas que no se identifican con la sociedad holandesa deben marcharse. Eso es algo inadmisible en el resto de Europa, y él se puede permitir decir eso porque es musulmán y porque está en Holanda.

-En un artículo publicado en Courrier International, el filósofo esloveno Slavoj Žižek sugiere que en el mea culpa de una parte de la izquierda liberal occidental con respecto a los atentados hay también una brecha para el fortalecimiento de la radicalización del islamismo en Europa.

-No voto a la extrema derecha, pero reconozco que si tiene tanto poder es porque la izquierda en Europa nunca ha permitido el debate sobre la convivencia con el Islam, porque la sola formulación de la pregunta ya era tomada como una acción racista. El asesinato de Pim Fortuyn y luego el de Theo van Gogh fueron las primeras manifestaciones de que este debate no se podía dar con el islamismo radical.

-¿Hay similitudes entre el discurso de la extrema derecha de Le Pen y el del islámico radical?

-Es el mismo discurso. Ambos lados sugieren que en nuestra sociedad se ha instalado un cáncer. La imagen que se emplea para ilustrar el fenómeno es el primer paso para hacerlo real. Es una imagen típica de cualquier discurso fascista o totalitario que se arroga el poder de definir quién es el bueno y quién el malo, y a quién habría que expulsar de la comunidad por ser diferente, ina- similable y un peligro para la pureza de la “nación”. En ambos casos se trata de aniquilar las diferencias y no aceptar la diversidad.

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