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Calorímetro del acelerador de partículas del CERN. Foto CERN

La regla de Bayes, segunda parte: ¿podemos llegar a acuerdos?

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Editar

En la primera parte de este artículo presentamos el teorema de Bayes, una regla para actualizar nuestras creencias, una vez que obtenemos nueva evidencia.

En términos coloquiales Bayes nos propone: a) comiencen asignando alguna probabilidad a sus creencias respecto de la ocurrencia de un evento. Cómo obtienen esta probabilidad inicial no es relevante. Puede ser el resultado de considerar las apariciones pasadas del evento (frecuencia), de consultar una opinión experta o de una simple corazonada. Tampoco es necesario que coincidan respecto del valor de esa probabilidad inicial, siempre que no sea ni cero ni uno; b) obtengan evidencia (también probable) acerca de la ocurrencia o no ocurrencia del evento; c) ajusten la probabilidad inicial de su creencia teniendo a la vista la probabilidad de la nueva evidencia, utilizando mi teorema; d) vuelvan a recoger evidencia. Y continúen ajustando así la probabilidad de su creencia.

En tanto el enfoque bayesiano no requiere que comencemos con el mismo grado de creencia, se ofrece como un método para llegar a acuerdos. Ian Hacking, en su obra An Introduction to Probability and Inductive Logic, lo presenta del siguiente modo: “Si dos personas comienzan con grados divergentes de creencias, y concuerdan únicamente en que es posible, entonces, a pesar de que su probabilidad previa puede ser diferente, con una mayor evidencia ellos tenderán a converger en sus grados de creencias posteriores a la evidencia”.

Se trata de una posibilidad estupenda. Y lo es más cuando observamos que hacemos eso todo el tiempo, sin necesidad de recurrir a las matemáticas. Consideremos con más detalle esta última afirmación.

Bayes doméstico

Hace cosa de un mes, me encontraba tomando un examen en mi facultad. Hasta el instante anterior al primer suceso que en seguida relataré, no había pensado acerca de qué probabilidad le asignaba a la ocurrencia de un incendio en el edificio donde me encontraba. Y apuesto a que tampoco lo habían hecho las demás personas que estaban en él. Pero seguramente era para todos muy baja, ya que el ambiente era distendido.

En determinado momento comenzaron a sonar las alarmas de incendio. Accedimos, de un modo de lo más estruendoso, a una evidencia que nos llevó a ajustar nuestra creencia a priori acerca de la ocurrencia de un incendio. La activación de las alarmas no es certeza de tal evento. Algunas veces se activan por error, otras, por incidentes localizados, otras, porque se está probando su funcionamiento. Creo que en algún sentido todos teníamos cierta idea acerca de la probabilidad de esta evidencia, por lo que salimos como coordinados de los salones, pero no corriendo con la intención de abandonar lo más pronto posible el edificio.

Al llegar a los corredores sentimos olor a pólvora quemada. Accedimos a una nueva evidencia favorable a la hipótesis de un incendio. Pero también era una evidencia probable. Lo cierto es que nuestra preocupación aumentó, ya que la probabilidad de que ocurra un incendio dado que sonaron las alarmas de incendio y dado que huele a pólvora quemada resultó más alta que sólo con la primera evidencia. Y claramente mucho más alta que si no hubiera sucedido ninguna de las dos cosas. Nos fuimos aproximando, entonces, a las escaleras. Pero no nos precipitamos hacia ellas.

Supongo que fue así porque obtuvimos otras evidencias contrarias a la probabilidad de un incendio. No observamos humo, las alarmas de incendio dejaron de sonar, no vimos movimientos de personas en los pisos inferiores ni superiores, y otras tantas cosas.

En ese momento un funcionario nos informó desde la planta baja con voz fuerte (el diseño del edificio de nuestra facultad permite ese tipo de comunicaciones) que nos despreocupáramos. Celebrando la graduación de un estudiante en la vereda, alguien había encendido una bengala, que ingresó al hall por una ventana. Se había extinguido en el momento, sin causar daños.

Actuamos a diario teniendo en mente probabilidades subjetivas de que ocurran eventos. Y las actualizamos conforme suceden cosas. Somos buenos razonando de modo bayesiano y no necesitamos recurrir a cálculos complejos.

La virtud del teorema de Bayes es formalizar matemáticamente ese modo de operar con creencias y evidencias, para permitirnos llegar a conclusiones en términos de probabilidades cuantificables.

Esto es especialmente útil cuando de lo que se trata no es de mis creencias, sino de nuestras creencias. Tratar así el problema nos ayuda a llegar a acuerdos en una comunidad. En empresas colectivas –como la ciencia, por ejemplo– la cuestión no es tanto cuánto confía cada uno en sus creencias respecto del funcionamiento del mundo, sino cómo podemos llegar progresivamente a acuerdos respecto de nuestras creencias acerca de eso.

Algunas veces no lo conseguimos en la vida cotidiana. Somos buenos ajustando nuestras creencias a priori respecto de la ocurrencia de un incendio en un edificio, pero no hemos demostrado igual habilidad respecto del cambio climático o la importancia de vacunarse para detener la actual pandemia de SARS-CoV-2. ¿Por qué respecto de estas y otras cuestiones no logramos jugar con Bayes? Como vimos, lo único que se requiere es partir de algún grado de creencia sobre la ocurrencia de un evento e incorporar la probabilidad de la evidencia disponible, para ajustar lo primero. Justamente estos dos requisitos, que pueden parecer de lo más simples, son los que no conseguimos en algunos casos.

