La fortaleza del Cerro, su bandera de Artigas algo deshilachada por el viento, están a unos pasos y sin embargo parecen distantes. Tan lejos y tan cerca del asentamiento como los turistas que suben el repecho en ómnibus contratados y descienden de la misma manera. Virginia, Estela y Nancy no los culpan: “Hay gente que se asusta”, dicen. Es preferible mirar a la derecha: la vista de la bahía deslumbra, la Torre de las Telecomunicaciones parece de algún otro mundo que no es el de ellas. Hasta Natalia Oreiro fue a filmar un video ahí. Pero lo único bueno del lugar, dice Estela, es cuando llegan las fiestas. Con la ciudad a sus pies, el cielo se ilumina con todos los colores. “No sé cómo es ver desde un avión”, dice Estela, “debe ser algo parecido”.
Pero las fiestas duran poco. En enero, el calor asfixia y la única canilla que abastece el asentamiento a veces se queda sin agua. Las mujeres peregrinan con recipientes de diez litros, con bidones de cinco, con baldes, y esperan en fila para recargar ante el tanque de OSE. Ellas o sus hijos. Ellas, y también sus hijos, tienen problemas de columna por el trajín constante desde sus casas hasta allí.
El agua de esa canilla tiene tanto cloro que enferma a los niños, aseguran. Las infecciones urinarias, las diarreas y los vómitos son comunes. Algunos de los niños pasan internados. Las mujeres juntan lo que pueden para pagarle a un sodero. Son 110 pesos por seis botellas de litro y medio. Esa es el agua que toman, cuando tienen dinero. Para cocinar y lavar, la misma agua de la canilla se usa una y otra vez: primero para bañarse, después para lavar la ropa y finalmente para el wáter. “La ropa te la deja blanquísima, por el cloro”, dice Estela. “Cuanto más la hervís, más se siente el olor a cloro”, contrarresta Nancy. La efectividad en el reciclaje implica menos viajes hasta la canilla cargando bidones, subiendo piedras que con la lluvia quedan resbaladizas.
El agua, tan escasa en el asentamiento, se desliza en torrentes, con una abundancia que es casi una burla, cuando llueve. Juntarla no sirve de mucho, porque deja sucia la ropa y hace bastante daño. Vuelve los caminos intransitables, humedece por días las alfombras improvisadas que en algunas casas hacen de piso, estropea los muebles. Los baños en el asentamiento son baldes que luego se vacían en pozos, pero cuando llueve, el agua arrastra la mierda y la orina por los caminos, por los lugares donde juegan los niños. Por eso, dicen las mujeres, los niños tienen tantos parásitos, por eso les cuesta subir de peso y en la repisa de Nancy hay cuatro medicamentos distintos. La lluvia es triste. “Llueve un día y ya te venís abajo, porque decís: ‘Mirá cómo vivo’”, murmura Estela, que hace 20 años llegó al asentamiento. El frío del invierno congela las chapas y te sentís “como adentro de un freezer”, dicen las mujeres. Esos días, lavan a los niños por partes: primero la cabeza, y la secan, luego el pecho y finalmente las piernas. Y la ropa se acumula sin remedio. Estela a veces lleva a sus hijos a casa de su hermana, que vive en el Cerro, para bañarlos.
A su hija más grande se le incendió su casa hace poco. “Agarra fuego una y te agarran todas, ¿y cómo lo parás?”, pregunta Virginia, señalando la sucesión de madera, bloques y chapas que baja el Cerro, y los cables que cuelgan a la altura del pecho de una persona adulta. Pidieron contenedores para pasar el invierno, pero no hubo caso. “La cuestión es que estamos, y hay que vivir”, resume Estela.
Virginia
En Santa Catalina estaba mejor, hasta que su pareja empezó a pegarle y amenazó con quemar su casa. Entonces Virginia se mudó a los pies de la fortaleza. Tiene seis hijos, y tres de ellos tienen anemia. En el piso de su casa hay cajones de plástico dados vuelta, y tablas que casi no dejan ver los cientos de gusanos que se acumulan debajo. “Es por el agua que corre”, explica. Pegado en la pared, hay un gran emoji con ojos de corazón.
Virginia cuenta que un día llegaron al asentamiento para pedirles firmas para mejorar la seguridad. “No sé por qué se preocupan por estas cosas, yo no firmo nada”, asegura. Otro día, el intendente de Montevideo, Daniel Martínez, fue al Cerro y los vecinos del asentamiento lo encararon. Le preguntaron por qué pensaba gastar 90 millones de pesos en la rambla del Cerro, cuando ese dinero podría destinarse a realojar a las familias. Martínez los mandó a hablar con Andrés Passadore, director de Tierras y Hábitat de la intendencia, que les prometió un realojo sin fecha (ver recuadro). Nancy sugiere que el dinero que hay que invertir para el realojo se puede recuperar con la llegada de más turistas cuando el asentamiento ya no esté.
