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“Fake independence” y una España sin relato

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Ideología y ley

El sábado, el día después de que Cataluña declaró su seudoindependencia, se produjo una imagen simbólica de la que no muchos se dieron cuenta y que resume muchas cosas con la belleza metafórica de quien dispara una flecha y da justo en el blanco. Televisión Española (TVE), la cadena pública, estrenó en prime time de sábado el film que todos los españoles estábamos esperando: Fast & Furious 7. Y enseguida me imaginé un diálogo ficticio de los directivos que decidieron poner esa película en la pantalla: “Oye, que Cataluña acaba de declarar la independencia”, a lo que otro debió haber respondido: “Pues tú pon una película con autos y mujeres semidesnudas, que es lo que necesitamos”. Justo lo que necesitamos.

Esta escena imaginaria resume perfectamente la apuesta ideológica del Partido Popular: España no está tan mal, la economía (la macroeconomía) mejora y no hay que hablar de política más de lo que se debe. Aquí no pasa nada. Se ha cometido un delito y no hay mucho más que decir. En otras palabras, se criminaliza jurídicamente una demanda democrática. No es casualidad que sean los líderes de los movimientos sociales independentistas, Jordi Cuixart (de Ómnium Cultural) y Jordi Sánchez (de Asamblea Nacional Catalana), quienes ya están en prisión sin fianza acusados de sedición. Sí, sedición, jerga militar.

Una demanda de referéndum al Estado –que es lo que en realidad se demanda– por parte de grandes sectores de la sociedad civil y política organizada termina en la lógica de la criminalización. La democracia no es solamente que se vote cada cuatro o cinco años o que haya referéndums (que también): merece tal nombre cuando el Estado toma las demandas de agrupaciones organizadas y les da una respuesta institucional. Cuando las demandas desbordan al Estado, pueden desbordar también su legitimidad, y cuando esto pasa, perdemos todos salvo quien está protegido, es decir, quien tiene grandes propiedades. Este tipo de propietario, incluso, puede beneficiarse.

Si el Estado criminaliza demandas populares legítimas, aunque no estemos de acuerdo con esas demandas, no se va por buen camino. Un “preso político” no lo es porque en el Código Penal exista un artículo que prohíba tener una opinión como que es más ladrón quien concentra propiedades de manera demencial que quien roba unos championes. A pesar de que el culpable de todos los males parezca el ratero que quiere vestir como la sociedad de consumo dicta y así nos lo diga la televisión, las empresas son las que precisamente ganan plata diciéndote que compres muchos championes. Un preso político lo es porque supuestamente pone en riesgo la existencia del Estado, lo cual aparece como punible en la ley para ser utilizada en momentos interpretados como extremos; léase, una guerra. Por eso se utiliza el lenguaje miliquero de “sedición” o se aplica contra Cataluña el artículo 155 de la Constitución, el cual no tenía desarrollo jurídico mediante una ley orgánica. Me parece que creer que una declaración de independencia como esta pone en riesgo los fundamentos existenciales del Estado es utilizar la misma lógica que un trasnochado comandante católico de cuartel.

Por su parte, Carles Puigdemont, presidente de la derecha independentista y de Cataluña, ayer huyó a Bélgica para pedir asilo político en el último intento por internacionalizar el conflicto. Dicho sea de paso, internacionalizar un conflicto sin una clara mayoría a tu favor puede ser interpretable como cobardía. No seré yo quien anime a heroicidades absurdas. Salvador Allende probablemente hubiese sido más “útil” en el exilio que muerto. Entiendo perfectamente que, sin saber qué va a pasar, uno prefiera escaparse que ir a la cárcel, pero también es cierto que yo no soy ni quiero ser presidente de Cataluña ni hacer una declaración de seudoindependencia sin reconocimiento de nadie. El peligro y el prestigio van en el cargo. La política es algo serio.

La España sin relato nacional

Al margen de las últimas novedades, no es nueva esta Fake independence en la historia; ya Lluís Companys había declarado en 1934 “el Estado Catalán de la República Federal Española”. Curiosidades de la vida, cuando esa declaración se hizo, los catalanistas detenidos fueron apresados dentro del buque Uruguay. En aquel episodio, la derecha española en el gobierno de Madrid durante la II República ejerció una represión demasiado dura que aceleró un proceso de confrontación que enrareció el clima político hasta la Guerra Civil Española (1936-1939). Este conflicto podría haber sido el detonante natural de la Segunda Guerra Mundial, porque aquello fue una réplica de lo que luego ocurrió en Europa –el fascismo versus el socialismo y la democracia–, pero no lo fue porque a nadie le interesó demasiado España en aquella Europa. Igual que tampoco había interesado una España liberal en 1823 y las potencias liberales europeas cruzaron los Pirineos con sus Cien Mil Hijos de San Luis para restaurar el absolutismo de Fernando VII, rey del que se independizaron los latinoamericanos. En ambos momentos mandó la realpolitik, y el conservadurismo español siempre ha gozado de poderosos aliados extranjeros para no mover las cosas más de lo que se debe. De hecho, luego de la Segunda Guerra Mundial, Franco se alió con el Estados Unidos anticomunista del momento. Hoy en día, la Unión Europea (UE) está asustada de que el movimiento de independencia catalán pueda derivar en un movimiento también euroescéptico. Teniendo a Puigdemont al frente todavía, me parece un diagnóstico miope para sus intereses, ya que el nacionalismo catalán no había sido independentista hasta ahora porque lo delegaba todo a la integración europea. La crisis de la UE es lo que está detrás de este brusco cambio de timón en la derecha catalanista.

