Alas de un mismo partido a partir de 1836 en la batalla de Carpintería en Durazno, colorados y blancos, blancos y colorados, cogobernaron en la mayor parte de la historia del país, aun cuando la titularidad del Poder Ejecutivo fue ejercida en forma abrumadoramente mayoritaria por el Partido Colorado hasta 1959, excluyendo el período militarista que se extendió desde 1875 a 1886.
Sin embargo, hubo excepciones derivadas de las confrontaciones surgidas a partir de los enfrentamientos de esas divisas entre los caudillos Fructuoso Rivera y Manuel Oribe; la Guerra Grande que se extendió desde 1839 hasta la paz del 8 de octubre de 1851; la hecatombe de Paso de Quinteros en 1858; la defensa de Paysandú sitiada desde el 2 de diciembre de 1864 que culminó con la muerte de Leandro Gómez, fusilado el 2 de enero de 1865; la Revolución de las Lanzas encabezada por Timoteo Aparicio en 1870 y las insurrecciones de Aparicio Saravia en 1897 y 1903, hasta la muerte del caudillo nacionalista en Masoller el 10 de setiembre de 1904.
En el siglo XX, amplios sectores de los partidos Colorado y Nacional, encabezados por varios de sus principales dirigentes más conservadores y de la ultraderecha antidemocrática, propiciaron y participaron decisivamente en los quiebres institucionales en Uruguay. En las tres oportunidades, se trató de autogolpes de Estado promovidos por presidentes constitucionales.
El primero tuvo lugar el 31 de marzo de 1933, con Gabriel Terra, del Partido Colorado, quien contó con los apoyos de la Policía, de los Bomberos, en cuyo cuartel tomó la decisión, y de Luis Alberto de Herrera, líder del sector predominante del Partido Nacional. El Ejército no participó, pero oficiales que se opusieron al golpe fueron dados de baja y algunos enviados a la isla de Flores. Después, el 21 de febrero de 1942, fue la llamada “dictablanda” de Alfredo Baldomir, también del Partido Colorado, exjefe de Policía en 1933 y ministro de Defensa del dictador Terra.
Finalmente, el 27 de junio de 1973, el presidente Juan María Bordaberry, del Partido Colorado, exsenador del Partido Nacional e integrante de la Liga Federal de Acción Ruralista orientada por Benito Nardone, dio el golpe de Estado. En agosto de 1961, por radio Rural, Nardone había afirmado que el Consejo Nacional de Gobierno –que él integraba y que había presidido el año anterior– era “un colegiado de cocoliches” y que era hora de “que los militares se hicieran cargo del gobierno”.
En la última dictadura, extendida desde el 27 de junio de 1973 hasta el 28 de febrero de 1985, las Fuerzas Armadas no solamente apuntalaron con sus bayonetas a los golpistas colorados y blancos, sino que asumieron y compartieron los cargos más relevantes. En el análisis de lo ocurrido, en base a pautas políticas, sociológicas o jurídicas, siempre es posible establecer los límites entre la violencia legítima y el terrorismo. El Estado se transformó en un agente de terror sobre la población con torturas, crímenes y desaparición forzada de personas indefensas, en un país ocupado por las Fuerzas Armadas. De hecho, se trató de una dictadura civil y militar en la medida que los elencos del gobierno y del régimen que detentaban el poder del Estado estaban integrados por militares de rango y un elevadísimo número de civiles que participaban en los máximos niveles de decisión y redactaban los actos institucionales emergentes de los decretos con impronta draconiana.
Un “cheque de color rosado” y la teoría “de los dos demonios”
Salvo por un período de tres meses, desde junio de 1968 hasta el final del mandato de Jorge Pacheco Areco, el país vivió bajo permanentes medidas prontas de seguridad votadas siempre por la amplia mayoría de los parlamentarios colorados y blancos. Dichas medidas extraordinarias continuaron en la presidencia de Juan María Bordaberry. El 15 de abril de 1972, el Parlamento votó el Estado de Guerra Interno y el 10 de julio siguiente, la Ley de Seguridad del Estado y Orden Público, redactada por el escribano Dardo Ortiz y el doctor Washington Beltrán, ambos del Partido Nacional, el doctor Eduardo Paz Aguirre, del Partido Colorado, y el coronel Néstor Bolentini. Esta ley, que estuvo vigente en la dictadura, mantuvo la suspensión de las garantías individuales y permitió, entre otras disposiciones de corte netamente pretoriano, que los civiles fueran sometidos a la Justicia militar en una medida regresiva e inconstitucional. Con esas actuaciones, colorados y blancos otorgaron “un cheque de color rosado” con poderes ilimitados a los militares. El Frente Amplio, en todos los casos, se opuso y votó negativamente.
