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Un manifestante durante las protestas contra el gobierno de Sebastián Piñera en la tarde del viernes 22 de noviembre.

Foto: Claudio Reyes, AFP

Hasta que el fin estalló: desigualdad, malestar y crisis del pacto social en Chile

11 minutos de lectura
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Aunque ahora soy profesor en la Universidad de la República, tiempo atrás conduje un taxi. Lo hice durante cinco años. Si ser taxista en Montevideo es un trabajo sacrificado, seguro lo es más en Santiago. Como usted seguramente sabe, están los taxistas callados (yo era de esos) y los que gustan de hablar con sus pasajeros. El conductor del último taxi al que me subí en la capital de Chile, en julio de este año, era de los segundos. Rápidamente advertí que, como la mayoría de los de su gremio en aquel país, era una persona de derecha. No se lo pregunté, pero estoy seguro de que había votado a Sebastián Piñera convencido de que con él llegarían “tiempos mejores”, tal era su eslogan de campaña. Pero los tiempos mejores no llegaron. De hecho, no podían llegar, ya que el estilo de crecimiento impuesto por la dictadura de Augusto Pinochet, ampliado y “perfeccionado” luego por los gobiernos democráticos, hace años que está agotado. Si durante un tiempo le brindó a Chile crecimiento con elevada desigualad, ya no puede proporcionar lo primero; sólo queda lo segundo.

Al saber que era historiador, me preguntó en qué trabajaba. “Estudio la desigualdad”, le dije. “Ah, eso es cosa de izquierdista, ¿no?”, fue su respuesta. Era un hombre mayor, de más de 60. Era dueño de su taxi y por lo tanto su propio patrón, pero se quejó de que trabajaba muchas horas (12 o 13 al día). “¿Por qué trabaja tanto?”, le pregunté. Y me habló de la deuda que tenía con el banco. “¿Y qué compró con el préstamo?”. “Porquerías”, me dijo, bienes de consumo, lindos pero que no parecen valer el esfuerzo que hace para juntar el dinero mes a mes. No sé si habrá ocurrido, pero no me cuesta imaginar a este trabajador, pequeño empresario o “emprendedor” (como lo llamaría un ministro o el propio presidente Piñera) marchando, protestando y “caceroleando” en estos días por la capital de Chile. Es que, aunque no fuera consciente de ello, sus agobios cotidianos son mayores por el hecho de que vive en una sociedad extremadamente desigual.

En las ciencias en general, y en las sociales en particular, muchas veces cometemos el error de confundir un fenómeno con el indicador que usamos para medirlo. En el caso de la desigualdad y su historia, que es mi área de especialidad, suele confundírsele con el resultado de algún índice concreto, como el de Gini. Pero el problema es mucho más profundo que el instrumento que usamos para tornar visible alguno de sus aspectos. Lo interesante y relevante, en mi opinión, es cómo la distancia que existe entre personas y grupos, ya sea económica, social o –la más importante– de poder, contribuye a moldear el tipo de comunidad en que vivimos. Y lo que sabemos es que cuando la desigualdad supera cierto nivel el pacto tácito cotidiano que sustenta nuestra vida común se resquebraja y la sociedad se torna inestable.

Una forma de abordar el problema es analizando cómo se distribuye el ingreso. En este plano, como en otros, Chile se destaca por su desigualdad. Sin embargo, quienes desestiman la importancia de la desigualdad como explicación del estallido social (son pocos, pero existen) señalan que este fenómeno viene mejorando desde hace varios años. Tienen razón, eso es lo que muestran los datos: entre 1990 y 2015 el índice de Gini de distribución de ingresos pasó de 53,1 a 47,6, mejora que se concentró en el período posterior al año 2000. Pero, como se observa en el gráfico 1, ese país aún se encuentra entre los más desiguales del mundo. En ese sentido se asemeja a una persona que en los últimos 15 años (o peor aun, 30) redujo su peso de 170 a 140 kilos. No puede negarse que ha adelgazado, tampoco que sigue en una situación delicada para su salud.

Quizá la confusión radique en que una elevada desigualdad no es condición suficiente ni necesaria para que ocurra un estallido como el que estamos viendo. Se observa aquí la misma relación que hay entre tomar alcohol y tener un accidente. Una persona puede chocar su auto sin haber tomado, y otra puede conducir completamente borracha y llegar sana a su destino. Pero si un borracho se accidenta, haremos bien en suponer que ello tiene algo que ver con el medio litro de whisky que tomó antes de ponerse al volante.

