Fortín Olmos, comuna de Vera. Santa Fe, Argentina. Para llegar hay que pasar sí o sí por Reconquista, una ciudad de cerca de 100.000 habitantes, ubicada a 325 km de Santa Fe hacia el norte. Después de una hora y media de ruta y campo se llega en el Pulqui -el micro que transita las provincias del norte argentino hasta Paraguay- a este pueblo en el que viven alrededor de 3.500 habitantes.
Una estación de servicio con dos surtidores de combustible, el liceo, la escuela, la iglesia, la biblioteca, el centro Nueva Esperanza, que atiende a niños y adolescentes con discapacidad, unos pocos comercios, la plaza y la comisaría, y más campo. La ruta provincial 40, Arturo Paoli, divide Fortín Olmos en dos. Al norte, la clase social baja; al sur, la media y alta. Pero allí no hay grandes diferencias. La pobreza se extiende. Y el clima castiga. Cuando llueve, cae agua durante una semana (o más) y el pueblo queda inundado y aislado. Cuando al buen tiempo le da por instalarse no hay animal que se salve de las sequías que arrasan con todo y duran años. Hay monjas que pasaron por Olmos y no lo conocieron verde, contó a la diaria Silvana, una de las religiosas de la congregación Hermanas del Sagrado Corazón. Carlos, un comerciante, narró: “En 2008 sabíamos que se nos iban a morir las vacas por flacas. Se cerró la exportación, no las pudimos vender y perdimos miles de cabezas de ganado”. Olmos vive de la ganadería, pero antiguamente, a fines del siglo XIX, cuando llegó una ola de emigrantes a América escapando de las guerras europeas, todo giró en torno a la explotación del quebracho. Hasta las malas relaciones que quedaron en el pueblo. Una historia, dicen algunos, que más vale ni tocar.
La razón de la existencia
Desde 1880 comenzaron a instalarse diversas fábricas en Corrientes, de acuerdo con el libro La Forestal. La tragedia del quebracho colorado, de Gastón Gori. En 1905, los ingleses se establecieron en Santa Fe, en Vera, una zona sin industrias y sin fuentes estables de trabajo, en aquel entonces, y crearon La Forestal, la primera productora de tanino (una sustancia de uso industrial) en el mundo. La empresa devastó los bosques con la explotación del quebracho colorado, del que se valió para abastecer sus negocios de puertos, ferrocarriles y fábricas. Desde la central de la fábrica en Gallareta, localidad ubicada al sur de Olmos, salía el tren que paraba en cada fábrica (hoy convertidas en escuelas) de los parajes donde los hacheros, quienes cortaban el quebracho, se instalaron para mantener el trabajo.
La Forestal dividió al pueblo. Hay quienes aseguran que fue lo mejor que le pudo haber pasado. Es que “todo el mundo tenía trabajo”, dijo Carlos. Gracias a la empresa, hubo agua potable, luz eléctrica y vías de ferrocarril, y los pueblos quedaron comunicados. Antes prácticamente era como una selva, afirmó Ana, la profesora de música del pueblo. Sin embargo, el negocio inglés fue una explotación dura que abarcó la flora autóctona, el monte y los trabajadores, opina la gran mayoría. Cuando llegaron los ingleses, el tronco del quebracho no se podía abrazar de tan grande que era, garantizó Ana. Ahora el poquísimo que hay tiene “un tronquito así”, dibuja un círculo pequeño con sus manos. Es que son árboles que tardan años en crecer.
A cambio del privilegio de la exención de los impuestos, señala el libro de Gori, los capitalistas extranjeros ofrecieron al Estado capacitar a jóvenes para “desarrollar una industria nacional naciente”, aunque de nacional sólo tenía el material del que los ingleses se valían para lograr sus propios intereses. Era un trabajo duro, de esclavos y en condiciones infrahumanas, aseguró Ana. Los hacheros debían trabajar durante 16 horas a cambio de canjes que debían gastar en los negocios que pertenecían a la misma compañía, por lo que el dinero terminaba en los mismos bolsillos. Los obreros se conformaban con lo indispensable para vivir. Ni siquiera heladera tenían, contó Ana. En el pueblo había poca gente, dijo Luisa, una trabajadora de la cooperativa de telares, uno de los pocos emprendimientos de aquel entonces que todavía sobreviven en la zona. “Vivíamos en una especie de comunidad cristiana, nos juntábamos a comer y cada uno ponía un poquito de lo que podía; la situación era crítica”.
