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Paracaidistas aerotransportados marchan para abordar un avión con destino al área de operaciones del Comando Central de EE. UU. en Fort Bragg, Carolina del Norte, el 4 de enero. Foto de Hubert Delaney III / Departamento de Defensa de los EE. UU., AFP

Breve historia de la política exterior de Estados Unidos

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Después de la Primera Guerra Mundial, los estadounidenses jugaron un papel más activo en el mundo, aumentando su presencia militar y diplomática, llegando a ser la gran potencia global. Ahora, tras más de un siglo de protagonismo, ha empezado a replegarse, algo que están aprovechando otras potencias emergentes.

Pese a que Estados Unidos ha sido uno de los países más influyentes del último siglo, no siempre fue así. Durante sus primeros 130 años, la política exterior estadounidense se caracterizó por un aislamiento político y una estricta neutralidad con respecto al resto del mundo. Estos principios fueron establecidos por George Washington, su primer presidente, quien en su discurso de despedida afirmó: “Nuestra conducta debe reducirse a la menor conexión política posible con otras naciones mientras extendemos nuestras relaciones comerciales”. Con respecto a Europa, Washington defendía que Estados Unidos debía evitar verse envuelto en las disputas entre potencias europeas, para no sufrir los estragos de sus guerras.

Estos principios se formalizaron en la doctrina Monroe, de 1823. Resumida en la frase “América para los americanos”, esta doctrina pretendía evitar que las potencias europeas siguieran colonizando América. Estados Unidos anunció que cualquier intervención europea en la región sería considerada una agresión que se verían obligados a responder, dejando claras sus intenciones de convertirse en la potencia dominante en América.

Luego de haber establecido el aislamiento político y la neutralidad como los principios de su política exterior, Estados Unidos se cerró políticamente al mundo para centrarse en sus desafíos internos. El primero de ellos era expandirse hacia el oeste más allá del territorio de las 13 colonias originales. Este expansionismo se legitimó con la doctrina del Destino Manifiesto, según la cual Estados Unidos era una nación destinada a expandirse desde el Atlántico hasta el Pacífico y enviada por Dios para difundir valores como la libertad hacia el “incivilizado” oeste. Siglos después de que Estados Unidos completara su expansión territorial, esta creencia está todavía muy presente en la política exterior estadounidense, justificando la promoción de la democracia o el liberalismo económico en otros lugares del mundo.

El nacimiento de una gran potencia (1898-1914)

A finales del siglo XIX, además de haberse convertido en una potencia regional en América, Estados Unidos era también una de las mayores potencias económicas del mundo. Su mercado interno, conectado por redes ferroviarias y cables telegráficos, era autosuficiente gracias a sus vastos recursos naturales y sus tierras arables, así como a sus numerosos puertos en el Atlántico y el Pacífico. Y, además de gozar de esta autosuficiencia económica, contaba con la seguridad de estar situado en medio de dos océanos y en una región estable, lejos de cualquier enemigo. Nada de ello le daba razones para verse envuelto en las dinámicas mundiales, por lo que los estadounidenses mantenían un poder militar y de política exterior limitado.

Sin embargo, el aislamiento que había permitido prosperar a Estados Unidos se rompió en 1898, cuando Washington decidió ayudar a la resistencia cubana en su lucha por independizarse de España, con la que Estados Unidos entró en guerra. La cómoda victoria contra España marcó su nacimiento como potencia mundial y lo afianzó como potencia regional en América. Además, España le cedió importantes posesiones, en particular Puerto Rico, Filipinas y la isla de Guam. Estos nuevos territorios, junto con la anexión de Hawái ese mismo año, dieron a Estados Unidos presencia también en Asia, convirtiéndola en una potencia imperial.

Tras la guerra hispanoestadounidense, Estados Unidos estableció una política exterior más agresiva. Por una parte, pasó a considerar a América Latina y el Caribe territorios donde estaría dispuesto a intervenir por la fuerza para proteger sus intereses económicos. Al mismo tiempo, la adquisición de Filipinas precipitó una nueva postura respecto de Asia, la “política de puertas abiertas”, que pretendía garantizar el acceso estadounidense al vasto mercado chino. Estados Unidos entró en el siglo XX como una potencia emergente: se había hecho con colonias de ultramar y había incrementado sus lazos comerciales con el mundo.

