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Andrea García Santesmases.

Foto: Gianni Schiaffarino

Discapacidad, sexualidad y política

13 minutos de lectura
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Anticapacitismo y feminismo, una unión necesaria: charlamos con la socióloga y antropóloga española Andrea García Santesmases.

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La necesidad de nuevas formas de cuidado desde una perspectiva feminista y anticapacitista que apunten a la vida independiente de las personas con diversidad funcional –término acuñado por movimientos sociales en España y que ella defiende– y cómo vive la sexualidad este sector de la población son parte importante del trabajo de la socióloga y antropóloga española Andrea García Santesmases.

De visita en Uruguay, dialogó con la diaria.

En España el activismo anticapacitista utiliza la expresión diversidad funcional para referirse a personas designadas en general como discapacitadas o con discapacidad, y vos has señalado que las categorías capacidad y discapacidad no son condiciones biológicas fijas ni identidades esenciales. ¿Cómo se fue avanzando en utilizar esta definición y qué relevancia le das?

Ese término es muy importante sobre todo en un momento histórico, ha caído un poco en declive pero tuvo un momento de eclosión que creo que fue fundamental. El término se gesta a raíz del Foro de Vida Independiente y Divertad, que comienza en 2001 en el contexto español y es la articulación española del movimiento vida independiente que venía de Estados Unidos de la década de 1970. Entonces, en una apuesta político-académica e intelectual teorizan el llamado modelo de la diversidad y una propuesta que hacen dentro de un marco bioético más amplio es poner en valor las vidas diversas, es hablar de diversidad funcional, que permite poner el énfasis en la discriminación poniendo ahí la carga negativa y planteando que no hay nada negativo inherente a la discapacidad. De esta forma, “personas con diversidad funcional” es una acotación de “personas discriminadas por su manera de funcionar”, y yo creo que eso es potente, que es poner el énfasis en que el problema es la discriminación. Está gestado por las propias personas, es un ejercicio político de una autoenunciación que también lo hace muy potente. De hecho, hay un comunicado muy bonito que dice: “Es la primera vez en la historia que no nos nombramos desde el déficit, desde el no válidas, menos válidas, minusválidas, discapacitadas”. Esos dos elementos, la autoenunciación y el usar una terminología en línea con la diversidad sexual y la politización de otras identidades que dicen mi diferencia no es el problema, el problema es la sociedad; lo utilizo como un compromiso con ese movimiento. También entiendo que en otros contextos no ha tenido ese desarrollo y quizás no se vive desde ahí, en contextos latinoamericanos se vive casi en términos de importación. En ese sentido soy muy abierta con la nomenclatura y que cada uno y cada una se nombre desde donde tenga sentido con base en su experiencia vital. También la diversidad funcional ha funcionado mucho para la discapacidad física pero no para la intelectual, entonces cada movimiento tiene su genealogía.

El cuerpo deseado. La conversación pendiente entre feminismo y anticapacitismo es tu último libro. ¿Cuáles son los principales puntos de contacto entre el anticapacitismo y el feminismo?

Creo que hay cinco puntos de contacto y es un contacto tenso, incómodo, pero igualmente tienen algo como de la familia, como ese elemento de afecto y tensión. Para mí, están necesaria e indiscutiblemente ligadas estas luchas y estas teorizaciones en cinco áreas específicamente: los cuidados, en cómo nos cuidamos y nos organizamos socialmente para la necesidad de cuidados; el género, cómo se construyen y encarnan los roles de género; la sexualidad, cómo se vive y piensa políticamente; la violencia, cómo se producen y articulan las violencias machistas y capacitistas, y la identidad, en un momento de politización identitaria, qué ocurre, cómo articular la diferencia políticamente.

¿Hay puntos de contacto entre el anticapacitismo y los movimientos de la diversidad sexual y antirracistas?

