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Críticos y conservadores

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Quizá sea el momento de promover un reencuentro educativo entre las diferentes voces que desde hace décadas vienen participando en debates y pugnas políticas respecto de la educación. Pondría como condición sustancial para ello que todos tuviéramos una mirada crítica respecto de nuestras propias visiones. Una suerte de tregua y escucha sin creer que uno la tiene tan clara o que su postura es la más principista o pura. Dar un lugar para escuchar y ver: ¿qué tienen para aportar las miradas “externas” más críticas?, ¿no será tiempo de escuchar un poco lo que tienen de experiencia los actores y dejar de pensar que son corporativistas?

Por cierto, esta premisa parte de una convicción: la educación no se reforma sólo desde los educadores, pero no se puede reformar de veras sin su participación. Y es fundamental pensar propuestas atadas a la realidad uruguaya que, sin dejar de soñar y proyectar escenarios promisorios y de avance –tomando espejos internacionales sin aspirar a calcarlos–, tengan una cimentación realista en las condiciones históricas que vive nuestra enseñanza, que incluyan a las diferentes partes, y no las vean como la causa de los problemas.

Habrá que evitar las protestas negativas a priori y el atrincheramiento conservador. Así será posible encarar un congreso de educación constructivo y reformador. A los técnicos y demás agentes de opinión no docentes les pido que “bajen un cambio” en la generalización negativa sobre la docencia y su práctica. A los docentes, una actitud de apertura ante los insumos y las orientaciones que, aunque vengan “desde afuera”, puedan servir como guía para síntesis superadoras –mejores praxis al fin– en pos de una renovación vital y necesaria. Dicho en términos deportivos: ni está todo mal ni todo debe seguir como está.

Es probable que este camino del medio parezca poco energizante. Supongo más fácil encontrar fuerzas en el voluntarismo del poner una bomba y cambiarlo todo o en la contracara del aguante y resistencia. Pero tengo la impresión de que tal polarización de las sensibilidades no ha dado resultados satisfactorios y que nos encontramos en un impasse histórico, fruto de una crisis de crecimiento del sistema y de los cambios generacionales, sociales y culturales, desde los que resulta necesario reconstruir para poder encontrarnos todos los que de veras queremos cambios positivos para la educación.

Relato

Si se mira en perspectiva histórica, la educación uruguaya tiene una larga tradición institucional de integración republicana, formación de ciudadanos e interacción entre sectores sociales diversos. Dicho marco global se cumple cabalmente para inicial y primaria, pero ha tenido cambios importantes en secundaria.

Es importante recordar que en los años 70 del siglo pasado los liceos de Montevideo no superaban la treintena y que los caminos para salir adelante de la mayoría de los adolescentes del país no pasaban por allí ni por la motivación de tener estudios terciarios. La sociedad asumía con naturalidad que muchos jóvenes trabajaran o estudiaran oficios –con la negativa percepción general que de esto se tenía en ámbitos académicos– y los liceos eran concebidos como preparatorios de la universidad. Más allá de añoranzas idealizadas, no es de recibo afirmar que, en la actualidad, los liceos son menos inclusivos que antes.

El autoritarismo educativo de la dictadura barrió con la autonomía de secundaria –utilizando una ley centralizadora elaborada en el ocaso democrático– y destruyó proyectos de reforma republicana con la dramática caza de brujas -persecución y destitucionesque empobreció al profesorado.

Uruguay no estaba hiperintegrado en secundaria en el siglo XX, y la dictadura dio duros golpes al marco general republicano de aquel sistema –menos potente que el de primaria–. Por lo tanto, la nueva democracia enfrentó el doble desafío de, con escaso presupuesto, recuperar lo perdido y abrir sus puertas en un contexto de mayores demandas sociales. Y creo que aquí tenemos uno de los nudos más difíciles de desatar. Mientras se intentaba restaurar el viejo liceo de la democracia predictatorial –con sus programas, docentes, materias y exámenes y su sentido preuniversitario–, por sus puertas iban ingresando nuevos estudiantes, que ya no estaban tan seguros de querer que el liceo les diera eso. Para los docentes tampoco era fácil lidiar con tanta diversidad cultural y social, para la que no estaban preparados ni profesional ni presupuestalmente.

