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Javier Franzé.

Cerca de la Transición

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En un siempre ordenado despacho con un mate que asoma, nos encontramos en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la Universidad Complutense de Madrid con Javier Franzé, profesor de teoría política y especialista en discurso político. Por esa misma universidad en la que hoy se desempeña como profesor e investigador, Franzé es doctor en ciencias políticas. Como docente imparte Historia de la Teoría Política y Pensamiento Político Latinoamericano y colabora habitualmente con artículos de actualidad en el diario Público.

Comenzamos a hablar (cómo no) sobre política española y, más concretamente, sobre Unidos Podemos y la trayectoria que ha seguido su discurso hasta hoy en relación con los mitos y símbolos que se dieron en la Transición española (1977-1982), luego de la muerte de Francisco Franco, sobre los que se levanta la democracia española. Una etapa que termina con la victoria del Partido Socialista Obrero Español (PSOE) de Felipe González en 1982.

La trayectoria de Unidos Podemos ha estado llena de baches, cambios de rumbo y, quizá, un obsesivo análisis de la coyuntura del momento, dándole gran trascendencia a cuestiones cotidianas y, quizá también, poca relevancia a cuestiones estructurales. Sobre esto, sobre el independentismo catalán y sobre su último trabajo, “La trayectoria del discurso de Podemos: del antagonismo al agonismo”, publicado en la Revista Española de Ciencia Política, responde Javier Franzé.

–¿Cuáles serían el discurso y los símbolos que se consolidan durante la Transición española y que se convierten en hegemónicos incluso hasta hoy por medio de la Constitución de 1978?

–Me parece que la clave del discurso de la Transición es la noción de “modernización”. Alrededor de ella pivotan las de europeización, democratización, consenso, estabilidad y, quizá más recientemente, la de “reforma” o “reformismo”, que es utilizada por todos los partidos, incluso los de derecha, como el Partido Popular [PP] o Ciudadanos, para indicar dos cosas: por un lado, que no son inmovilistas; por otro, que el orden existente es capaz de incluir todas las demandas, si bien cada una a su tiempo e individualmente. Todos estos significantes tienden a despolitizar el orden, mostrándolo como no ideológico, “centrista” y “bueno para todos”. Pero a la vez funciona porque, en efecto, en buena medida la Transición ha sido vivida así por la mayoría del pueblo español. Esto es algo que la izquierda a la izquierda del PSOE muchas veces no ha entendido bien, pues ha tendido a poner por delante una suerte de “deber ser”, en clave de “la Transición no ha sido realmente así”. Pero esto ha condenado a esa izquierda a la impotencia y a la desconexión con las clases populares. El discurso de la Transición ha sido mucho menos eficaz en la construcción de símbolos comunes. La bandera claramente no ha sido resignificada como tal. Tampoco el himno. Es toda una confesión de debilidad de identidad nacional que un himno –como el español– tenga que no tener letra para poder ser aceptado o, al menos, no ser motivo de disputa abierta. Quizá los símbolos de la Transición sean [el ex presidente Adolfo] Suárez, la Constitución misma, aunque más como nombre que como contenido, y la idea de acuerdo o pactos. Mi impresión es que este es un problema histórico de España, que no tiene un panteón nacional ni de próceres, ni de literatos, ni de pintores. El Quijote no es un libro nacional español, sino más bien español-castellano. Quizá se pueda considerar el cinede Luis Buñuel o más recientemente de Pedro Almodóvar, pero no tienen la potencia simbólica de un aglutinante nacional. Se intentó con la selección nacional de fútbol, pero me parece que no ha tenido éxito. De hecho, no puede jugar con total tranquilidad en el País Vasco o en Cataluña. Las pitadas al himno en las finales de la Copa del Rey atestiguan esto, creo.

–Usted categoriza el discurso de Podemos en dos fases: una desde las elecciones europeas de 2014 hasta enero de 2015 –que coincide con el primer crecimiento de Ciudadanos–, a la que denomina como “antagonista”; y otra desde entonces hasta octubre de 2016 –cuando el PSOE cede y permite la investidura de Mariano Rajoy–, a la que denomina “agonista”. ¿Cuál sería la diferencia entre un tipo de discurso y otro?