El 23 de febrero de 1973 el Consejo de Ministros creó y reglamentó el Consejo de Seguridad Nacional (Cosena) con el carácter de órgano asesor del Poder Ejecutivo, encabezado por el presidente de la República e integrado por los ministros del Interior, Relaciones Exteriores, Defensa Nacional y Economía y Finanzas; el director de la Oficina de Planeamiento y Presupuesto y los comandantes en jefe de las Fuerzas Armadas.
El 27 de junio, el presidente Bordaberry, en acuerdo con los ministros del Interior, coronel Néstor Bolentini, y de Defensa Nacional, doctor Walter Ravenna, mediante un decreto, declaró disueltas la Cámara de Senadores, la Cámara de Representantes y las juntas departamentales. Era la consolidación del golpe de Estado. En esa jornada, el capitán de navío Óscar Lebel salió con su uniforme militar al balcón de su casa, colgó el Pabellón Nacional, la bandera de Artigas y colocó un cartel con la frase: “Yo soy el capitán de navío Óscar Lebel. Abajo la dictadura”. Lebel fue detenido y estuvo en prisión hasta 1977, año en que fue liberado y pasado a retiro obligatorio.
Aún hoy, hay quienes por distintas vías y medios se empeñan en señalar que la dictadura fue militar y que el crac institucional se produjo por la irrupción de las Fuerzas Armadas en la vida política para combatir la guerrilla tupamara. Esta afirmación, con deliberada intencionalidad, cuenta en sus filas a dirigentes de los partidos Colorado y Nacional y ha sido impulsada sin ambages por los expresidentes Julio María Sanguinetti, Luis Alberto Lacalle y Jorge Batlle, con la finalidad de deslindar responsabilidades propias y de sus partidos, que concedieron sensibles poderes a la corporación militar. Para justificarlo promueven la teoría de los dos demonios. No se trata –como sostienen– de un pequeño grupo de militares soberbios y ambiciosos, ni de algunos muchachos intoxicados con la Revolución cubana lo que permite explicarnos el porqué de la dictadura. En setiembre de 1972, el MLN (Tupamaros) ya había sido derrotado.
Civiles en cargos de confianza de la dictadura
Cientos y millares de civiles y militares que apoyaron el golpe de Estado y después formaron parte de los organismos de facto pertenecían al Partido Colorado y al Partido Nacional. Entre los civiles más notorios, Juan María Bordaberry y los doctores Alberto Demicheli y Aparicio Méndez, los presidentes de la dictadura, y los doctores Martín Recaredo Echegoyen y Hamlet Reyes, quienes presidieron el también inconstitucional Consejo de Estado. No es un dato menor señalar que los generales golpistas Mario Aguerrondo y Juan Pedro Ribas habían sido candidatos a la presidencia por los partidos Nacional y Colorado en las elecciones de 1971. Ningún frenteamplista ocupó un solo cargo de la dictadura. La mayoría de sus cuadros dirigentes, incluidos los generales Liber Seregni y Víctor Licandro, fueron encarcelados, degradados, y otros debieron exiliarse.
La recuperación de la democracia, el 1° de marzo de 1985, fue conquistada por la digna lucha del pueblo uruguayo en la resistencia, dentro y fuera de fronteras, y no por aquellos dirigentes blancos y colorados que se mantuvieron al margen y, en muchos casos, apoyaron al régimen dictatorial ocupando cargos de la más alta confianza. La indecorosa lista es tan extensa que su publicación íntegra excede esta crónica. En ese sentido, compartimos una acotada síntesis de los “rinocerontes” funcionales a la dictadura, como señaló con la precisión de un florete el doctor Eduardo Pons Etcheverry, del Partido Nacional, en el debate por el No en el plebiscito de 1980: “El concepto de ‘seguridad nacional’, definido en su texto, abarca absolutamente todos los actos de gobierno, y en todos estos aparecen fundamentalmente las Fuerzas Armadas. Estamos en una situación de hecho; estamos ocupados [...] No va a haber nunca un divorcio entre las Fuerzas Armadas y los civiles porque siempre hay civiles que aceptan la supremacía. O sea, recordando la pieza de teatro de Ionesco, siempre hay rinocerontes. Siempre”.