Cuando el quebracho en el pueblo fue escaseando, todo empezó a decaer. En la década del 60 llegaron a Olmos los Hermanos de Jesús, una congregación religiosa inspirada en Charles de Foucauld, de línea izquierdista, dedicada al trabajo social y comprometida con los pobres. El sacerdote Arturo Paoli (1912-2015) fue un referente -de él toma el nombre la ruta-. Entre otras cosas, organizó una cooperativa para ayudar a los trabajadores. Se palpaba que al terminarse el quebracho, los ingleses tomarían otros rumbos. “Cuando ellos vinieron nos enseñaron mucho”, dijo Luisa en referencia a los “hermanitos”, como se los conoce en el pueblo, y al doctor Ruben D’Urbano (nombre que lleva el hospital) y Ana María Segezo, un matrimonio con fuerte compromiso social que llegó por Paoli. “Gracias a ellos conocimos los derechos que teníamos todos los trabajadores y nos dimos cuenta de lo que pasaba, porque éramos como dormidos”, agregó Luisa. Las mujeres se dedicaban sólo a la casa, los hijos y el marido. “Yo era una persona que no tenía mucho carácter, no sabía tratar con la gente; después uno va aprendiendo”, dijo. Los hacheros se sindicalizaron y comenzaron una intensa lucha en reclamo de sus derechos -jornada laboral de ocho horas, aumentos salariales-, lo que llevó a varios enfrentamientos con la política y la economía local.
Sin quebracho, todo quedó entre “la pampa y la vía”, enfatizó Ana. Los ingleses descubrieron la mimosa, un árbol de África que también produce tanino y tarda entre ocho y diez años en crecer. Levantaron las vías, destruyeron todo y partieron a ese continente en busca de nuevos negocios. La población de Olmos y los parajes quedó aislada y sin suficientes medios de subsistencia. A comienzos de la dictadura, los “hermanitos” se exiliaron en otros países de Latinoamérica y Europa, y el contexto comunitario que habían sembrado comenzó a desarticularse.
Años después, llegó la congregación de las Hermanas del Sagrado Corazón, quienes, de alguna manera, tomaron la posta y, siguiendo la línea de renovación de la iglesia católica propuesta en el Concilio Vaticano II por el papa Juan XXIII en 1959, lograron integrarse más a la sociedad. Lo consiguieron acercándose a la gente desde otros espacios, pese a que “se asocia a las monjas con la catequesis y como encargadas de la capilla”, dijo a la diaria la hermana Lourdes. Se instalaron en La Cortada, un barrio periférico al norte de Reconquista, y realizaron un intenso trabajo saliendo a las calles, golpeando puertas, “porque no es lo mismo venir a trabajar que vivir en el lugar”, aclaró. Por eso tomaron la opción de dejar de lado el hábito: “De esa forma nos sentimos más parte de la comunidad”, explicó la hermana Jimena, “porque el hábito marca una diferencia”. Tanto en Reconquista como en Olmos las Hermanas del Sagrado Corazón también son referentes.
Allá lejos
La ruta Arturo Paoli fue asfaltada hace apenas ocho años (sólo esta calle y la del hospital están asfaltadas). Trasladarse a Vera o Reconquista, las ciudades más cercanas, donde muchos jóvenes estudian y trabajan, era casi imposible, sobre todo en épocas de lluvia. Hace 32 años, cuando Ana llegó a Olmos (antes vivía en Vera), el pueblo era una cañada con “una casa por acá, otra por allá, otra más allá”. Ahora las manzanas están diseñadas, “un adelanto bárbaro”. En cambio, en los parajes, todo quedó estancado. Las calles jamás supieron de pavimento y cuando llueve no hay camión ni auto ni bicicleta que entre. Apenas entran carros con caballos, que no todos tienen. También los medios de subsistencia son escasos, más bien escasísimos. Algunos parajes (70, Chirca, Charrúa) no cuentan con centros de estudios secundarios, y a los adolescentes no les queda más opción que separarse de la familia durante la semana y vivir en el albergue del liceo de Olmos.