El fin del aislacionismo (1914-1920)

En vísperas de la Primera Guerra Mundial, la capacidad económica e industrial de Estados Unidos superaba la de Europa combinada, pero este músculo económico no se traducía en poder internacional. Eso cambió con la Gran Guerra, que redujo el poder de Europa, devastándola en lo psicológico, lo económico y lo demográfico. Por el contrario, Estados Unidos crecía económicamente comerciando con las potencias europeas en guerra.

Esta posición privilegiada fue posible gracias a su neutralidad durante los primeros años del conflicto. El presidente Woodrow Wilson, guiado por la opinión pública estadounidense, estaba determinado a mantenerse en una posición neutral, involucrándose en la guerra sólo comercialmente. Esa política comercial beneficiaba en gran medida a los aliados, Francia y Reino Unido, y se vio afectada por los ataques de submarinos alemanes a buques mercantes estadounidenses. Los ataques de Alemania forzaron a Wilson a entrar en la guerra en 1917 en el bando aliado, lo que rompió la tradición de neutralidad y aislacionismo respecto a Europa.

Hacia el final de la guerra, Wilson hizo una serie de propuestas para asegurar una paz duradera en el futuro. Estas propuestas, conocidas como los Catorce Puntos, se centraban en la autodeterminación de los pueblos, la democracia y la cooperación internacional, y pretendían fundar un nuevo orden internacional basado en el libre comercio, la libertad de navegación y el desarme. Con esta doctrina, Wilson estableció las bases del internacionalismo liberal, que ha caracterizado la política exterior estadounidense desde entonces.

Los Catorce Puntos establecieron una nueva organización internacional, la Sociedad de Naciones, cuyo fin era fomentar la resolución de conflictos internacionales por medio del diálogo. Pero, a pesar de haber impulsado su creación, Estados Unidos decidió no unirse a la Sociedad de Naciones, temiendo perder soberanía y queriendo mantener su neutralidad internacional. Esta falta de apoyo estadounidense fue una de las claves del fracaso de la Sociedad de Naciones durante los años 30, que condujo a la Segunda Guerra Mundial.

El período de entreguerras y la Segunda Guerra Mundial (1921-1947)

Estados Unidos era un actor fundamental en el orden internacional, vinculado con el resto del mundo por medio de lazos económicos y comerciales. Precisamente esas conexiones económicas hicieron que el colapso de la bolsa estadounidense en 1929 causara una crisis financiera mundial, la Gran Depresión. Durante los años 30, países como Alemania y Japón, afectados por la crisis económica y no contentos con las condiciones impuestas tras la Primera Guerra Mundial, realizaron una serie de expansiones territoriales, que las resoluciones de la Sociedad de Naciones no pudieron impedir y que aumentaron la tensión en Europa y Asia.

Mientras el orden internacional de la Sociedad de Naciones se quebraba, el presidente estadounidense, Franklin D Roosevelt, decidió mantener una estricta neutralidad y priorizó los desafíos internos de la crisis económica. Sólo hacia 1940, cuando la economía estadounidense ya estaba estabilizada y había estallado la Segunda Guerra Mundial en Europa, Estados Unidos pasó de la neutralidad a la no beligerancia para proporcionar ayuda a los países en guerra contra Alemania e Italia.

Pero la no beligerancia terminó abruptamente el 7 de diciembre de 1941, cuando Japón atacó por sorpresa la base naval estadounidense de Pearl Harbor, en Hawái. Estados Unidos entró en la guerra como aliado de Reino Unido, la URSS y China. Fue la única potencia que luchó en dos frentes distintos a la vez, con más de 16 millones de estadounidenses involucrados directa o indirectamente en la guerra, y fabricó los bienes que sostuvieron a los aliados.

La guerra terminó en 1945, con los bombardeos atómicos estadounidenses sobre las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki. Para entonces, Estados Unidos había aprendido que no podría aislarse en un mundo con aviones de combate y armas nucleares, y debía liderar el nuevo orden internacional si quería garantizar su seguridad. El primer paso en este camino fue la creación, en 1945, de la Organización de las Naciones Unidas, sucesora de la Sociedad de Naciones.