Absolutamente. En el contexto español, con los movimientos de diversidad sexual, sin duda. De hecho, cuando hablo de feminismos en plural incluyo feminismos queer y transfeminismos, que han tenido un contacto con el ámbito radical de la diversidad funcional estrecho. Estuve vinculada al documental audiovisual Yes, we fuck (2015) e hice mi investigación doctoral sobre este proyecto. De ese proyecto surgieron alianzas queer crip, o tullido transfeministas, donde se puso ese contacto sobre la mesa.

En el libro hay menciones de películas y canciones. ¿Hay una búsqueda de que un tema complejo esté al alcance del público y de forma amena y entendible?

Recuerdo lo que me dijo mi madre: “Las señoras de mediana edad somos las principales lectoras de este país: si yo no lo entiendo, el libro está mal”. He llevado muchos años en el ámbito académico publicando cosas muy académicas y viviendo un poco la frustración de hacer un montón de esfuerzo por depurar textos que luego no leía nadie, que no tenían ninguna devolución, textos cada vez más crípticos, que es lo que te exige la academia, en inglés, en publicaciones científicas cerradas que no permiten la divulgación. Entonces, cuando ya me he asentado laboralmente, he podido permitirme hacer algo divertido, algo pop, en lo que creo que se nota la carga académica y de reflexión que tiene, pero que comienza cada capítulo con un ejemplo cercano, con alusión a celebrities o influencers que todos podemos conocer y con un esfuerzo por hacerlo divulgativo, ameno, que la gente se la pase bien leyéndolo y que se quede con ejemplos que a veces quedan más que la teoría.

El libro aún no llegó a Uruguay; mencioname uno de esos ejemplos, por favor.

Vale, uno que pueda conocer todo el mundo. Britney Spears ha sido muy conocida como ídolo de los 90 y cantante adolescente hipersexualizada, también se ha transmitido mediáticamente el declive de Britney, todo el momento en que se pelea con la prensa, se rapa el pelo, engorda, deja de representar esa feminidad hegemónica y sufre una violencia brutal por eso. Y luego llega un momento en que la incapacitan y un movimiento que se llama Free Britney la libera de hecho. Esto que se ha vivido como una realidad de celebrities es la realidad de muchas mujeres en el mundo, la incapacitación de mujeres por temas de salud mental o por discapacidad intelectual está a la orden del día, las esterilizaciones involuntarias, el control de su acceso a la información afectivo-sexual, a los métodos anticonceptivos y reproductivos. El caso de Britney, que a todo el mundo le recuerda a esa adolescente rubia que cayó en declive, sirve para mostrar una realidad dramática que sufren muchas mujeres que no tienen un movimiento de Free Britney para liberarlas.

Has señalado que el feminismo está mucho más avanzado, tiene más presencia, poder político, mediático y representación que el anticapacitismo. ¿Cómo dialogar y nutrirse sin estar al mismo nivel?

Es un desafío y de hecho lo hablo en el epílogo del libro. Esto de hablar de una conversación pendiente cuando no hay una misma posición de legitimidad, de enunciación, tiene algo un poco tramposo, pero al mismo tiempo hay un ejercicio político en plantearlo como una conversación entre iguales, que no han tenido el mismo desarrollo pero hablan de tú a tú, porque si no siempre va a parecer que el feminismo tiene que ocuparse de, que el feminismo no tiene que olvidarse de. Y lo que me interesaba era decir que esto también aporta mucho al feminismo, no sólo que el feminismo hace por, sino que el feminismo necesita de. Para eso me parecía importante la metáfora de la conversación.

Una conferencia que diste incluye la pregunta “¿Es la discapacidad una identidad política?”. Te traslado esa interrogante.