En el caso de Chile, la desigualdad actúa como el alcohol que embriaga a su élite. Por un lado, porque le permite tener ingresos y una riqueza muy superiores a los que tendría si fuera la de un país normal. También los aleja del resto de sus compatriotas, que pueden llegar a ser vistos como alienígenas (tal como la primera dama, Cecilia Morel, se refirió a los manifestantes), al nublar su capacidad de percibir la realidad, al generarles la ilusión de que sus privilegios no son tales sino la justa recompensa a su esfuerzo. Al fin y al cabo, desde pequeños asistieron a colegios de excelencia...

Lo que se ha visto en estos días es cómo esa clase dominante, alienada y borracha de desigualdad ha chocado su precioso auto: el modelo político-económico que, heredado de la dictadura, aún organiza casi toda la vida de los chilenos mediante el mecanismo del mercado. El problema es que el borracho, ahora un poco más espabilado, sigue al volante.

¿Cómo afecta la desigualdad a la vida cotidiana de los chilenos? ¿Qué relación puede tener con el malestar que se ha desbordado estas semanas? El primer canal es evidente, quizá el más simple, y seguramente no el más importante. Sin importar el nivel de ingreso, una desigualdad elevada significa que los sectores pobres y medios viven peor de lo que vivirían en una sociedad con una mejor distribución. Y lo contrario ocurre con la élite. En este sentido, Branko Milanović, quizá el mayor especialista en comparaciones internacionales de desigualdad, ha señalado como el 5% más pobre de chilenos tenía en 2015 (último dato disponible) un ingreso en dólares similar al 5% más pobre de Mongolia, mientras el 2% de la cúspide tenía un ingreso cercano al 2% superior de Alemania. Y es que, si hay una verdad fundamental acerca de la desigualdad, es que no es mala o buena en sí misma: es mala para muchos, pero buena para algunos.

En el gráfico 2 presento un ejercicio similar, comparando Chile con Uruguay, que hice para mi libro Desarrollo y desigualdad en Chile (1850-2009). Historia de su economía política.1 Aunque tiene algunos años, la imagen general que brinda permanece vigente. Según datos del Banco Mundial, en 2011 el Ingreso Nacional Bruto per cápita –expresado en dólares ajustados por paridad de poder adquisitivo– era 12% superior en el primer caso que en el segundo: 19.037 dólares y 17.041 dólares respectivamente. Ese mismo año, la desigualdad de ingreso –medida por el índice de Gini– era de 0.508 en Chile y de 0.434 en Uruguay.2 Por ello, si comparamos el ingreso de cada decil de la población entre ambos países, surge una imagen del bienestar diferente de aquella que se derivaría de un análisis centrado en el ingreso promedio.

Aquel año, los tres deciles más pobres de Chile presentaban un ingreso similar al de sus pares de Uruguay, por lo que la mayor desigualdad implicaba para ellos la pérdida de ese 12% que diferenciaba a ambos países. La situación era (y sigue siendo) peor aun para los sectores medios –deciles 4 a 8–, dado que el mayor ingreso per cápita de Chile no sólo se evaporaba por completo, sino que percibían un ingreso entre 5% y 9% inferior –en términos absolutos– al de su contraparte uruguaya. Finalmente, los dos últimos deciles de Chile tenían un ingreso absoluto superior a sus equivalentes de Uruguay. En el caso del noveno decil, la diferencia era menor a la que cabría esperar en función del ingreso medio; en el último decil, por el contrario, mucho mayor.

Deuda y abuso

La elevada desigualdad es el resultado de una forma de organizar la vida social (el renombrado “modelo chileno”) según la cual corresponde al mercado proveer de (casi) todos los bienes y servicios necesarios. Ahora bien, el mercado se ha mostrado muy eficaz para brindar algunos de ellos, como alimentos, zapatos o televisión por cable –o streaming–, pero no así con otros tanto o más importantes, como educación, salud, vivienda, agua, transporte o pensiones. Aquí radica, quizá, la más importante fuente de agobio cotidiano: con un ingreso reducido por la elevada desigualdad, los chilenos de clase media recurren al endeudamiento para comprar bienes de consumo, como televisores de pantalla plana, o cambiar el auto cada tres años, pero también para enviar a sus hijos a la universidad o comprar los medicamentos que necesitan sus ancianos padres, cuyas pensiones, estructuradas casi por completo mediante el sistema de ahorro forzoso individual, son totalmente insuficientes y en todo caso mucho más bajas de lo que se esperaría dado el nivel de Producto Interno Bruto per cápita del país.

