Buenos días. Les comento algunas noticias que pueden leer hoy en la diaria.
José Luis Alonso era integrante del directorio de Ancap y de Cabildo Abierto (CA), pero ayer renunció al cargo y parece probable que también se aleje del partido. El motivo es que, cuando el presidente Luis Lacalle Pou resolvió que Irene Moreira dejara de ser ministra de Vivienda y Ordenamiento Territorial, Guido Manini Ríos lo cuestionó y Alonso dijo a El País que correspondía acatar la decisión presidencial.
Esto le valió a Alonso cuestionamientos por dos motivos muy distintos. Unos alegaron que había violado la Constitución, donde dice que los directores de la administración descentralizada y muchas otras personas (entre ellas, policías, militares y jueces) deben abstenerse de cualquier “acto público o privado de carácter político, salvo el voto”. Otros se enfurecieron porque Alonso se puso del lado de Lacalle Pou contra Manini. Las dos cosas merecen ser discutidas.
Se puede interpretar sanamente que lo que la Constitución prohíbe a quienes ocupan determinados cargos son las actividades partidarias de tipo electoral, y es obvio que Alonso no las realizó, pero también es posible tomar la referencia a lo político en un sentido más amplio. Muchos han caminado por esa cornisa sin caerse, y hace menos de dos años, por ejemplo, la nacionalista Analía Piñeyrúa, integrante de la Corte Electoral, criticó duramente la campaña por el referéndum contra la Ley de Urgente Consideración, pero siguió en su cargo.
Por otra parte, es quizá mucho más interesante poner en tela de juicio la idea de que Alonso era un representante de CA en Ancap, y que por lo tanto debía renunciar al perder respaldo en su partido.
Cuando la Constitución se refiere a la designación de autoridades de los entes autónomos y servicios descentralizados, dice que le corresponde designarlos al presidente de la República, en acuerdo con el Consejo de Ministros y con autorización del Senado, en función de “condiciones personales, funcionales y técnicas”. No hay mención alguna a filiaciones partidarias o sectoriales, y tampoco a que deban existir mayorías oficialistas en los directorios.
Esto parece basarse en el criterio (bastante ingenuo, en el mejor de los casos) de que definir orientaciones para la educación pública, los servicios estatales de salud, los puertos, las telecomunicaciones, la colonización o la cuestión muy actual del suministro de agua potable depende puramente de criterios técnicos. Que no es así resulta muy evidente.
Los partidos a menudo prometen cubrir estos y otros altos cargos con “las personas más capaces” sin tener en cuenta a quién votan, pero muy rara vez lo hacen, e incluso designan con frecuencia a dirigentes que poco o nada saben sobre los asuntos que se les encomiendan, a veces como un “premio consuelo” si no lograron ingresar al Parlamento, a veces con la intención de que logren visibilidad y prestigio, y a veces simplemente porque pueden.
Hay argumentos para que cada partido prefiera a personas de confianza y afines a los lineamientos que impulsa, pero es indudable la necesidad de que cuenten con conocimientos y experiencia de gestión. Lo indeseable es que la Constitución vaya por un carril y la práctica por otro.
Hasta mañana.