Si lo planteé como pregunta es porque es eso más que una respuesta [sonríe]. Es una cosa que me obsesiona, el decir cuánto tiene de parecido con otras identidades, pero queda algo siempre de diferente, que no acaba de funcionar. Y ahí es la pregunta, si tiene que ver con el cuerpo, con algo cercano a la biología, al desarrollo histórico, con la situación de discriminación social. Creo –y de ahí el título de mi libro, El cuerpo deseado– que si no acaba de entenderse como una identidad política análoga a otras es porque no acaba de resultar sexi, deseable. Mientras se ha conseguido con el tema queer, LGTBI, orgullo gay, se habla incluso de pink washing y de capitalismo gay, con el tema afro y la racialización siempre hay una exotización con la que se puede jugar y que es casi folclórica, pero con el tema de la diversidad funcional no acaba de funcionar. De hecho, yo planteo en un texto si creep es the new queer, si se puede plantear la discapacidad como algo sexi, y hay un movimiento en ese sentido, donde, por ejemplo, en series de Netflix empiezan a aparecer personajes con diversidad funcional. El tema del deseo, de pensar que pudiera ser algo deseable, a experimentar, a jugar, sería el camino a pensarlo como una identidad política.

¿Cómo afecta las vidas de las personas con diversidad funcional la organización social de los cuidados?

Les afecta a nivel material y simbólico marcándoles la posibilidad de acceso a una vida digna. Tener unas mínimas condiciones para la supervivencia, tener higiene y alimentación, les afecta más allá de la supervivencia, de tener una vida vivible, en qué horizontes simbólicos de posibilidad hay para pensar vidas que puedan ser gozosas, de disfrute, donde esté el amor, la diversión. Ahí tener los cuidados resueltos es lo mínimo para poder empezar a pensar en otras cosas.

¿Qué cambios son fundamentales en los cuidados desde una mirada feminista y anticapacitista como la tuya?

Es muy importante profesionalizarlos y sacarlos del núcleo familiar. La familia tiene un papel fundamental en los cuidados, pero tiene que ir más al ámbito afectivo, del amor y el acuerdo, del querer estar ahí. Que la familia sea el principal proveedor de cuidados creo que es problemático, cuando además son mayoritariamente las mujeres, y generando relaciones de atrapamiento mutuo. No sólo que la mujer, la madre o la esposa queda encerrada en ese rol de cuidadora y deja de desarrollar un proyecto vital propio, e incluso tiene consecuencias físicas y emocionales por dedicarse enteramente a cuidar; es que la persona a cuidar está muy atrapada también. Si tu madre es la que te levanta y te acuesta cada noche, difícilmente puedas salir de fiesta y no sentirte culpable, o puedas tener una relación de pareja y no sentirte culpable, o puedas elegir qué ropa vestir si es a costa del cansancio de tu madre. Creo que meter figuras profesionales como la de asistente personal, donde la decisión está en manos de la persona cuidada, rompe con esas relaciones que muchas veces están ya enquistadas.

¿El rol del Estado debe ser fundamental en estos asuntos entonces?

Sí, porque dejarlo en manos de privados es muy peligroso. En España una de las industrias que más están creciendo en bolsa es la de la dependencia, y lo planteo como industria porque se está convirtiendo en un mercado. Florentino Pérez, que llevaba clubes de fútbol, ahora invierte en residencias y va recortando y recortando. Lo que no puede ser es que la crisis de cuidados se haya resuelto durante casi un siglo mediante el cuidado invisibilizado de las mujeres y ahora lo que hagamos sea privatizarlo en condiciones totalmente precarizadas, teniendo además a mujeres migrantes, que son las que trabajan allí, en condiciones de trabajo y de atención indignas.

¿El ser un hombre con discapacidad y una mujer con discapacidad implica diferencias importantes?

