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Egidio Arévalo Ríos, de Uruguay, y Ramiro Funes Mori, de Argentina, ayer, en el estadio Malvinas Argentinas. Foto: Juan Mabromata, Afp

En la pelea

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Argentina derrotó 1-0 a Uruguay en Mendoza.

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Con un gol inesperado, de rebote, de Lionel Messi, Argentina le ganó y bien a Uruguay 1-0 anoche en Mendoza y se encaramó en el liderazgo de las Eliminatorias mundialistas que seguirán el martes, día en que los celestes recibirán a Paraguay en el Centenario.

No hay frontera para lo justo o injusto en el fútbol, para el estuvo bien o estuvo mal, el casi casi, el no se podía. Argentina con Messi, la localía y esa ventaja inesperada al final del primer tiempo sostuvo, aun en inferioridad numérica durante todo un tiempo, una victoria fundamental para el elenco dirigido por primera vez por Edgardo Bauza. En esa remada infernal que representan las Eliminatorias, Uruguay quedó segundo después de un partido duro, fiero, tenso y tal vez interesante para aquellos que no ven prendas en el juego.

Siempre así. Esto ha sido siempre así. Desde aquellos partidos en La Blanqueada, desde cuando se jugó en los campos de la Sociedad Argentina, desde el 15 de agosto de 1910, cuando apareció por primera vez y para siempre jamás la celeste, como aquel partido que en 1916 dio a Uruguay el primer título continental de la historia del fútbol, como aquellos de 1928, como la primera final del Mundo en 1930, como en Santa Beatriz en 1935, como cuando en este mismo estadio mendocino Messi decidió el triunfo de los albicelestes.

Son, somos, la historia misma del fútbol, y cada partido entre uruguayos y argentinos tiene ese componente de tensión, emoción, expectativa, nervios, placeres, frustraciones y el inevitable después qué, de nosotros, los que estamos del otro lado de la línea de cal, y de los jugadores, los técnicos, los que tienen la concesión del alma del fútbol.

Los dedos helados, el corazón caliente y las ganas de ser un humilde Homero de estos tiempos que pueda recrear la maravilla de lo que uno vive, con todos los datos cargados en la vida como para decodificar claramente de qué se trata todo esto, que hasta el pitazo final es único e irrepetible.

Los 1.500 uruguayos que llegaron no se sabe cómo hasta Mendoza lo saben. Lo disfrutan, lo sufren, lo viven y creen empujar por 11, pero están empujando por tres millones que, detrás de televisores propios y ajenos, patalean, gritan, califican y descalifican, entre ritos paganos que ponen al límite el concepto de la irracionalidad.

Dentro de la cancha es todo al revés y prima lo pensado, lo estructurado, lo planificado. Uruguay se plantó muy bien en los primeros minutos, y eso motivó un juego parejo y seguro de los celestes, sin firuletes ni tecnicismos, pero con la certeza de estar haciendo lo que tenían que hacer.

Hubo un robo de Luis Suárez que generó peligro contra el arco de Sergio Romero, y una escapada de Messi cortada con falta cerca del área que prendió la alarma para Fernando Muslera. Después cambió el ritmo del juego y el dominio pasó a ser netamente argentino, con un gran despliegue de Messi y los suyos. Aquello era pura tensión, pura intensidad. Uruguay dejaba la pelota en pies argentinos hasta poco más de la media cancha, en una forma riesgosa de controlar el juego. Si no pasaba por Messi seguramente se desbarataba la posesión, pero cuando Lio la tomaba, ahí había problemas. La otra situación inconveniente era la rápida pérdida de la pelota de los celestes, lo que habilitaba permanentes bolas extras de los argentinos. Todo tranqui hasta que, en la media hora, una bocha perdida en tres cuartos de cancha uruguaya permitió un zurdazo terrible de Paulo Dybala que dio en el caño izquierdo de Muslera y en su espalda, en una carambola que pudo haber sido letal. La generosidad con la que se mueven los uruguayos en la cancha es extraordinaria, difícil de narrar. Los ves para aquí y para allá con sus camisetas empapadas, yendo una y otra vez al piso, y quedás lleno.

Ya se terminaba el primer tiempo, al menos eso creíamos, cuando esta vez por un rebote, Messi se hizo de la pelota, regateó, avanzó y sacudió su zurda, que, interceptada por un rebote en José María Giménez, tomó destino de gol. Iban 42 minutos y evidentemente no terminaba la primera parte, porque en esos tres minutos posteriores Uruguay tuvo el empate dos veces y además Dybala vio su segunda amarilla y debió irse expulsado.

¡Vamo’ arriba!

La segunda parte arrancó como uno se imaginaba: con los uruguayos buscando el empate, mediante un par de corridas de Luisito que no tuvieron el final feliz que él auguraba. Sin demasiada conexión, pero como si fuese rugby, Uruguay ganaba metros en campo contrario.

No duró demasiado ese intento de repechada de los uruguayos, porque su falta de conexión desgastó las escasas posibilidades de ataque. Una amarilla para Nicolás Lodeiro, sumada a su floja noche con la pelota, promovieron su sustitución por el Cebolla Cristian Rodríguez.

Con más campo, porque Argentina se abroqueló, pero sin ningún pajarito gambeteador que permitiese inventar áreas de peligro, el elenco de Tabárez quedó en una latencia atrofiada por la ausencia de jugadas armadas. Con Gastón Ramírez en la cancha -entró por Carlos Sánchez- se habilitó un canal más de posibles combinaciones, pero siguió siendo Luis Suárez, realmente un fuera de serie, el promotor de las acciones de peligro celestes.

No salió, no se pudo, no hubo con qué. Hay que seguir. Estuvimos lejos, estuvimos cerca. Pero hay que seguir.

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