Estela
Hace tres meses, el esposo de Estela murió. Tenía cáncer de colon. La ambulancia no pudo llegar hasta la casa y lo bajaron sosteniéndolo con telas, “como una bolsa de papas”. Ahora ella vive con tres de sus cuatro hijos en el asentamiento. Pilar, su hija de cinco años, quiere sacar fotos, pregunta todo, salta junto a otros niños en una cama elástica improvisada con vista a la bahía: dos colchones de dos plazas puestos uno al lado del otro. Su madre dice que Pilar es inteligente porque todo el tiempo está preguntando, y esa es su forma de aprender. Un día Pilar vio a su mamá llorando y le recriminó: “¿Por qué llorás, si papá te está mirando y nosotros estamos acá contigo y te amamos?”. Pilar piensa que su papá es un angelito que está en el cielo. Así le dijeron en la iglesia Misión Vida, del pastor Jorge Márquez, y ella lo cree. Y se siente mejor, dice su madre. Misión Vida va dos veces por semana a llevar comida al asentamiento, y reparte leche. “Nos ayudan muchísimo en todo”, dice Estela, que desde que va a la iglesia no toma más pastillas contra la depresión. “Lo hicieron con la idea de sumar gente para la iglesia, y lo lograron”, acota.
El cuarto de sus hijos se llena de agua cuando llueve, y Estela duerme con un palo de amasar al lado de su cama, por la comadreja que anda arriba de la cocina. En el asentamiento hay también arañas grandes, ratas, “escorpiones de todos los colores”, y un día apareció una víbora. Cuando llaman al centro comunal, les sugieren que fumiguen.
Nancy
El temporal derrumbó el techo de su casa, pero Nancy ya había logrado sacar a sus ocho hijos de ahí. Vivieron seis días en el centro comunal, hasta que pudieron armar de nuevo el techo con las chapas que les dieron allí.
Nancy tiene una hernia, el médico le dijo que no podía soportar tanto peso. También le dijo que se operara, pero no puede hacerlo porque no tiene con quién dejar a sus ocho hijos, y porque si abandona su casa no va a encontrar nada a la vuelta. Y tampoco quiere mandar siempre a sus hijos a cargar agua. Además, a Nancy le gustaría trabajar, pero su carné de salud tiene una vigencia de seis meses por el problema de la hernia, ese problema que no puede resolver, y cuando las empresas le preguntan por qué, no tiene más remedio que contarles la verdad, dice. Nunca la toman.
Nancy tiene una hija con diabetes, y algunos de sus hijos tienen anemia y bajo peso. A su hijo más grande le hicieron un cateterismo. “Es bravo vivir acá, yo vivo hace nueve años y no aguanto más”, dice. “Uno, como quien dice, está golpeado en la vida, pero ellos recién empiezan”, explica Nancy, y señala a su hija, que se para de manos con agilidad en un sillón roto. Su hijo más chico, Tadeo, de dos años, se acaba de despertar. Es pura mirada y sonrisa.
Las tres
Virginia, Estela y Nancy viven solas con sus hijos. Pilar le dice a su mamá que no puede tener novio, pero desde cierto punto de vista, están bien así. “Si hay un tipo adentro de la casa, seguro es consumidor; no lo podés ni mandar a arreglar un cable porque te lo vende”, dice Virginia. Aunque a veces extrañan tener un hombre en la casa, sobre todo algún día de tiroteos en el asentamiento, cuando zumban las balas y tienen que pedirle a los niños que se tiren al piso, casi olvidándose de que a sus casas esos disparos puedan “traspasarlas como si nada”. “Es como una guerra, eso los chiquitos no se lo olvidan”, dice Nancy.
Virginia asegura que si no les dan pelota van a cortar la calle, a hacer un “movimiento pacífico” para que las autoridades se pregunten “a ver cuánto aguantarían haciendo pichí adentro de un balde y viviendo entre la mierda”. “Queremos vivir dignamente, los chiquilines no saben lo que es tomar agua de la canilla”, explica, como si fuera necesario hacerlo.
Las tres se imaginan lo que es vivir en una casa con baño, claro que sí. Lo primero que va a hacer Estela cuando llegue es sentarse en el wáter y tirar la cadena varias veces, por gusto. Nancy va a abrir la ducha y va a dejar correr el agua sin parar. Virginia se ríe: “Hay gente que quiere otras cosas, nosotros lo que queremos es agua. Nos ponemos como nenes chicos cuando vemos un baño”.
El realojo prometido
El director de Tierras y Hábitat de la Intendencia de Montevideo, Andrés Passadore, dijo a la diaria que “es difícil poner fecha” para el realojo del asentamiento, pero aseguró que será “en el corto plazo” y que la comuna está trabajando junto al Ministerio de Vivienda, Ordenamiento Territorial y Medio Ambiente para llevarlo adelante. Afirmó que se está “en proceso de adquisición” de un predio en la zona para comenzar la construcción de las viviendas.