–La diferencia central es la relación que establece ese discurso entre sus demandas y el orden existente. En la primera etapa, para hacer las demandas es necesario transformar el orden. En la segunda, el orden comienza a ser visto como un lugar donde esas demandas tienen lugar, caben. Y esto coincide con lo que decía antes sobre la Transición, en el sentido de que se presenta como un orden en el que “todo lo razonable” cabe. Esto se ve, creo, en que en esa primera etapa “antagonista” se demanda un proceso constituyente tanto en el plano europeo como en el español. Y se considera que las instituciones no son útiles para la democracia ni para su transformación o profundización. También en que se considera que la crisis que comienza en 2008 es consecuencia del carácter constitutivamente neoliberal de la Transición. En cambio, en ese segundo momento “agonista” se reivindican las instituciones, y lo que se critica es que las elites se han puesto por encima de ellas y de la ley. Sólo queda entonces recuperarlas y ponerlas al servicio del pueblo. La crisis, ahora, no aparece como consecuencia de la Transición, sino como fruto de unas políticas del bipartidismo que se inician en 2008.

–En una parte de su texto critica aquellas posiciones políticas que consideran los fines programáticos concretos como un valor en sí mismo, de manera abstracta, sin tener en cuenta su contexto histórico. ¿Cree que el PSOE de Felipe González (1982-1996) fue capaz de construir una hegemonía (o consolidar la de la Transición) dentro de lo que le permitía su contexto histórico (décadas de 1980 y 1990, de llegada y consolidación neoliberal)?

–Me planteas un problema muy complejo, difícil de responder en poco espacio. Sí creo que el PSOE fue el que consolidó el discurso de la Transición como hegemónico, porque la gran prueba entonces era si la pata izquierda del consenso constitucional iba a ser leal a ese orden. Hoy esta sospecha parece inverosímil, pero de algún modo se repitió con Podemos. Cuando se veía que podían formar parte de un gobierno se agitó lo del populismo y Venezuela, que hoy cumplen el papel que en los años 80 cumplía el comunismo en relación con el socialismo español. Evidentemente, la socialdemocracia nunca fue rupturista, sino que su objetivo era el desarrollo del Estado de bienestar en el marco de una economía capitalista keynesiana. La experiencia socialdemócrata en España comienza cuando se empieza a acabar en el mundo, pues el thatcherismo ya gobierna y la crisis del petróleo comienza a ser interpretada como un hito en la inviabilidad del modelo de bienestar. Creo, a grandes rasgos, que el PSOE no fue neoliberal. Este término se sobreutiliza hoy en día casi como el de fascismo desde la segunda posguerra. Aceptar el mercado era algo que la socialdemocracia había hecho ya en Bad Godesberg [el congreso del Partido Socialdemócrata alemán de 1959] y no equivale a ser neoliberal. E impulsar el Estado de bienestar es, sí, incompatible con el neoliberalismo. Pero sobre todo creo que no hubo un discurso de individualismo radical, de desprecio de lo colectivo en favor del “si quieres, puedes” típicamente neoliberal. En ese sentido, es muy difícil analizar si se hizo lo que el contexto permitía, porque habría que detallar bien en qué consiste ese contexto.

–De hecho, la identidad del PSOE como partido de izquierda sigue vigente pese a que se lo dio por suicidado varias veces.

–Creo que lo que cuenta en política es sobre todo la percepción de los sujetos y actores. Me parece que el PSOE es visto en España por los sectores populares, y no sólo, como el partido de la justicia social, de equilibrio entre libertad e igualdad. Sobre todo aquel PSOE. Hoy esa percepción está dañada, en particular por el giro de [el ex presidente del gobierno José Luis Rodríguez] Zapatero en 2008, pero no creo que por el recuerdo de aquellos años 80. Esa es una percepción minoritaria, que por supuesto es legítima y podría ser cierta. Pero para las grandes mayorías, sobre todo las populares, el PSOE viene a ser un poco lo que el peronismo en Argentina, el partido que –con sus más y sus menos, con sus graves contradicciones y rendiciones– está identificado con la justicia social. Esto creo que tienen que tenerlo en cuenta sobre todo los que se sitúan a su izquierda, entre ellos Podemos. No para afiliarse al PSOE, sino para comprender qué significa su identidad en las capas populares españolas. Si no, corren el riesgo de atravesar el mismo desierto que atravesó, sin fin todavía, la izquierda argentina respecto del peronismo.