En este sentido, y según el informe “Pensiones bajo el mínimo. Resultados del sistema de capitalización individual en Chile”, elaborado por Marco Kremerman y Recaredo Gálvez, de la fundación Sol, la mitad de los jubilados reciben una pasividad inferior a los 205 dólares mensuales. Ello se explica, en parte, porque, siendo la chilena una economía latinoamericana, se caracteriza por elevados niveles de informalidad de sus trabajadores, lo que reduce la acumulación en sus cuentas de capitalización individual. Pero incluso entre la minoría que ha conseguido acumular de 30 a 35 años de cotización, la mitad recibe una pasividad de 403 dólares, inferior al salario mínimo y totalmente insuficiente para un país en que el costo de vida es cercano al de Estados Unidos.

Con un crecimiento real de 7% anual, la deuda se ha vuelto una pesada carga para los sectores populares y medios de Chile, algo que bien sabía y sufría el taxista que conocí en Santiago. Se trata de una bomba de tiempo que amenaza con profundizar la crisis social y política que arrasa a un país en que 11 de sus 18 millones de habitantes están cada vez más endeudados. Efectivamente, después de 1998, una vez que el crecimiento económico se ralentizó, los chilenos han tendido, cada vez más, a vivir de prestado. Si en 2003 la deuda contraída por las familias representaba 9% de su ingreso anual disponible, para 2013 esa cifra había trepado a 38%, y en setiembre de este año llegaba a 74%. Como consecuencia, la carga financiera sobre el ingreso mensual líquido familiar alcanza 26%, una cifra extremadamente alta en términos internacionales.3 Ello seguramente explique la existencia de cuatro millones y medio de deudores morosos, personas sometidas cotidianamente a la angustia de recibir llamadas, notificaciones y advertencias de diverso tipo por parte de sus acreedores.

Pero el problema no termina ahí. Según muestra el estudio “Desiguales. Orígenes, cambios y desafíos de la brecha social en Chile”, elaborado hace pocos años por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, además de la desigualdad económica, lo que irrita a los sectores populares chilenos es el sentirse víctimas de situaciones de abuso y maltrato. Así, la mitad de las personas de clases bajas encuestadas para ese estudio reporta haber sufrido maltrato, cifra que se reduce a 30% en el caso de las clases medias altas. Y es que, como señalamos más arriba, estamos ante un fenómeno multifacético en que sus distintas dimensiones se retroalimentan entre sí. El ciudadano normal no sólo es más pobre de lo que se esperaría y está más endeudado de lo que debería –dado el nivel de ingreso medio de su país–, sino que también tiene que soportar la soberbia de una élite alienada, convencida de que merece los privilegios de los que goza, ya que, sostiene, no son otra cosa que el resultado de su esfuerzo.

Esta alienación, que resulta en parte de la elevada desigualdad, explica, en mi opinión, exabruptos como el del cesado ministro de economía Juan Andrés Fontaine, que al inicio de esta crisis sugirió a sus compatriotas que se levantaran más temprano para evitar el aumento en la tarifa del metro. Así como se oye (o se lee): una persona que no ha conocido más que privilegios desde que nació les dice a sus compatriotas, que dedican 13 o 14 horas diarias a la jornada laboral y el traslado, que deberían esforzarse más. Si esto no es más que un episodio simbólico, aunque no por ello menor, los chilenos deben aceptar además una Justicia de doble rasero que, en pronunciamientos como el del Caso Penta, sentencia a Carlos Délano y Carlos Eugenio Lavín, millonarios amigos del hoy presidente condenados por delitos tributarios consumados y reiterados durante años, a pagar una multa igual a lo defraudado y tomar clases de ética... Y todo ello al tiempo que esa misma élite les dice que viven en la Inglaterra del Sur, un oasis de estabilidad y prosperidad en medio de la convulsa Latinoamérica. ¿Usted no tendría ganas de salir a marchar y protestar?