En una primera aproximación, alrededor de un millar de civiles blanquicolorados ocuparon cargos de confianza de primera línea en el Poder Ejecutivo, Consejo de Estado (en sustitución del Parlamento), Ministerio de Justicia (eliminado el Poder Judicial), gobiernos departamentales, Corte Electoral, entes autónomos, servicios descentralizados, Universidad de la República, enseñanza, cuerpo diplomático, bancos del Estado, y en otros organismos y dependencias administrativas. Las carteras ministeriales, incluidos los ministros y subsecretarios, fueron asignadas a civiles, con la única excepción del Ministerio del Interior, cuyos titulares fueron solamente militares: el coronel Néstor Bolentini y los generales Hugo Linares Brum, Manuel Núñez, Yamandú Trinidad y Julio César Rapela.
Tras la disolución del Parlamento constitucional, el primer Consejo de Estado fue designado por el dictador Bordaberry el 18 de noviembre de 1973. Sus 25 integrantes eran civiles y lo presidía el doctor Martín R Echegoyen. El 30 de agosto de 1976 se produjo una importante renovación y fueron proclamados por el presidente de facto Aparicio Méndez 25 consejeros, también civiles, bajo la presidencia del doctor Hamlet Reyes. En 1981 el teniente general Gregorio Álvarez proclamó a los nuevos integrantes del Consejo de Estado, cuyo número aumentó a 35. Hamlet Reyes continuó presidiéndolo y por primera vez se incorporaron militares: el coronel Néstor Bolentini, el brigadier general Raúl Bendahan y el vicealmirante Víctor González Ibargoyen.
Solamente tres integrantes del Consejo de Estado, de un total de 113 consejeros, fueron elegidos como legisladores cuando se recuperó la democracia: Pedro W Cersósimo y Pablo Millor en el período 1985-1990 y Wilson Craviotto en la legislatura siguiente. Los tres pertenecían al Partido Colorado. Otros dos integrantes del Consejo de Estado fueron intendentes en democracia: Walter Belvisi en Paysandú y luego senador por el Partido Colorado, y Domingo Burgueño Miguel, del Partido Nacional, electo por dos períodos consecutivos en Maldonado.
En el primer gobierno de Julio María Sanguinetti, el teniente general de la dictadura Hugo Medina fue ministro de Defensa Nacional y Carlos Pirán, vinculado al escuadrón de la muerte y golpista, titular de la cartera de Industria y Energía. Al final de su magistratura, el represor Manuel Cordero fue ascendido al grado de coronel.
En los comienzos de la dictadura fueron designados militares para ocupar los cargos de intendentes municipales. No obstante, en Montevideo, Canelones, Cerro Largo, Flores, Lavalleja, Paysandú, Rivera, Rocha, Salto, San José, Tacuarembó y Treinta y Tres, sus intendentes fueron civiles.
La resistencia
El Frente Amplio en el exterior y la Convergencia Democrática se convirtieron en los bastiones más importantes en su denuncia de la dictadura. Uno solo dentro y fuera de Uruguay, el Frente Amplio por medio de su Comité Coordinador en el exterior con sede en Madrid, a partir de octubre de 1977 llegó a organizarse en 29 países de América, Europa, África y Oceanía en la etapa de resistencia. En tanto, la Convergencia Democrática, creada el 19 de abril de 1980 en México, integrada por ciudadanos pertenecientes a distintos sectores políticos, sociales y religiosos, sumó su voz y militancia para denunciar a la dictadura en Uruguay. El 20 de mayo de ese año, Wilson Ferreira Aldunate enviaba el siguiente telegrama a los señores miembros de la Convergencia Democrática en Uruguay: “El único homenaje posible a la memoria de Héctor Gutiérrez Ruiz y Zelmar Michelini es unirnos en la lucha por la causa a la que ellos entregaron sus vidas. Un abrazo a todos, gracias y adelante”.