Siete de los 11 hijos de Ramón armaron las valijas y partieron a Buenos Aires a estudiar y trabajar. Ramón, un obrero de 65 años, vive desde los nueve en el Paraje 29 (18 km al este de Olmos). Cría chivos, terneros y algún chancho, pero “no da para nada”, dijo. “Igual nos arreglamos con poco”, agregó, prendido del vallado que cerca la humilde casa y los chanchos. “Acá somos felices con poca cosa. Vivimos del carbón cuando las lluvias lo permiten; si no, los camiones no entran y no tenemos a quién venderle”. Según sus cálculos, hace un par de años en el paraje vivían unas 800 personas, pero hoy son 200 porque los jóvenes deben partir a ganarse la vida a una ciudad y buscar nuevos rumbos.
En los parajes tampoco hay hospitales. El de Olmos tiene 50 años. En tiempos de La Forestal, cuenta Ana, cada tanto se traía un enfermero en el tren que iba a ver los casos graves y, en caso de que el enfermo necesitara internación, se lo trasladaba a Gallareta. “Fíjate, decían que Gallareta era una potencia y ahora no es nada”, ironiza. No queda nada ni nadie.
Olmos para Argentina es un pueblo perdido y olvidado hasta por las propias provincias. El centro y el sur es una potencia, se lamentó Ana, todo fábricas. “Nosotros estamos al norte de Santa Fe [a 326 km], donde el diablo perdió el poncho”. Dijo que ni siquiera los argentinos de las grandes ciudades saben de Fortín Olmos.
Algunos vecinos señalan que las autoridades hace tiempo que prometen una industria para el pueblo: “Promesas, nada más”. Plantar cultivos es casi imposible por lo baja que es la zona. La ganadería es la salvación. Algunos son empleados públicos, y unos pocos, los que tienen posibilidades de reunir escasos capitales, se embarcan en pequeños comercios. Animales hay para tirar para arriba, dijo Carlos, pero como en todos los rincones del mundo, la repartija de la riqueza es desigual. Unos pocos tienen mucho, y otros, la gran mayoría, no tienen nada. A varias personas las salvan los planes sociales que ofrece la comuna y las ayudan a andar bien vestidas. Por eso los negocios de vestimenta se han multiplicado en estos años, deslizó Ana. “Antes había una despensa o dos, y para de contar”, agregó.
Kelly, una vecina, vende tortas fritas para salvar la cena o el almuerzo para sus nietos y cuatro de los hijos que viven con ella. Las familias en Olmos son numerosas. También junta para el viaje a Carlos Paz, en Córdoba, que una de sus nietas y los compañeros de la escuela sueñan hacer en setiembre. Las tortas fritas en Olmos son como el pan de cada día. Sagradas como la siesta y la misa de los sábados. Aunque no llueva, aunque haya 34 grados que no den tregua (como los mosquitos) ni aire fresco, que dejen la ropa pegada al cuerpo, que hagan respirar profundo y resoplar.
Pabla hace 15 meses que está sin empleo, relató a la diaria mientras aprovechaba el sol que hacía una semana que no salía, en el frente de su casa, al final del pasaje del barrio Las Piedritas, donada por la Comuna de Fortín Olmos. Hasta agosto de 2013 vivía en una casa de barro, en Los Pilares, un barrio sin saneamiento. Sostuvo que en Olmos no hay trabajo para las mujeres que no son policías o maestras, o tienen algún quiosco, como el que tiene Teresita, otra vecina, frente a la plaza principal del pueblo. Para los hombres, poca cosa. Daniel, su compañero, vive de las “changas”: cortar leña y hacer carbón -como Ramón- cuando el clima lo permite. Daniel es albañil, pero en el pueblo no hay grandes obras de albañilería. “Son trabajos chiquitos que no dan para nada”, se lamentó su mujer. En Olmos, a pesar de que el transporte es escaso, los niños juegan a la bolita y los adultos bailan chamamé. En Olmos la gente le abre las puertas a cualquiera y lo reciben con una torta frita en la mano. ■ Texto y fotos: Virginia Martínez Díaz.