Cada vez que uno dice “siento culpa” se presenta una cofradía de laicos y ateos, que a veces parecen mormones militantes, arguyendo todo tipo de argumentos que, además de hacerte sentir un cromañón o imberbe de espíritu y prácticas, te hacen vivir más la culpa por padecer culpa.
No me voy a erigir como un defensor arcaico y a contracorriente de lo que nos hace daño, un cardumen de peces espada que, bañados en petróleo, intoxican las aguas. Pero tampoco quiero ser un contemporáneo que repite falsetes y que en su afán de enterrar viejos tópicos repite el canto de los loros o porta el semblante de los superados mientras, por dentro, lo carcome lo de siempre. Además, qué expresiones hermosas para la escritura todas esas que provienen de los pecados capitales y la esgrima contra ellos.
Me carcome la culpa desata más verdades subjetivas e individuales que cualquier manifiesto o panfleto sobre los hombres sin remordimiento. Vivimos culposos, generamos culpa; pero asumirla se ha vuelto acusatorio, por concepto perimido, como aquel que expresa la vida a través de los diez mandamientos (aunque sea para expropiarlos de su acepción primigenia) o de los siete pecados capitales.
La belleza de los diez mandamientos de las películas de Krzysztof Kieloswski: culpa y aborto, culpa y la muerte de un hijo, culpa y adulterio, y la lista de una película por hora y por mandamiento.
El asunto es tan grande como buena parte del arte; por eso, a veces, los punteos o las imágenes que pueden acompañar a ese decir prohibido y contemporáneo por medio de esos siete pecados, que respiran a su aire mientras nosotros nos hacemos los campantes.
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Lujuria. Permanece casi intacta la concepción originaria. Nos burlamos de la concepción bíblica, pero temblamos de miedo y salimos corriendo a confesarle al psicoanalista esos sueños entre pijas exultantes y agujeros que nos tragan (Michel Foucault decía que el psicoanalista funge del viejo sacerdote). Culpa si con pareja deseamos a otros y sin ella los queremos a todos. Culpa por el sexo desatado, los dildos, el travestismo de ocasión. Y también por su anverso: por no vivir más allá que un deseo único practicado, morir con el deseo amputado. La culpa del libertino y la del mojigato.
Gula. Recoge todo lo que pasa a su alrededor con su red famélica; no lo disfruta, lo engulle. Y no es capaz de decir “basta, hoy quiero purgarme”. En ese afán de devorar todo no puede, no quiere, expulsar un grito. La gula lo pone al borde de su propia implosión, pero prefiere seguir sonriendo chorros de grasa. Ayer vi la imagen protagónica: tenía unos 20 años y llevaba entre sus compras y con sus 120 kilos una bebida cola barata de dos litros y medio, dos panes, 400 gramos de mortadela y dos alfajores. Tenía los ojos hermosos escondidos tras una cara de máscara de goma eva.
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Avaricia/codicia. Mi capital no guarda oro; esconde afectos, aunque también quiera beber champaña y hacerse de bienes que produzcan placer. Pero soy el hijo putativo de los aristócratas pobres. No me conformo con las migajas freelance para el burgués advenedizo, el que se rebusca y come de los platos no servidos del cantegrilero y de las sobras de los ricos. Mejor así: estoy en el justo medio, preparado para un tiempo de hambruna (no mucho tiempo) y un tiempo (mucho más) de abundancia. No lo quiero todo porque no resistiría la culpa o, más bien, me resulta poco piadoso con las bocas que, per se, nacerán con hambre. El reparto de los bienes y los peces es la mejor metáfora de un socialismo internacional. Pero en serio: nada de niñatos auspiciantes de repartos que no reparten más que palabras. Y que estallen por los aires la champaña, los dueños de todo, el que guarda dinero para un hijo que no se sabe si morirá antes que él. Que el que acumula cuatro whiskies reparta tres y el que tiene dos casas ceda una. Que el rico orgulloso y practicante conozca la pobreza y que por un día vistamos todos igual, o distintos, pero con ropas hechas por viejas y exquisitas modistas.
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Pereza. No puedo moverme y está mal. Así, sin mucha sofisticación: mal. He abandonado a los amigos, me ha deglutido la soledad. No hago nada por el otro, no me cocino, vivo con la certeza de que voy a estar en esta tierra unos pocos años, pero pierdo el tiempo como si contara con la eternidad. Hacer cosas. Sí, hacer cosas. Es cristiano, sacrificial, lo que quieras, pero salva. De la rutina, la repetición, el abandono de sí. Cosas nimias, grandes, pendientes, olvidadas. Colgar esas muletas y nadar rompiéndose los brazos en esta piscina de cemento. La pereza congela el alma, lleva hasta un estado en el que parece que una banda de sicarios nos cortaron la lengua. Voy a limpiar toda la casa, ver a amigos, escribir otra novela, jamás echar éscaras. La pereza es la paja eterna del que renunció al amor o al sexo y nunca eyacula viendo una película porno.
Ira. Un libro que tengo en mente y del que sólo he escrito diez páginas. Seré lapidario conmigo y con el mundo, con mis padres, con todo lo que me rodea, pero la última página será una declaración de amor, otra vez una declaración de amor; un romántico entre amores inconclusos. ¿Y la ira del mundo? ¿La instalada? Me lo enseñó una amiga, hace años, cuando me contó de la psiconalista que la espabiló con una sola frase, que era pregunta y afirmación y el reverso de la ira: “¿Vos sentís culpa por el hambre del mundo?”. Sí, la sentimos, pero también nos perdonamos. Y queremos a los que tenemos cerca.
Envidia. Me voy a curar de los viajes que no pude hacer; de los padres de mis amigos como progenitores deseados; del mundo que creí merecer. Quise esos zapatos, no los tuve; quise estudiar dos idiomas, sólo manejo uno; veo a otros besarse, los festejaré. Y, en verdad, hace años que no envidio a nadie. Tengo lo que busqué, soy el hombre que se hizo. Voy a agradecer las cenas, el amor no correspondido, el que siempre corresponde. ¿La envidia hacia mí? Les diré que son pavadas. Invitaré a alguno de ellos a beber y a comer, y les contaré que los dos somos criaturas echadas al infinito, y que esta página no es más que el preámbulo de esa soledad que a todos nos llega, o el pretexto para no morir. Por lo demás, puedo compartir mis trastos.
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Soberbia/orgullo. La forma laica: disculpas. La forma emparentada con la culpa y toda la liturgia cristiana: perdón. Me creeré lo suficiente como para alimentar en el otro su virtud, su bondad. Me meteré por la boca, hasta ahogarme, todas las injurias cometidas, las de verdad, las que hirieron al amor. Salvarnos de la altanería, la de todos, el niño creído, el hombre que va por la vida con el orgullo de tres tarjetas de crédito, el que enseña desde el altar. Aceptar el consejo, el taxi de vuelta, la plata prestada, el colchón tirado en el piso. Y dar otro tanto.
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El octavo pecado. No sirve de nada refregarse el cuerpo en la ducha, como después de esos sexos en los que nos sentimos jediondos, si no rezamos por nosotros, los verdaderos culpables de esa laicidad inmunda que nos exige y grita que cambiemos los nombres de las cosas pero manteniendo algunos sentimientos intactos. El que esté libre de pecado que tire la primera piedra.