Guerra Fría (1947-1991)

Estados Unidos emergió de la guerra prácticamente ileso y más próspero que nunca: poseía el monopolio de armas nucleares, tenía la tecnología militar y comercial más avanzada, y su Ejército dominaba el mar y el cielo. Había un solo país capaz de desafiar su liderazgo: la URSS, cuyo Ejército dominaba Europa del Este tras su victoria contra Alemania y cuya ideología comunista contaba con apoyo en todo el mundo. El poder geopolítico de estas dos potencias era tan grande que ganaron la nueva categoría de superpotencias. Sin embargo, sus valores eran prácticamente opuestos: de un lado, el internacionalismo liberal promulgado por Wilson y la economía capitalista; del otro, el comunismo soviético. Así se abrió la Guerra Fría, un período en el que ambas superpotencias se disputaron la influencia mundial.

Para contrarrestar la influencia de la URSS en Europa y asegurar el liberalismo económico y su liderazgo militar, Estados Unidos puso en marcha dos mecanismos. Por un lado, el Plan Marshall, un paquete de ayudas económicas para los países europeos, que pretendía promover una Europa próspera para garantizar su estabilidad y evitar que una nueva crisis económica provocase la inestabilidad de la década anterior. Por otro lado, la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), la primera alianza militar de la que Estados Unidos formó parte fuera del hemisferio occidental en tiempos de paz, lo que demostró el deseo estadounidense de liderar el nuevo orden mundial.

Las bases de la política exterior estadounidense durante la Guerra Fría las estableció en 1946 George Kennan, un diplomático estadounidense destinado en Moscú, en un telegrama secreto de 8.000 palabras que pasaría a la historia como “el telegrama largo”. Según Kennan, Estados Unidos debía contener a la URSS para impedir la expansión del comunismo. Pero no debía hacerlo por medio del enfrentamiento directo, sino conteniendo la difusión del comunismo por el mundo. La doctrina de la contención, o doctrina Truman tras ser proclamada por el presidente Harry Truman en 1947, llevó a Estados Unidos a intervenir en Corea en 1950, para defender a la mitad sur del país de la invasión comunista del norte, y, más adelante, en otros países, principalmente en Asia y América Latina.

En ese contexto de tensión, el mundo estuvo al borde de una guerra nuclear en 1962, cuando Estados Unidos descubrió bases de misiles nucleares soviéticos en Cuba, país aliado de la URSS, desde donde podrían atacar fácilmente el suelo estadounidense. La crisis de los misiles cubanos se solucionó con el regreso de los misiles a la URSS a cambio de que Estados Unidos desmantelara sus propios misiles estacionados en Turquía. Sin embargo, el miedo a una nueva escalada nuclear llevó a ambas potencias a relajar tensiones. Se abrió así un período de distensión conocido como détente, que en francés significa ‘aflojamiento’, promovido en Estados Unidos por el presidente Richard Nixon y su asesor Henry Kissinger. Esta mejora de las relaciones permitió que se lograran acuerdos de control de armas nucleares, como el Tratado sobre Misiles Antibalísticos.

Con todo, la distensión no impidió que en 1965 Estados Unidos entrara en la Guerra de Vietnam para evitar que la facción comunista tomara el poder en el país. Tras más de una década de intervención, miles de millones de dólares gastados y casi 60.000 víctimas estadounidenses, Estados Unidos no logró su objetivo. La complejidad táctica, la oposición de la sociedad civil estadounidense a la guerra y la prolongación del conflicto hasta 1973 dejaron secuelas duraderas en la política exterior de Estados Unidos, que desde entonces no se embarcó en intervenciones militares en el extranjero, a menos que la victoria estuviera prácticamente asegurada. La huella de Vietnam salió a la luz ya en 1979, con la invasión soviética de Afganistán: el presidente Jimmy Carter no quiso enviar tropas estadounidenses y optó por combatir a los soviéticos de forma indirecta dando apoyo financiero y armas a los muyahidines, los guerrilleros islamistas locales.

La hegemonía estadounidense (1991-2007)

Tras el colapso de la URSS, en 1991, Estados Unidos quedó como la única potencia hegemónica y empezó a construir un mundo a su imagen y semejanza. A lo largo de los 90, mientras la democracia y el liberalismo económico se extendían por todo el mundo, fortaleció sus alianzas y muchos países del antiguo bloque del este se unieron a la OTAN. Esta hegemonía lo condujo a intervenir incluso en conflictos en los que sus intereses no estaban en juego, como las guerras de Yugoslavia. Al mismo tiempo, aumentó su presencia en Medio Oriente, región de importancia estratégica por sus grandes reservas de petróleo. Además, en esta región se encuentra Israel, uno de sus principales aliados. La relación entre ambos se basa principalmente en vínculos históricos y culturales, así como en intereses de seguridad mutuos.