En Uruguay, el Frente Amplio continuó su actividad en la clandestinidad a pesar de las dificultades surgidas por la detención y fuerte represión hacia sus dirigentes y militantes. Ante la prisión de Seregni, asumió la responsabilidad la Mesa Ejecutiva presidida por Juan José Crottogini e integrada por Adolfo Aguirre González, Hugo Batalla, José Pedro Cardoso, Roberto Gilardoni, Alba Roballo y Francisco Rodríguez Camusso. El coronel retirado Héctor Pérez Rompani cumplía las tareas de coordinación en la secretaría. Por decisión de sus autoridades, el Partido Demócrata Cristiano dejó de participar en la orgánica frenteamplista a comienzos de 1974.
En el Partido Nacional, con su principal dirigente Wilson Ferreira Aldunate en el exilio, un triunvirato conformado por Dardo Ortiz, Carlos Julio Pereyra y Mario Heber asumió la dirección partidaria. Mario Heber falleció en mayo de 1980 y en su lugar se incorporó Jorge Silveira Zabala. En tanto, mientras el Comité Ejecutivo Nacional del Partido Colorado apoyaba a la dictadura, un triunvirato integrado por Jorge Batlle, Amílcar Vasconcellos y Raumar Jude trabajó por el retorno a la democracia.
El imperio allá, nosotros acá
“En el año 71 hubo elecciones nacionales y allí hizo irrupción, por primera vez, el Frente Amplio. ¿Cómo habrían reaccionado las Fuerzas Armadas ante un eventual triunfo de la nueva coalición política?”, preguntó el periodista César di Candia en una entrevista al general Hugo Medina. “No se le entregaba el poder”, fue su respuesta. El Ejército estaba preparado en 1971 para dar el golpe de Estado. Y el motivo no era la guerrilla. Era destruir al Frente Amplio, a la Convención Nacional de Trabajadores, a la Federación de Estudiantes Universitarios del Uruguay, a las organizaciones sociales, intervenir la Universidad de la República...
Hay una foto clásica –comentaba el general Víctor Licandro– donde alrededor de una mesa redonda se encuentran el canciller estadounidense Henry Kissinger, en un lado, y todos los cancilleres latinoamericanos del otro lado. El imperio allá y nosotros acá. Kissinger les hablaba a los latinoamericanos y los latinoamericanos le hablaban a Kissinger. Esa es una realidad histórica, geopolítica.
No todos los militares fueron golpistas
Cientos de militares de distinto rango, oficiales y personal subalterno, defendieron el honor militar con responsabilidad institucional, democrática y republicana durante la dictadura. Unos 350 militares –entre ellos más de 60 oficiales– fueron condenados por motivos políticos. Más de un centenar estuvieron presos en condiciones inhumanas.
El 21 de diciembre de 1959, los alféreces de la promoción Grito de Asencio recibían el sable de manos del doctor Martín R Echegoyen, presidente del Consejo Nacional de Gobierno por el Partido Nacional, ante quien juraron, sable en mano, defender la Constitución y las leyes de la República. Esa generación de egresados fue la que tuvo el mayor número de presos por la dictadura, pero, también, a los más connotados violadores de los derechos humanos.
A los alféreces Carlos Cabán, Guillermo Castelgrande, Carlos Dutra, Jaime Igorra, Julio C Giorgi, Walter Maceira y Juan Antonio Rodríguez, como ocurrió a oficiales de distintas generaciones, la lealtad al Juramento de Fidelidad a la Constitución y las leyes les significó cárcel, tortura y pérdida de grado en la dictadura. En todos los casos se trató de una decisión individual y no concertada. Similar conducta asumió el personal subalterno (por entonces personal de tropa) que se opuso al quiebre institucional. Muchos militares constitucionalistas del Ejército, de la Armada y de la Fuerza Aérea se conocieron cuando compartieron cárcel y tortura. Otros, recién a la salida de la prisión. En cambio, José Gavazzo y Manuel Cordero traicionaron el Juramento de Fidelidad y fueron criminales represores en dictadura. Martín R Echegoyen presidió el Consejo de Estado de la dictadura hasta su fallecimiento. Su felonía golpista exime de todo comentario.