Hombres y mujeres sufren un proceso de desgenerización, es decir, no acaban de ser comprendidos ni como hombres ni como mujeres porque no pueden performar correctamente los roles de género. Hay una serie de expectativas que no satisfacen y, por lo tanto, hay violencias que reciben por estar en ese lugar liminal de género. Pero también planteo que esa desgenerización no es una expulsión absoluta a los roles de género, es una desgenerización ambivalente donde hay momentos en que sí se reconocen esas feminidades y masculinidades y otros en los que no. Ahí la posición de la masculinidad es muy ambivalente; por un lado, sufren una opresión que tiene que ver con el capacitismo y el patriarcado de no acabar de ser considerados un hombre. Si no puedes hacer las cosas que debería hacer un hombre, en el caso de que sean ser proveedor, cabeza de familia, valiente, activo sexualmente, tener cierto poder, estás en una posición distinta. Eso no quiere decir que te desprendas de todos los privilegios de la masculinidad, y se ve en las propias organizaciones de las personas con discapacidad, donde históricamente eran los varones los líderes, los protagonistas, los que tenían visibilidad. Si pensamos en personas famosas con diversidad funcional, seguramente se nos ocurran cinco nombres de varones, entre ellos Stephen Hawkings, el actor de juego de tronos Peter Dinklage y seguramente no se nos ocurran nombres de mujeres.

¿Hay muchas veces un discurso que busca exacerbar la desexualización de las personas con discapacidad, de verlas como cuerpos indeseables en un mundo donde hay mucha hipersexualización?

No es sólo un discurso, es una práctica. Por eso me parece interesante analizar la sexualidad de las personas con diversidad funcional. Porque cuando la gente dice que la sexualidad es un tabú, pues no, determinada sexualidad es un tabú. En realidad, somos una sociedad hipersexualizada, con un montón de imágenes y discursos hipersexualizados, donde además la sexualidad es muy prescriptiva. En la actualidad para ser un buen ciudadano, una buena ciudadana, debes tener una vida sexual activa, las posiciones legítimas son aquellas donde la vida sexual no acaba, si te divorcias es métete a Tinder, tienes que volver al ruedo, tiene que ver con la salud, con quererte, relacionarte. Aquellos colectivos minoritarios expulsados no ya de la prescripción de la sexualidad sino de la posibilidad de la sexualidad nos dicen mucho sobre cómo estamos pensando esa sexualidad en términos de género, de capacidad. Las personas con diversidad funcional no es sólo que estén discriminadas por un imaginario normativo que muestra siempre los mismos cuerpos, siempre las mismas prácticas, sino que además están expulsadas, literalmente, de los espacios donde el resto nos relacionamos de manera afectivo-sexual. A veces dicen “pero esta gente no consigue pareja” y cuando les pregunto dónde consiguieron pareja me dicen “en un bar”, “en la universidad”, “un amigo de un amigo”; pero si no estás en los lugares de socialización y de encuentro, si no son accesibles los bares y las discotecas, si no son accesibles los espacios de ocio, si no vas en el transporte habitual, todo eso dificulta el establecimiento de relaciones, también de las sexuales.

Has analizado campañas públicas que ponen a las personas con discapacidad como una eventual forma de castigo de no cumplir normas.

Es uno de los temas que me obsesionan. Por ejemplo, campañas como Game over, El juego ha acabado, que está en los medios: llevar, literalmente, a personas que han sufrido accidentes de tráfico y como consecuencia tienen una lesión medular, a los puntos de accidente de tráfico, a decirle a la gente: “Mira cómo estoy, ten cuidado, si bebes no conduzcas porque podrías quedarte como yo”. Utilizar en campaña personas reales como representación máxima de la tragedia, como advertencia de lo que puede acontecer, me parece totalmente perverso, y ahí siempre funciona hacer analogías con otros colectivos para desnaturalizar cosas que acontecen en la discapacidad y no en otros casos. Nos puede parecer que es terrible tener una lesión medular, yo eso no lo niego, pero poner a la persona como ejemplo sería como poner a una persona con VIH cuando la gente está ligando y decir: “Cuidado, que si tienes relaciones sexuales sin preservativo puedes tener VIH como yo”, o a una persona con sobrepeso en un restaurante de comida rápida advirtiendo: “No te comas la hamburguesa porque podrías terminar con sobrepeso”. No digo que no tengamos que pensar en campañas por el tema del VIH o de la obesidad, pero encarnarlo en personas concretas perpetúa una tesis de la tragedia personal capacitista y denigrante.

