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Ya lo escribí hace tiempo, hace años, en los fermentales 60, cuando este canarito se estremecía al pasar frente a la Facultad de Veterinaria y ver la marca de las balas que mataron a Líber Arce, y unos padres -los míos- le compraban al Óscar, el mejor canilla de Montevideo, los fascículos de una obra que -creo- se llamaba 100 años de fútbol. En ella este otrora querubín de jardinera miraba fotos viejas de impresionantes Peruchos Petrone, Maestros Piendibene,Terribles Nasazzi y Divinos Zamora, vencidos sin remedio.

Creo que casi en simultáneo aprendí a leer “hoy es jueves 30 de setiembre y estamos en primavera” en los bancos de la escuela, como en el escalón de mi casa o en el retiro forzado en las siestas del pueblo que “en la vieja cancha de Belvedere”, por aquel entonces de Wanderers, “Uruguay se puso por primera vez su camiseta celeste, la misma que tocó tantas veces el cielo, en honor al viejo River [Plate], que vistiendo así había derrotado al invencible Alumni argentino de los hermanos Brown”.

Era feliz y no lo sabía. Uruguay terminó cuarto en México 1970, después de darles una terrible paliza a los alemanes en el partido por el tercer puesto, el que perdimos 1-0; a nadie parecía servirle esa colocación. Cuarenta años después, tuvimos un desborde de felicidad y comunión popular cuando otra vez quedamos en el cuarto puesto, después de perder contra los alemanes, a los que otra vez habíamos debido ganarles por lo que pasó en el partido.

Hoy estamos de nuevo de cara a un Mundial. Las discusiones, definiciones y caracterizaciones de cada uno de nuestros rivales parecen ir ganando la calle como un virus, y entonces parece que a Costa Rica le ganamos sólo porque es Costa Rica, y a Inglaterra y a Italia, porque somos más. Estamos en el “grupo de la muerte”, pero parece que ahora somos unos nariz parada que lo pasaremos al galope.

De acuerdo a lo que conceptualicé en aquella lectura infantil, cuando estábamos en la transición de “antes éramos campeones, les íbamos a ganar; hoy somos los sinvergüenzas que caen a picotear”, los uruguayos fuimos, tal vez de la mano -o del pie- de un escocés llamado John Harley, quienes cambiamos el fútbol, que por aquel entonces tenía el único molde del pelotazo inglés.

Los ingleses, los padres del fútbol moderno, tienen algo que por más compadritos que seamos nosotros nunca podremos tener: el fútbol es de ellos, nació ahí, explotó ahí y desde ahí, tomando las más diversas formas de inmigrantes, se expandió al mundo. Aquí llegó, como los inmigrantes, a fines del siglo XIX y principios del siglo XX, y en el Uruguay inclusivo de José Batlle y Ordóñez el fútbol, como el inmigrante, se hizo criollo, se hizo nuestro. Pero el fútbol es inglés y eso lo hace grande para siempre, y ojo con los grandes. Entonces no me vengas a decir ahora que a los ingleses les ganamos caminando, que le tienen miedo a Luis Suárez o que su defensa es mala. Seguramente me meto en el terreno de lo irracional, pero son ingleses y punto. Inventaron el fútbol: grandes para siempre.

“El fútbol del 12” -así se llamó el capítulo que hizo el doctor César L Gallardo- matrizó el pase corto y la picardía de la mentirosa gambeta, y le otorgó años de reinado absoluto al fútbol del Río de la Plata. Justamente en esos años se cortó por la no comparecencia o porque no había posibilidades de competencia con Italia, campeón del mundo en 1934 y en 1938, y, muchos años después, en 1982 y en 2006, y finalista en 1970 y en 1994. ¿Alguien puede ser tan atrevido como para desconocer el calcio y esbozar la idea de que a los tanos les ganamos bien porque nosotros tenemos -y es cierto- grandes delanteros? Sí, algunos pueden y, de hecho, lo sugieren.

Estos equipos de Tabárez, que han despertado en nosotros la simpatía del juego del Uruguay de las vacas gordas, parecen no fallar en la convicción, en la seriedad y en la convicción de que todo se puede si es con esfuerzo, organización y oportunidad.

Como grupo, para adentro -que no para afuera, donde los equilibristas del éxito y los usurpadores de la ubicuidad suelen descalificarlos hasta el escarnio público-, parecen siempre encontrar el punto justo entre aquello a lo que se puede aspirar y lo que nos han enseñado a soñar.

Así como no alcanza con ponerse una camiseta celeste cargada con glorias pasadas para ganar nada, porque ya está comprobado que nunca hubo victorias por la rica herencia futbolística, y sí maravillosas epopeyas, fruto de muy buenos desarrollos técnicos y de inclaudicable esfuerzo, hay que saber que en una contienda futbolística siempre hay un antagonista que, sin importar el momento, cargará con su mochila de gloria.

Es así, y todos deberíamos saberlo para seguir expectantes la evolución de esta selección, trabajada, racionalizada y casi optimizada en cuanto a rendimientos de un pequeño país con grandes logros pero muy pequeñas posibilidades, debido a las enormes diferencias que marca la geopolítica del fútbol. Según un anónimo y olvidado pensador de hace unos años, “los uruguayos no le temen ni a Dios ni al Diablo”. Sería bueno agregar que los uruguayos nunca menospreciamos ni la historia ni la jerarquía de nuestros antagonistas.

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