Sin echar mano de datos científicos ni mangueándole una estadística al Instituto Nacional de Estadística, sólo escuchando a un veterano que pare en un boliche que en su marquesina diga “café y bar” o vichando sorprendido algún fascículo de 100 años de fútbol, se puede afirmar, sin lugar a dudas, que Uruguay y el fútbol tienen una relación muy especial. No sé si al fútbol le corre sangre uruguaya o al uruguayo le corre sangre futbolera, pero entre sueños, pasión, juego y cotidianidad aldeana el pueblo oriental ha tenido un largo y feliz concubinato con el deporte más maravilloso del mundo. Es posible que ya no se pueda obtener testimonio de aquellos maravillosos y románticos novios de la gloria de los 20 o de los 30. A algunos intelectuales y a otros pasotas les molesta Maracaná y por ahí entonces capaz que no agarrás a muchos que te boquillen cómo Ghiggia -hoy, lamentablemente, estandarte de marketing y no anciano venerable de Tenfield- se la metió hasta las pelotas. Sin embargo, es muy posible encontrar en cualquier calle de Montevideo a un tipo que en los 60 haya visto alguna de las diez finales que se jugaron o alguien que recuerde las de los arranque de los 80. Peñarol ha tenido mucho que ver en alimentar esas historias mínimas del Gordo Sánchez, el de Jurídica del ministerio, de Raúl Sastre, aquel que era cajero del Banco de Crédito, o hasta de la Mirna, la más chica de los Urioste, que empezó con un banderín de los Peña y terminó con sus cuatro hijos, 11 nietos y tres bisnietos alimentando la falange carbonera. Mi desembarco asombrado en la inmensa Olímpica del estadio fue durante el reinado de los negros Spencer y Joya, implacables, junto a la figura lustrosa y coronada por las canas del Pardo Abaddie. Esos tipos a quienes yo veía inmensos con sus camisetas oro y negro de franjas gruesas y número bordado venían de ser los dueños de la mitad de la década. Algunos de ellos, Alberto Pedro Spencer, había ganado la primera Libertadores -la del 60-, la segunda -la del 61- y la no menos histórica del 66. Como de los vicecampeones parece que nadie se acuerda, en el 70, con un equipo de suplentes -la mayoría absoluta de los titulares se estaba preparando en la selección mundialista uruguaya-, Peñarol terminó vicecampeón con buena generala al no poder con aquel Estudiantes en auge que un año antes le había ganado a Nacional. Hubo que esperar al 82 y el hit del momento, “A Morena lo traemos todos porque todos somos Peñarol”, para ver una vez más al carbonero coronarse campeón de América, después de un insulso empate sin goles en el Centenario y un maravilloso, y en la hora, 1-0, un nandazo, en Santiago, tras gran centro de Venancio. Antes de llegar a Chile hubo dos gestas magníficas, ante River Plate argentino y ante Flamengo, que es imposible mandar a la papelera de reciclaje de la vida. Y todavía no puedo creer cómo se perdió cerca de la hora la final del 83 con Gremio, con aquel increíble gol de César después de que Renato levantó un centro a la estratósfera mientras Gustavo Fernández la miraba bajar (http://www.youtube.com/watch?v=lretPeywN9s). Aquel canarito devenido en padre de tres montevideanos vio con respeto y asombro de joven periodista la magnífica gesta del Peñarol de Tabárez, el del 87, el que en semifinales supo bailar a Independiente y a River Plate y en las finales, con el América de Cali, acompañó los primeros pasos de la Coronaria generando miles de electrocardiogramas de fuerza con el gol en la hora del Bomba Villar en Montevideo, y ni te digo con el de la Fiera en Santiago. Te juro que nunca en la vida me olvidaré de Ampudia ni de su cara de infinita angustia imperecedera, tal vez sólo comparable a la de Barboza en el 50, cuando en el último segundo Diego Vicente Aguirre Camblor sacudió su zurda y se la mandó hasta el fondo de los piolines a Julio Falcioni. Sí, está todo bien, pasaron casi 24 años desde aquel 31 de octubre de 1987, pero no me digas que no: el fútbol nos quiere, guacho, y yo y vos y todas seguimos muertos con él.
Ahí hay amor
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