En España es un tema que cada pocos años vuelve a estar en la agenda pública y quizás estés cansada de la consulta, pero en Uruguay aún no es un tema visible. ¿Qué pensás de la figura de asistente sexual para personas en situación de discapacidad?

El problema con la asistencia sexual es que bajo ese término conviven figuras diametralmente opuestas. Es complicada la conversación porque hay desde prostitución adaptada y otras figuras más terapéuticas, hasta figuras que se han inventado para personas con diversidad funcional. Para mí, tienen sentido estas figuras específicas, porque lo otro tiene otros nombres, puede ser prostitución de forma más adaptada, o es terapia con una especialización. Si lo llamamos con términos diferentes, pensemos en algo diferente. En el contexto español, “asistente sexual” se llama exclusivamente a la figura que se dedica a proveer de acceso a la sexualidad a las personas que por su forma de funcionar no pueden acceder a su propio cuerpo. En esta propuesta, que me parece la más interesante y la que tiene más sentido en términos de derecho, el asistente sexual no mantiene relaciones sexuales con la persona con diversidad funcional, ni siquiera se desnuda: lo que hace es ayudarla a que tenga relaciones sexuales, por ejemplo, con su pareja si tienen dificultades de movilidad o ayudarla a masturbarse. Esto podría hacerlo un asistente personal o un cuidador al uso, pero el ámbito sexual siempre tiene como ese límite. Poner un tampón para la mujer menstruante o un colector para la orina en un varón con lesión medular lo hace un cuidador, pero poner un preservativo o acercar un juguete sexual genera una incomodidad y una tensión que hace que al día de hoy, por la configuración cultural de la sexualidad, precisemos una figura diferente.

¿Me podés comentar sobre Chloe Jennings-White, que se autodenomina “transcapacitada”? ¿Qué fue lo que hizo y qué te genera este caso?

Me genera incomodidad, y por eso comienzo el libro con ese caso. Todo lo que me genera incomodidad me interesa, me digo: “¿Esto por qué me molesta?”. ¿Por qué me molesta que se quiera seccionar la médula espinal o que otro se quiera cortar un brazo? Hay algo ahí de incomodidad, de incomprensión, es un deseo ininteligible. Puedes entender más a personas que someten su cuerpo a transformaciones radicales muchas veces dolorosas y violentas para adecuarse a una imagen normativa; te puede parecer bien o mal, puedes decir yo no lo haría, pero lo entiendes: “Se ha hecho 300 operaciones estéticas para parecer una Barbie”. Pero esto de Jennings-White es cómo “por qué haces eso”. Y eso me lleva a pensar dónde están los límites de lo que se considera deseable y que tiene que ver con seguir anclando la discapacidad en el ámbito de la tragedia, de lo indeseable. Hay una cosa de que con eso no se puede jugar; me recuerda un poco a cuando un hombre se vestía de mujer y parecía ridiculizador de las mujeres, o se hacía sólo en broma o en carnaval, porque era patético, y al día de hoy tenemos una apertura con esa experimentación, ves a un chico joven con una falda y las uñas pintadas y no piensas que se está riendo de las chicas, sino que piensas que está jugando, que está experimentando.

Imagino que observás los lugares donde vas con esta mirada reflejada en tu libro. ¿Cómo ves la situación de la gente con discapacidad en Montevideo?

Prácticamente no he visto. Eso es bastante significativo y creo que una de las razones es la inaccesibilidad de las calles. Me he movido en el circuito más turístico y casi no he visto gente en sillas de ruedas o gente mayor en las calles. He visto una preocupación académica y sensibilidad con el tema, pero de facto, personas, muy pocas.

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