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Foto: Pablo Nogueira

Tantos calibres

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Qué difícil sacarle el cuerpo a la realidad, a los datos como dagas, a lo que ya por consabido no queremos decir más, ese asunto irresoluble: la muerte dada por voluntad propia. Nos seguimos matando. Matando a cara de perro, porque sentimos que la vida ya no vale ni un minuto, por desesperación, por angustias de tantos calibres.

El asunto ahora no versa en la decisión absoluta sobre el destino de nuestros huesos y la conciencia cierta de que uno no quiere vivir más. Aunque también sobre eso podría decirse. El viejo tema del más radical y manifiesto acto de libertad (le pese a quien le pese y le duela a quien le duela) del que es capaz un individuo. Muerte por mano propia del propio cuerpo. Silencio, respeto.

¿Inevitabilidad de esa muerte? Pregunta que jamás podrá ser contestada.

A veces motivos sobran y a veces faltan. ¿Para quién? No sabemos, porque salvo extrema carta, el suicidado se lleva consigo todas las respuestas y nos deja limpiando su sangre, tramitando cajones y entierros, llorando lo que podríamos o no haber hecho, la duda más extensa, el sinsentido totalizante cuando suponemos que el que dejó de existir violó todo pedido de auxilio, toda convención sobre las posibilidades de la existencia, alguna salida, otro ambiente, una terapia radical, la espera de un día mejor, mañana, que lo insertara de pronto en las correntadas de la vida o lo situara en el manejo de su tristeza profunda, por más irremediable que pareciera.

Podemos especular ad infinitum (jamás voy a anotar que los amigos, que la familia, que los hijos, que el egoísmo ante el dolor de los que quedan: qué insensibilidad ante el suplicio ajeno) sobre todo aquello que en verdad no pudimos hacer. Podemos intentar paliar la ausencia de otro, y castigarnos, con una presencia que no supimos sostener, que no supimos mantener presente. Pero todo esto sigue siendo lo que pudo ser, no lo que es.

Yo creo que sí, y me meto en terreno de mil balas, que hay miles que simplemente no soportan la vida que llevan, la que heredaron, la que proyectan. Y que no todo es un asunto del adentro: no sólo se desea morir por melancolía extrema o por asuntos encarnados (presentes o pasados) en las profundidades de lo insondable, sino que también por todo el afuera, ese insoportable llamado mundo. Hay algunos que no pueden tolerarlo y son heridos baldosa tras baldosa, esos a los que las imágenes de este mundo los enferman hasta dejarse morir o matarse. Y también hay otros que nacieron heridos, de una herida tan inasible que no hay palabra ni psicoanálisis ni amor ni bienestar que los salve, que los retenga ante un universo que ven, piensan y sienten horriblemente inhabitable. Debe haber cientos o miles, seguro, que no fueron agarrados a tiempo, aunque tampoco nadie puede asegurarlo, porque en definitiva ya decidieron irse y no hay espectros de ellos que vengan a decirnos si era posible esa captura de sus vidas. Pero sí, uno intuye que algunos podrían haber sido agarrados a tiempo (y vuelvo: ¿o sujetados por un tiempo más?) por algo o alguien, otros vínculos, otra atmósfera, ¿medicamentos, internación?

◆ ◆ ◆

Nada sabemos pero seguimos acá, en este país, con esa pregunta y esa realidad que aumentan, esas cifras que crecen, esas vidas de todas las edades y las clases sociales que muestran a un país con una de las tasas más altas de suicidios del mundo. Un dato repetido. Ya lo sabemos.

Rocha y su pueblo Castillos. Ya lo sabemos. El Uruguay, su grisura, su tristeza congénita, su andar siempre a tientas, su no future. Uruguay y su pueblo laico, agnóstico o ateo. Ya lo sabemos. Nada, ni una puta mierda en que creer, aunque hace décadas había una fe ciega en las instituciones. Y todo lo ya sabido.

Hace unos días se dieron a conocer esas dos variables que todo el mundo -no sin razón- comenzó a asociar: altas tasas de suicidio en aumento junto a una sociedad sin creencias religiosas. Y ya se sabe, otra vez, que la fe alivia el malestar de espíritu, que da motivos (lo enajena, dirán los ateos, los agnósticos, los laicos). También los da para la muerte. Cuando reprime hasta la asfixia, por ejemplo; cuando Dios nos ha abandonado.

En estos días, también, el Ministerio de Salud Pública instrumentará una línea de auxilio o socorro las 24 horas. Algo es algo y ya se sabe (aunque hasta ahora parecía no saberse) que a veces el impulso de muerte puede ocurrir una vez o dos y que quizá una escucha a tiempo, una ambulancia, dos pastillas, un cable a tierra, algo que viene de afuera puede calmar el adentro, sosegarlo, ponerlo en otro sitio.

Sabemos de cifras, y nunca sabremos de los motivos de los suicidas (ya lo cantó el Darno: “No maldigas del alma que se ausenta / dejando la memoria del suicida. / ¿Quién sabe qué oleajes, / qué tormentas / lo alejaron de las playas de la vida?”).

¿Entonces renunciamos y aceptamos de una vez y para siempre que quizá seamos más sanos si fumamos menos, aunque nunca sepamos por qué se mató a los 89 años la madre de una amiga, a los 17 un adolescente supuestamente integrado (o perdido en sí mismo) de Castillos y el hombre de 30 años exitoso y triste de Montevideo? ¿Nos entregamos a que ya no es sólo un pueblo de borrachos sino también uno de suicidas, y ya no más, nada que hacerle?

Es que cuando muere una víctima de cáncer, más o menos tenemos la certeza de la causa (aunque habría que indagar tantas causas sin certezas, tantos cánceres de angustia), pero cuando se mata uno más, casi que sólo tenemos la cifra en aumento, la estadística, este matadero.

Allí no hubo almas sufrientes, frustraciones cósmicas, mundo delirio, violencia soterrada, pueblos de mierda (quiero decirlo y repetirlo: pueblos de mierda) que nada ofrecen, ni a los jóvenes ni a los viejos. Y Montevideo, que mal que nos pese y por más ochentoso que suene, sigue agonizando, aunque tenga esos ataques de ciudad en la que se hace la festiva y campante, la bella del Plata, la desentendida de todo.

No puedo ser deshonesto. No puedo mentir. Estoy vivo, es claro, no es un espectro ni un holograma el que escribe. Pero muchas veces en mi vida me ha acompañado el deseo de muerte (los lectores que digan “a mí nunca”, por favor, dejen de leerme); ese demonio en el pecho que no deja de respirar furioso o abúlico; todas esas imágenes del mundo que traen el convencimiento absoluto de que nos rodea la Parca; esta tensión de decenas de años entre entregarse o vivir. La tristeza de niño y adolescente heridos; la de hombre de lucidez insoportable. No por luminaria. La lucidez (la insoportable) es otra cosa: sentir dolor y no poder remediarlo. Hacerlo palabra, inteligencia, acto anverso, creativo, y no poder remediarlo. Librar una batalla con la vida y haber descubierto que no hay sentido ni trayecto ni destino. Y a cada cual sus motivos y sus demonios. Pero eso, todo eso, saber de sí, podría traer alivio, olvido, aceptación. De ese animal interno que corroe y de esa animalidad que nos rodea. ¿Y qué? ¿Ahora voy a dar un consejo? No, sólo sé que tenemos que decir o hacer decir las ganas de morirse, los motivos. Y si es posible y antes de irnos para siempre, dejar cartas. Este país precisa escribirse. Aunque sea con la letra de sus muertos.

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