Cuando el régimen iraquí de Saddam Hussein invadió Kuwait, en 1990, Estados Unidos lideró una coalición internacional con la que derrotó a Irak en la Guerra del Golfo. Después de esta intervención, mantuvo su presencia militar en la región, lo que fue mal visto por algunas facciones locales. Entre ellos surgió Al Qaeda, un grupo yihadista liderado por un saudí llamado Osama Bin Laden, que atacó objetivos estadounidenses, con el tiempo se convirtió en la mayor organización terrorista del mundo y atentó, incluso, contra las Torres Gemelas en Nueva York el 11 de setiembre de 2001. Tras ese ataque, el presidente George W Bush lanzó la “guerra contra el terrorismo”, una campaña antiterrorista contra grupos terroristas como Al Qaeda, así como contra países sospechosos de colaborar con ellos. Bajo el gobierno de Bush, Estados Unidos adoptó una política exterior más intervencionista y unilateral, alejándose de los ideales wilsonianos.

Afganistán, donde Al Qaeda tenía su cuartel general, fue el primer escenario de esta campaña. Cuando los talibanes, la facción islamista que controlaba el país, se negaron a entregar a Bin Laden en 2001, Estados Unidos invadió Afganistán. Pese a que los estadounidenses pronto expulsaron a los talibanes de Kabul, la capital, mantener el control del país resultó mucho más difícil, lo que ha obligado a Estados Unidos a prolongar su presencia en el país hasta hoy. Hasta la fecha, la de Afganistán es la guerra más larga en la que ha participado en toda su historia.

El segundo escenario de la guerra contra el terrorismo fue Irak, donde la administración Bush aseguró que había armas de destrucción masiva. Pese a no tener evidencias ni prácticamente ningún apoyo internacional, Estados Unidos invadió Irak en 2003 violando, además, el derecho internacional. Esta invasión tuvo un resultado similar a la de Afganistán: pese a tomar la capital rápidamente y derrocar a Hussein, la dificultad de mantener el control del país prolongó la guerra. Cuando las últimas tropas estadounidenses abandonaron Irak, en 2011, dejaron atrás un país más violento e inestable que una década antes, el caldo de cultivo para que surgieran organizaciones terroristas como el grupo yihadista Estado Islámico (EI).

Nuevas potencias (2008-presente)

Apenas dos décadas después del fin de la Guerra Fría, la hegemonía estadounidense, cuyo liderazgo ya estaba cuestionado tras la invasión de Irak, recibió un duro revés en la crisis económica de 2008. Mientras las economías occidentales se hundían y el liderazgo estadounidense se quebraba, surgían otras potencias, como China. El presidente Obama trató de alejarse de la herencia de Bush adoptando una postura más multilateral y se apoyó en la OTAN para intervenir en la guerra de Libia en 2011, por ejemplo. También trató de mejorar las relaciones diplomáticas con enemigos históricos como Cuba e Irán, países con los que en 2015 negoció un acuerdo para limitar su programa nuclear.

Sin embargo, Obama no pudo impedir la pérdida de liderazgo estadounidense, que se puso de manifiesto en la guerra civil siria. Obama había amenazado con intervenir si el líder sirio Bashar al Asad cruzaba la línea roja de usar armas químicas contra civiles, pero decidió no actuar cuando Asad cruzó esa línea en 2013. Cuando intervino para combatir a EI, que estaba aprovechando la guerra siria para expandirse, otras potencias, como Rusia y Turquía, habían tomado la iniciativa. Por si fuera poco, la creciente importancia de Asia llevó a Obama a dar un giro estratégico hacia esa región: trató de sacar a Estados Unidos de las guerras en Medio Oriente retirando la mayoría de las tropas de Irak y Afganistán, lo que redujo también su influencia en la región.

La elección de Donald Trump como presidente, en 2016, y su cambio de política exterior hacia el unilateralismo, el proteccionismo y el America First sugiere que la política exterior de Estados Unidos está entrando en un nuevo ciclo. La derrota de Trump en las elecciones del 2020 podría suponer una vuelta al internacionalismo liberal, pero, a pesar de ello, es probable que Estados Unidos siga perdiendo protagonismo en favor de potencias como China.

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