El general Franco y otros colegas planearon un golpe de Estado contra la II República, pero el golpe fracasó y la mitad del Ejército no siguió la sedición. En ese momento, aquellos generales tuvieron que tomar una decisión: o entregarse o arrasar con la media España que no los seguía. Optaron por la segunda. Aquella Guerra Civil y la posterior misérrima posguerra produjeron la derrota total de media España, imponiendo unos símbolos, himnos y discurso nacional basado en las glorias del Imperio Católico Universal, aquella idea de Carlos I de España y V de Alemania. La resaca del Imperio duró todo el siglo XX hasta que llegó la transición democrática, que, como bien dice el nombre, es una transición hacia algo que no sabemos qué será. Desde luego, la idea de constante movimiento que hay en la palabra “transición” no es un mito fundacional de una comunidad.

Es por esto que muchos españoles desertaron de esa nada sexy idea de España y por tanto, de España misma como nación. Se recluyeron en inocentes identidades regionales, nunca agotadas por nuestra no centralización liberal del país, ya que el Imperio, para serlo, es plural o no es. Por eso es también tan difícil sentirse “español” teniendo una ideología de izquierda. De hecho, el Partido Socialista Obrero Español siempre se ha abandonado a la idea del europeísmo como el único nacionalismo válido, ya que, tras la eliminación sistemática ejercida por el franquismo, es difícil reconstruir la nación mediante de la II República. Aquel es un recuerdo terrorífico por el trauma que significó la tragedia de, en definitiva, “hermanos contra hermanos”. A nadie se puede culpar por sentir eso. Demasiadas heridas profundas en el país con más fosas comunes del mundo detrás de Camboya. El imaginario actual de pobreza sobrevenida, masas sin techo ni trabajo y emigración, nos retrotrae a aquel imaginario de posguerra. No digo que la posguerra sea equiparable a esto en términos humanitarios, sino en términos simbólicos.

Hay quien efectivamente cree que España es un país europeo y “moderno” porque ganó un mundial de fútbol y porque no somos como Venezuela ni somos refugiados. Un argumento casi religioso que agradece el mero hecho de seguir vivo ante tanta desgracia. Sin embargo, nos enfrentamos a nuestra historia, que se quiso hacer olvidar y que, en buena medida, se consiguió que se olvidase. Nuestro pasado es mítico, denso y nebuloso también para aquellos que defienden la centralización del Estado aun siendo de izquierda con el argumento de que la riqueza entre territorios también debe ser redistributiva. Es un argumento ingenioso, pero los ricos son personas y transnacionales, no los territorios. Esto también vale contra la derecha catalana que piensa que Cataluña es más cool.

No hay que olvidar lo que tradicionalmente España ha sido siempre: una variedad plural inagotable de culturas que ni siquiera los mayores proyectos centralistas tuvieron la fuerza de unificar. Ni siquiera la derecha, que siempre necesitaba a los caciques o los tradicionalistas católicos para consolidar sus ideas en las provincias. El centralismo es una idea jacobina, no imperial, y por tanto el centralismo es nostalgia de algo que no ocurrió ni ocurrirá, como se viene demostrando. Nada se construye políticamente ex novo. Los actores políticos actúan diagnosticando su presente/pasado, y así intentan plantear las mejores soluciones, teniendo en cuenta los insumos que pueden construir y de los que gozan para los cambios que buscan. José María Aznar le dio a la derecha española su impronta actual centralista-falangista en su segunda legislatura y jugó en su contra apropiarse de la idea de España. Tanto, que desde ese momento llevan creciendo los independentistas.

Partimos de este contexto dado, y este contexto es el que está cambiando. El cambio se puede producir en forma de involución con una lógica militarista y represiva, es decir, reconstruir la idea de nación española mediante un enemigo interno sedicioso y sin mayor relato alternativo que aspirar a ver los sábados Fast & Furious 7, 8, 9, hasta el infinito y más allá en ese tan noventero y eterno día de la marmota. Esto definitivamente terminaría con cualquier idea francamente atractiva de la españolidad para cualquiera. Esto, unido al proyecto especulativo transnacional, al único horizonte productivo de sol y playa, junto a la enorme corrupción de la clase política, puede derivar en algo delirante.

Por el contrario, si España se reencuentra consigo misma y une a la mayoría social detrás de un discurso nacional alternativo que no delegue todo a “ser Europa” –como si no lo fuésemos– y que gire en torno al necesario carácter republicano, algo bueno podría ocurrir. Una república contra la concentración exagerada del poder político, ya se encuentre este nucleado en la tiranía del mercado o en la de la monarquía.

Hoy me despertaba con una encuesta que decía que 57% de los españoles está a favor de un referéndum y me puse muy contento. Hace meses sólo éramos 33%. ¡Tiranos, temblad!

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