Los ciclistas iban y venían por 8 de Octubre a los costados del tranvía. Todos los tranvías son conducidos aquí por inmigrantes eslavos, recién llegados a la tierra de las oportunidades y de la paz. Los eslavos llegan como el resto de los inmigrantes: cruzan en balsa el Atlántico o el Pacífico, luego atraviesan montañas y selvas para establecerse definitivamente en Precariópolis, sin ningún trámite, gracias a la Ley de Inclusión Automática de Inmigrantes que atrae a todos los refugiados del planeta.
Ahora vengo de la Biblioteca Bizantina, una de las 150 bibliotecas de Precariópolis, un poco confundido por mi último hallazgo. Trato de ordenar las carpetas sin nombre de mi cabeza, pero en ese momento la ciclovía se separa de los rieles del tranvía y se ensancha y empieza a abrirse en una curva amplia que rodea a la Gran Estación de Trenes del Este, que va desde Tres Cruces hasta Las Delicias por la línea A. (Desde Las Delicias se abren la línea W, que llega a los Grandes Bosques Guaraníes, y la X, a Camarada Cazuza, ciudad balnearia toda hecha de canales y de islas al borde de Laguna Merín).
Es difícil seguir pedaleando sin distraerme al ver el diseño de la estación, una oruga gigante de hierro en el momento de encogerse, la gente entrando y saliendo con ropas de todos los colores, como un estallido en cámara lenta que no termina nunca.
Entro a la grácil circunvalación que va recibiendo a otros ciclistas y a otros tranvías de colores salvajes y tenues y gastados y saturados y esfumados que se van acercando a la estación y se van desviando levemente hacia allí, pero sin tocarla, siguiendo de largo en otra dirección, como partículas al pasar junto a un atractor.
En esa larga curva, contra las nubes infladas y nítidas que dejan entrever el cielo azul de la primavera, intento descubrir alguna escultura nueva en el Gran Jardín de Esculturas Nuevas.
Desde el norte, la serie de monumentos gigantes de indios y gauchos a caballo, más de 30, viene galopando desde el parque al costado de Bulevar saliendo de entre los eucaliptos gigantes. Cada estatua está pintada con los colores de cada prenda, de cada pluma, de cada vincha, bota y espuela por el escultor anónimo, que fue preciso en mezclar indios y gauchos como dos tipos humanos por momentos iguales, por momentos distintos. Y ese estallido de movimiento y policromía me emociona (me pasa siempre) y sigo la curva hasta quedar enfrentado al sur con los otros ciclistas que vienen conmigo más los otros que siguen llegando.
Desde el cielo, la circunvalación se aprecia claramente como un ojo abierto con iris y pupila donde la estación de tren titila al sol como el brillo de una córnea.
Al quedar mirando al sur, puedo ver, sobre el borde de la circunvalación, las estatuas nuevas que estaba buscando: tres réplicas del David, puestas paralelas mirando para el mismo lado, pintadas en distintas variaciones de verde que vibran inusitadamente contra el rosado de lapachos florecidos todo el año. Me gustan, ojalá las dejen un buen tiempo.
Al seguir, me interno de lleno en el parque de esculturas, entre ibirapitás y antiguos buses enterrados de punta manteniendo distancias semejantes, inclinados en distintas direcciones, como dólmenes, como dejados caer desde el cielo por un artista que previamente los oxidó con paciencia y con procesos químicos para obtener el carácter prehistórico y mineral de aquellos vehículos gigantes y ridículos que imagino circular cansinamente cuando Precariópolis era otra y otra y otra y que ya nadie alcanza a concebir.
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Al llegar a Estación Obelisco, me detengo junto a un banco largo y curvo, con algo de almeja, donde una pareja adolescente se ríe y conversa en una punta mientras yo me siento en la otra. Y voy buscando, con mis dedos internos, algún dato entre todos los pensamientos importantes e intrascendentes que ocupan por igual mis carpetas mentales. ¿Me tomo el Metro? ¿Sigo en bici hasta la Recreativa Sur? ¿De qué hablan los pibes? ¿Quién escribió el documento que encontré en la Bizantina?
Entonces aparecen aquellas otras preguntas que no me dejan tranquilo, que van eligiendo una de las carpetas -un poco asomada del resto- y que nadie sabe responder. ¿Por qué se llama así: Precariópolis? ¿Por qué nadie conoce el origen de su nombre? ¿Por qué evoca algo tan distinto a esta ciudad perfecta?
Los pibes del banco hablan de una novela para pibes, que me gustaría leer o haber leído cuando era pibe. La anécdota es buena y refiere a Precariópolis, porque la ciudad tiene historias innumerables que se reparten entre sus libros nuevos y viejos, entre generaciones, entre bares abiertos y librerías y bibliotecas antiguas y modernas. La novela cuenta una historia de amor cómica y no correspondida entre dos seres multisexuados que buscan en el otro el único sexo que el otro no tiene.
Entonces empiezo a leer el extraño documento que encontré en la Bizantina y que traigo escaneado en el cerebro, en la carpeta mental nueva que nombro “Revelación Precariópolis”. Puedo comprender algunas cosas, pero en su mayoría no entiendo nada.
Decreto 735. Bidrio aumado
Apartir de aora y por lo tanto para siempre keda proibida la circulasión de beículo de toda espesie que yebe lo bidrio aumado porque es imposible que locondutore se miren losojo y losojo de lopeatone y viseversa de tal forma poder saber kestá por hacer locondutore y lopeatone por igual. por lo tanto se decreta con carater desencialidá que al prósimo auto que yebe bidrio aumado se proseda según este decreto a meterle un palo en elojete a locondutore que se lo tiene bien meresido.
Parecía castellano... sin embargo, no podía comprender el significado cabal, la sintaxis era ligeramante distinta, las concordancias inciertas, el vocabulario entre familiar e ignoto. ¿Beículo? Podría tratarse de una peligrosa especie animal, finalmente extinta por los antiguos habitantes, pero, ¿cuál habría sido su peligro? ¿Proibida? Sería una forma de retribución o un estado de gracia, a lo mejor un premio. Comprendía la fusión de artículo y sustantivo, pero entonces ¿elojete refería a un ojo pequeño? Quizá los habitantes originales de Precariópolis tenían los ojos más pequeños. Pero si eran normales para ellos, ¿por qué nombrarlos así?
Este primer documento me impulsaba a seguir recorriendo las bibliotecas de Precariópolis en busca de las respuestas que iban imprimiendo, con imágenes volátiles y superpuestas, todas mis circunvoluciones cerebrales.
Absorto por el esfuerzo interpretativo, decido finalmente no tomar el Metro y seguir en bici a la Recreativa Sur. No quería llegar tan rápido a casa. Además, necesitaba seguir rumiando mis interpretaciones. Los acantilados del Parque Rodó podían ofrecerme perspectivas nuevas en toda su amplitud panorámica.
Al pasar frente al Hospital Pereira veo una familia enorme de la nación tupí, que sale del hospital por la escalinata principal con un nuevo integrante diminuto en los brazos de su madre estilizada y decorada con pieles y plumas doradas y verdes, mientras el resto de la familia la rodea con risas y lágrimas y plumas plateadas y verdes.
El tranvía se detiene lentamente y el conductor eslavo abre todas las puertas y todos suben y ocupan todos los asientos cantando y aplaudiendo canciones tupíes -sincopadas y alegres- hasta que dejo de escucharlos.
(Continuará).