Desde una perspectiva histórica, la crisis actual recuerda a la de la República Oligárquica de la década de 1920. Entonces, como hoy, Chile era un país extremadamente desigual, gobernado por una clase dominante completamente alienada de los problemas cotidianos del chileno medio. Entonces, como hoy, sectores medios y populares se movilizaron juntos reclamando cambios profundos. Entonces, como hoy, la primera reacción de los privilegiados fue parapetarse en sus posiciones, defender sus privilegios, aceptar –a lo sumo– cambios menores con el fin de evitar otros mayores. El resultado fueron dos décadas de conmociones sociales y políticas que incluyeron golpes de Estado, una reforma de la Constitución y hasta la proclamación de una efímera República Socialista a inicios de los años 30. Esto hasta que se abrió paso un nuevo régimen político, bajo el cual la élite debió compartir el poder y aceptar una redistribución de los ingresos que se expresó en la reducción de la desigualdad observada entre 1938 y 1970.

Pero la historia no se repite. Aunque hoy pareciera que la conmoción social es tan grave que traerá cambios mayores, nada garantiza que así sea. Una élite privilegiada por la desigualdad, y a la vez alienada por ese fenómeno, puede cometer graves errores de cálculo. Si la riqueza e influencia que disfruta gracias a esa desigualdad la vuelve poderosa, el descontento que alimenta torna precaria su situación. Por eso es que los borrachos no deben conducir.

Quienes se benefician del “modelo chileno” son pocos, pero poderosos, y cuentan con una serie de mecanismos de diverso tipo, tanto fácticos como normas de la organización jurídica (muy especialmente la Constitución impuesta por Pinochet en 1980), que les otorgan buenas posibilidades de aguantar hasta que pase la tormenta. Su poder se erosiona a simple vista, pero no sabemos hasta qué punto se debilitará. Por otra parte, quizá no estemos ante una tormenta sino frente a un huracán, y quién sabe lo que este podría arrasar a su paso.

Adenda: Según se cuenta en una de esas anécdotas demasiado buenas para ser ciertas (aunque quizá lo sea), cuando Luis XVI, advertido de la toma de la Bastilla, preguntó al duque de Liancourt si se trataba de una “revuelta”, obtuvo por respuesta: “No, sire, es una revolución”. Pocos días después de haber terminado de escribir esta nota, el gobierno de Chile anunció la redacción de una nueva carta magna. Tal concesión, hecha a regañadientes, avanzó gracias a un amplio acuerdo político. Hoy parece posible no sólo que haya nueva carta magna, sino que la ciudadanía tenga parte activa en el proceso constituyente. Si ello se concretara, caería uno de los pilares del modelo económico-político que la dictadura de Pinochet legó a la democracia. Si algo así ocurriera Chile tendría, por primera vez en su historia, una constitución redactada en democracia, bajo la autoridad de un gobierno legítimo, elaborada con participación de los ciudadanos y refrendada por la soberanía popular. A ello hay que agregar el consenso creciente en favor de reformas cada vez más profundas e incompatibles con el modelo económico-social impuesto por la dictadura. El hecho de que Renovación Nacional, el más grande de los partidos que integran la coalición de derecha que gobierna actualmente, esté entre quienes impulsan los cambios, sugiere que quizá estamos ante un nuevo sentido común respecto de lo que los chilenos consideran deseable e inadmisible.

Sin embargo, la resistencia a los cambios continúa en la salvaje represión de que son víctimas los manifestantes. ¿Qué ocurrirá? En este punto, las ciencias sociales son menos precisas, incluso, que la meteorología. ¿Tormenta o huracán? Nadie puede saberlo.

Una versión de este artículo fue publicada en revista Nexos el 14 de noviembre.


  1. Rodríguez Weber, Javier (2018): Desarrollo y desigualdad en Chile (1850-2009). Historia de su economía política. Santiago, LOM ediciones. 

  2. Datos de Base de Datos Socioeconómicos para América Latina y el Caribe-Banco Mundial: http://www.cedlas.econo.unlp.edu.ar/wp/estadisticas/sedlac/, consultado en abril de 2015. 

  3. Agradezco a Alexander Páez, de la fundación Sol, por facilitarme esta información, proveniente del “Informe de estabilidad financiera segundo semestre 2019”, publicado por el Banco Central de Chile. 

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