Insisto con recordar algunos datos: la obligatoriedad del ciclo básico se estableció en los 90 y la del bachillerato recién en los 2000. Pero para dar clases en secundaria ¡no es necesario tener título aún! Y el escalafón docente carece de un sistema de concursos y acreditación académica todavía. Quizá sean datos obvios, pero a veces se habla de crisis o desastre como si antes todo hubiera estado cubierto –¡ni legalmente lo estaba!– y marchando sobre ruedas y de golpe nos hubiéramos dado cuenta de que había jóvenes que no estudiaban o no resolvían bien una prueba y de que había profesores que no estaban preparados para enseñar. Hay algo de trampa al solitario en esto de echar la culpa de los “malos resultados” y los “fracasos escolares” a la estructura de la educación sin analizar primero qué debilidades presentaba esta estructura para encarar una tarea democratizadora y de inclusión real.

Y no alcanza con mayor presupuesto: es un tema de diseño de las políticas educativas, de renovación de las carreras docentes y de pedagogía cultural con respecto a los medios masivos y las familias sobre los sentidos de la educación.

Los retos

El desafío está en encontrar las puntas para desatar el nudo. Venimos de un intento fallido en los 90, pero acumulamos una década de mejor y mayor –aunque insuficiente) inversión en educación. Tenemos más liceos –aunque falten– y más docentes –que ganan mejor aunque estén lejos de profesionalizarse–. Hay más jóvenes en los centros. Y la mayoría de los profesores y los estudiantes quiere tener una experiencia formativa satisfactoria en su paso por la enseñanza.

Parece un momento propicio para apostar por un sistema maduro, que, desde la profesionalización y la participación de los docentes y las familias, pueda construir nuevos sentidos de cara al siglo XXI. Los profesores deberíamos asumir un rol menos cerrado en lo disciplinar, reconstruir el rol como educadores en general y aportar al fortalecimiento de la identidad de los centros liceales. Para ello, los liceos deberían tener autonomía de gestión, personal estable y bien pago, con dinámicas de coordinación y evaluación profesional acordes que, al mismo tiempo que mejoraran su condición laboral, permitieran exigir la contrapartida a los estudiantes y a las familias que reciben su trabajo. Con mayor inversión y cambiando la mala consigna del ADN, creo que es posible.

En vez de pensar en cambiar el ADN de secundaria, analicemos su historia clínica: tiene debilidades, crisis, problemas que la desbordan, pero también fortalezas desde donde construir. La formación didáctica de los profesores en Uruguay es mejor que la de la mayoría de los profesorados del mundo. Pero su recorrido laboral impide que esta se desarrolle en todo su potencial en virtud del cruce temporal y cultural entre el viejo liceo y las nuevas demandas. Reconfigurar los liceos en centros participativos, donde los profesores pudieran tomar decisiones en claustros pedagógicos abiertos bajo una propuesta general abierta, donde pudieran ser educadores de centro con posibilidades de reconocimiento profesional, sería una oportunidad única para que aquella buena formación didáctica se institucionalizara en múltiples caminos de creatividad educativa adaptada al siglo XXI.

Esto, en parte, ya existe, pues muchos docentes, sin que nadie los mande, coordinan, hacen proyectos, planifican con practicantes -aunque por ello se paga casi nada-. Pero es cierto que el sistema parece no verlos, y se siguen contando horas de clase dictadas y número de alumnos promovidos.

El nuevo diseño debe consultar a los profesores, y no quemarlos. Debe revisar con ellos cuánto del viejo liceo debemos abandonar, sin que signifique perder identidad como educadores, con el compromiso de que, una vez iniciado el cambio, todos debemos demostrar periódicamente nuestro compromiso por medio de un sistema de evaluación y concursos profesional y exigente, con reglas claras de cara a una democratización real de la secundaria para el futuro.

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