–En la Transición se consolida una visión que confronta un pasado-Guerra Civil Española-dictadura franquista versus presente-consenso-democracia que evita el supuesto cainismo fratricida que la sociedad española lleva inserta fundacionalmente, tal como usted menciona en su artículo. Viendo ahora el tema de Cataluña y, por un lado, el resurgimiento de posiciones discursivas belicistas y patologizantes que se entienden como legítimas en España, junto con una voluntad casi mayoritaria de los catalanes de ser un Estado independiente, ¿cree que puede volver a ser hegemónica esa idea de que lo importante es evitar el conflicto político, la paz y el orden, y volver al consenso?

–Mi punto de vista es que el discurso de la Transición ha salido a flote de este ciclo de turbulencia que atravesó el orden político español. Entiendo que el ciclo comienza con las protestas por la guerra de Irak [por el apoyo que le brindó el presidente español José María Aznar], continúa con las protestas por la gestión de Aznar de los atentados de Atocha [los ataques islamistas del 11 de marzo de 2004] y luego se hace más visible con el 15M [el movimiento de los “indignados”] y finalmente la emergencia de Podemos. No significó una crisis orgánica, como sostenía Podemos, sino una crisis de representación que, como tal, dejaba intacto el proyecto de la Transición. Más bien se trató de una demanda de mayoría de edad del pueblo español. En ese sentido, mostró que la Transición era un ciclo agotado, sobre todo por su política cupular y elitista, difícil de mantener ante las nuevas generaciones y en una época de auge de las redes sociales. Es decir, la crisis de la Transición es producto también de la propia maduración democrática, de un pueblo “adulto” que ya no se reconoce en un lugar de pasividad. Ahora bien, que la Transición no haya sido cuestionada de raíz no quiere decir que no sea un ciclo en buena medida agotado. La crisis catalana así lo muestra. No es una crisis territorial, como se la suele nombrar, sino más profunda: una crisis de identidad nacional. Creo que la gran deuda de la Transición ha sido la de democratizar la idea misma de España, la identidad española. Aceptar que este es un país plurinacional, en la medida en que el nacionalismo es la autoconciencia de una determinada comunidad. En Cataluña, 80% de la ciudadanía quiere un referéndum, siendo que el independentismo no llega a 50%. Esto indica que hay una conciencia de que Cataluña es una unidad política, incluso entre los que no son independentistas. Me parece que es un dato a tener en cuenta y que requiere un relanzamiento de la democracia española que no puede sino ser una profundización de esa democracia. De ahí que el referéndum me parece una solución que va en la dirección de entender ese nuevo panorama.

–Sin embargo, por el momento parece que el Partido Popular, aliado con el PSOE y Ciudadanos, es capaz de frenar el conflicto catalán mediante encarcelaciones y sentencias del Tribunal Constitucional.

–A la corta, el discurso de la Transición puede “resolver” la cuestión catalana, que en verdad es la cuestión nacional española. Pero a la larga no veo que estén tomando decisiones que resuelvan democráticamente la cuestión, ni que no supongan en el mediano o largo plazo un reverdecer del independentismo catalán. La reducción de todo el problema a una cuestión legal revela una impotencia política profunda. Me parece que el miedo a la recaída en la guerra civil cada vez funciona menos porque, lógicamente, cada vez hay más gente para la que aquello no significa el trauma existencial que significó para tanta gente en otra época, por ejemplo al inicio de la Transición. Evidentemente es bueno para la democracia, pues dota de mayor autonomía a las decisiones políticas. Así que no creo que un discurso basado solamente en la idea de orden como forma de evitar el conflicto pueda resolver la cuestión. Hace falta aquello que hace grande a la política: audacia, imaginación y responsabilidad.

–En una parte del artículo afirma que Podemos despolitizó su identidad al no reconocerse como izquierda política. En otras palabras, que Podemos renegaba del conflicto izquierda-derecha y planteaba únicamente el de pueblo-casta. ¿Qué factura cree que le pasó eso a posteriori?

–Es muy difícil saber qué efecto político inmediato tienen esos elementos que señalas, que uno ve al hacer una investigación. Pero lo que sí creo que cabe decir es que Podemos ha envejecido más rápido de lo que cualquiera podía imaginar.

–De hecho, el mayor éxito de Podemos se produjo en el momento en que precisamente renegaba de esa identidad izquierdista. ¿No sería contradictorio?

