El frío calaba los huesos. Estaban muy nerviosos. La represión era dura, todavía la dictadura cívico-militar se sentía fuerte. Estaba fuerte. Era el 1º de mayo de 1979. El régimen había cambiado el festejo para el 5 de mayo, tratando de romper con la tradicional celebración internacional, uniéndose a Estados Unidos y a otras dictaduras del mundo.
Estaban organizados como Asociación de Estudiantes de Medicina de la Federación de Estudiantes Universitarios del Uruguay (AEM-FEUU) en la clandestinidad. Eran todos estudiantes escasamente compartimentados, con unas ganas locas de derribar la dictadura. Hacían lo que estaba a su alcance para denunciar los atropellos que se cometían. Estudiaban y trabajaban; esto les daba de comer y cumplían el sueño de sus carreras. El resto del tiempo, militaban.
Qué miedo sentían todos los días. Algunos habían conocido la reclusión y habían pasado mal. Otros juramentaron no dejarse capturar de nuevo, aunque les costase la vida. Tenían un plan de escapatoria por los techos de las casas donde vivían, dormían vestidos: sólo era ponerse los zapatos.
Querían marcar presencia, decir que el movimiento popular seguía vivo; eso era fundamental para la etapa. Eran la resistencia.
Se planteó hacer una medida de impacto casi foquista: colgar del piso 10 del Hospital de Clínicas un cartel de dos metros de ancho por diez de largo que dijese: “Salud clase obrera - FEUU”. Y debían colocarlo el 1º de mayo. Con escasos recursos, en un contexto de desmantelamiento casi total del movimiento popular y los partidos de izquierda, en uno de los momentos más duros de la dictadura.
Luego de definida la tarea, se organizaron tres equipos, coordinados por un compañero. Equipo 1: compraba los materiales y desaparecía de la acción. Equipo 2: confeccionaba el cartel y desaparecía de la acción. Equipo 3: colocaba el cartel, lo que implicaba un plan de ingreso al Hospital de Clínicas y un plan de evacuación.
Todo el trabajo lo hicieron con guantes de látex, para eliminar huellas. Fue una preparación minuciosa dentro de sus posibilidades e inexperiencia. Sabían lo que se jugaban.
El ingreso del cartel lo hicieron por la emergencia, el lugar menos vigilado. Como revisaban todos los bolsos decidieron que una compañera se pusiera un vestido de embarazada y con el cartel, que era de nailon, simulaban una panza de nueve meses, evitando así el enorme bolso amarillo donde lo traía. Las varillas del cartel entraron dentro de los paraguas.
Habían ideado un dispositivo armado con un cigarrillo, una mecha de cuete, bomba y tanza. Funcionaba así: se armaba la varilla superior y la inferior se pasaba por el doblez superior e inferior del cartel. Se enrollaba el cartel como una alfombra, se ataba con la tanza, a la tanza le unían la mecha y la mecha la introducían en un cigarro sin filtro. Este dispositivo se ponía en cada extremo del cartel. Se fijaba el cartel a la ventana, se prendían en simultáneo los cigarros y sabían que tenían diez minutos para salir del hospital de Clínicas, pero por las escaleras, sin llamar la atención. Era el tiempo que tardaba el cigarrillo en encender la mecha y esta en quemar la tanza, para que de esta forma el cartel se desplegara por su propio peso.
La primera prueba de funcionamiento la hicieron el día que lo colocaron. Lo único que sí habían probado era el tiempo que les daba el cigarro para evacuar.
Llegó el día. Eran seis los encargados de la acción. El frío calaba los huesos, estaban muy nerviosos, pero el cartel se abrió, flameó y sintieron como si hubieran ganado la guerra, cuando se trataba en realidad de una mínima batalla.
Cerraron el Clínicas. Los buscaron por meses, interrogaron a cientos de personas, pero se habían esfumado. Habían desaparecido sin dejar rastro.
Fue un golpe propagandístico, una burla a la represión, un soplo de brisa fresca para el movimiento popular. La resistencia, una vez más, dijo presente.
Les pareció el cartel más bello del mundo mientras lo miraban desde la parada del ómnibus, antes de dispersarse para desaparecer en el anonimato.
Salud, clase obrera.