–Para mí, la pregunta clave es por qué Podemos tuvo tanto éxito durante su primer año. Probablemente, un elemento importante es que entonces las elecciones nacionales todavía estaban lejos en el horizonte, y eso facilita la expresión de descontento y rechazo, pues se sabe que no tiene efecto inmediato y representa un llamado de atención. Me parece que el giro de Podemos hacia una posición más cercana a la Transición, que comienza en enero de 2015, quizá haya resultado algo sobreactuada, en el sentido de que parecía que el cálculo era que había que conquistar al electorado asemejándose a él. Autodefinirse como socialdemócrata, hablar de una Segunda Transición o de un “compromiso histórico” para una reforma constitucional –ya no un proceso constituyente, con todo el eco tiene esta enunciación–, quizá haya sido visto por la ciudadanía como algo poco genuino. Y la autenticidad parece ser un rasgo que la ciudadanía valora y que Podemos intentó representar. En todo caso, creo que el problema central ha sido cierta exterioridad que Podemos ha tenido con la vida política española, en clave de comprensión –o déficit de comprensión– gramsciana de su historia, sus imaginarios y sus horizontes de sentido. Creo que esto no cambió demasiado de la primera etapa a la segunda. En la primera, porque se confiaba en que la “crisis orgánica” de algún modo hiciera caer el “Régimen del 78”. En la segunda, porque al ver que no se podía alcanzar el gobierno se llamó a una suerte de “vuelta a las calles”, a una cultura de resistencia y de denuncia que no se lleva bien con la presencia institucional y, sobre todo, desmentía ese rasgo del discurso del primer Podemos que venía a cuestionar también la cultura tradicional de la izquierda a la izquierda del PSOE: que la política consiste en ganar para poder decidir, y que el gobierno y el Estado no son meras mascaradas del sistema. Esto es lo que había cuestionado Podemos a la izquierda clásica al decir que el Estado y las instituciones son lugares clave para cambiar la vida de la sociedad. Creo que desde la alianza con Izquierda Unida y la autoadscripción como socialdemocracia, Podemos erosionó el eje nuevo-viejo que había construido. No deja de ser llamativo y amargo para la izquierda ver que partidos como Ciudadanos construyen hegemonía con bastante facilidad. Evidentemente es cierto que el orden va en favor de su discurso, pero hay un punto en el que el análisis no puede evitar decir que pareciera que conocen mejor el país que la propia izquierda.

–Usted escribe también acerca de todos los cambios de identidad por los que navegó Podemos: ni de izquierda ni de derecha, populista, socialdemócrata... ¿Cree que esa estrategia en un período tan corto pudo ser interpretada como excesivamente errática y electoralista, y minar su credibilidad como partido de gobierno?

–Sí, en parte lo decía antes. Es cierto que es muy difícil colocar un discurso populista –en el sentido de [Ernesto] Laclau de la denuncia de las elites en nombre del pueblo– en un país como España, con una fuerte tradición institucionalista – también en el sentido de Laclau, de un orden que hace creer que tiene lugar para toda demanda siempre que se la pueda tratar una a una, sin cuestionar el orden mismo y sus reglas–. España prácticamente no tiene tradición populista y, como país que se siente europeo desde hace poco en términos históricos, coloca el populismo en ese lugar de primitivismo, anomalía y atraso en que suele ponerlo Europa, negando de paso sus experiencias populistas como el qualunquismo italiano o el boulangismo francés, por no hablar de [Jean-Marie y Marine] Le Pen e incluso de [Silvio] Berlusconi. Entonces la tarea no era fácil ni sencilla. Tampoco se alcanzó a ver la cuestión del liderazgo carismático (Pablo Iglesias nunca fue un líder fuerte como los populistas clásicos) ni la división de la sociedad en dos campos, lo que en España es visto como antidemocrático. No olvidemos que [Chantal] Mouffe y Laclau afirman en Hegemonía y estrategia socialista [1985] que las luchas populares (las populistas, para entendernos) son más propias de sociedades con conflictos muy primarios, sin gran recorrido democrático, mientras que las luchas democráticas son más propias de sociedades democráticas avanzadas, en las que el pluralismo y la autonomía de los conflictos y las demandas se dan por sentados. Creo que esta visión de que sólo un momento excepcional puede abrir el camino al gobierno no se lleva bien con la lógica de las sociedades europeas en general, y con la española en particular. Esto no significa que no haya posibilidad alguna de transformación, pero sí que hay que plantearla de otro modo, rescatando ese elemento democratizante que tiene el populismo de izquierda en tanto plantea una lucha permanente contra la tendencia, inherente a todo orden político, a su oligarquización.

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