Estar dispuestos a creer

La cita de Ian Hacking transcrita al inicio del artículo destaca que el enfoque bayesiano nos permite llegar a acuerdos aun partiendo de grados de creencia distintos respecto de una cosa. “Si dos personas comienzan con grados divergentes de creencias”, comienza afirmando el canadiense. Pero continúa: “Y concuerdan únicamente en que es posible”.

Para jugar con Bayes, los participantes deben admitir que, aunque con una probabilidad insignificante al inicio, el evento en cuestión podría llegar a ser.

En el ejemplo del eventual incendio seguramente ningún individuo consideraba absolutamente imposible que tal cosa se produjese dentro de un edificio. Si así fuera, ninguna evidencia posterior conseguiría modificarla. Puedes confirmarlo con el propio teorema descrito en la nota anterior: si asignas a P(A) valor cero, siempre, con independencia de cualquier evidencia posterior que agregues, el resultado de la operación será cero.

No con los incendios, pero sí con otras cosas. Aunque tendemos a asignar grados distintos de probabilidad a muchas de nuestras creencias, pareciera que para algunas tenemos reservados los valores cero y uno: estamos absolutamente convencidos de la existencia de algunas cosas y nos negamos a admitir la más mínima posibilidad de ocurrencia de otras. ¿Cómo pueden sostenerse creencias de tal tipo? Ingresamos al problema del dogmatismo.

Charles Sanders Peirce identificó a fines del siglo XIX cuatro métodos para fijar creencias: el de la tenacidad, el de la autoridad, el a priori o agradable a la razón y el científico.

El primero consiste en tomar “como respuesta a nuestra cuestión cualquiera de las que podamos elucubrar, reiterándonosla constantemente a nosotros mismos, deteniéndonos en todo lo que puede conducir a tal creencia, y aprendiendo a alejarnos con desprecio y aversión de todo lo que pueda perturbarla”.

Peirce no criticó a los partidarios del método de la tenacidad: “Sería una impertinencia egoísta objetar que este procedimiento es irracional, pues esto es sólo tanto como decir que su método de establecer creencia no es el nuestro. Él no se propone ser racional, y, en efecto, hablará con frecuencia con desprecio de la débil e ilusoria razón del hombre. Dejémosle pues que piense como quiera”.

Sólo advirtió acerca de su dificultad para perpetuarse: “El método de la tenacidad en la práctica resulta incapaz de mantener sus bases. El impulso social va contra él. Quien lo adopta se encuentra con que otros piensan de modo diferente a él, y en algún momento de mayor lucidez será proclive a pensar que las opiniones de estos son tan buenas como las suyas propias, quebrantándose así su confianza en sus creencias. [...] A menos que nos transformemos en eremitas, nos influimos necesariamente en las opiniones unos a otros; de manera que el problema se transforma en cómo fijar la creencia, no meramente en el individuo, sino en la comunidad”.

¿A menos que nos transformemos en eremitas? Casi 150 años nos separan de la publicación de “La fijación de la creencia”, el artículo de Peirce que venimos comentando. Nuestro mundo no es el que Peirce habitó. Hoy día podemos perfectamente formar comunidad manteniendo nuestras creencias a salvo de opiniones contrarias. Las redes sociales configuran en buena medida ese mundo. Si nos gustan determinados contenidos, sus algoritmos nos sugieren contenido relacionado. Nuestras redes funcionan con algoritmos de lo mismo. ¿Te gusta eso? Pues aquí tienes más, y más, y aún más de eso. ¿Sigues tales cuentas en Twitter? Pues te recomendamos estas otras, que pertenecen a personas que siguen a quienes sigues. Y también estas otras, que pertenecen a quienes siguen a quienes siguen a quienes sigues. En estas condiciones se vuelve perfectamente posible intercambiar ideas con miles de seres humanos que piensan exactamente lo mismo que uno y estar a salvo de todo aquel que piense distinto.

Mapeo de tweets acerca del cambio climático. Imagen Deutsche Welle

Observa la imagen. Se trata de un mapeo de usuarios de Twitter que mencionan el cambio climático en sus tuits, según se muestra en el documental de 2021 Bulos y certezas. ¿Por qué dudamos de la ciencia?, de la cadena alemana Deutsche Welle. Aquellos que indican preocupación por el problema se identifican en azul; los que niegan su existencia, en rojo. La ubicación espacial de cada uno se determina en función de las cuentas con que intercambian en Twitter. Con excepción de algunos pocos puntos rojos que se conectan con unos pocos azules (centro de la imagen), la casi totalidad del intercambio se produce en lo que parecieran mundos paralelos.

El método de la tenacidad parece haber renovado sus bríos en nuestro mundo digital. El distanciamiento físico, que fue condición para su mantenimiento (fue un recurso clave para muchas sectas), ya no es requerido. En un mismo piso de un edificio de apartamentos pueden vivir personas que habitan mundos de creencias paralelos. Pueden compartir ese espacio físico, saludarse en el ascensor, incluso participar en la próxima asamblea de copropietarios, pero habitar mundos de opinión disociados.

Estas nuevas comunidades dogmáticas constituyen, entonces, el primer límite a un razonamiento colectivo de tipo bayesiano. La propia ciencia, como comunidad de humanos que es, corre también el riesgo de abrazar el método de la tenacidad cuando, por ejemplo, descarta sin más hipótesis que cuestionan sus teorías más veneradas.

Existe, por otra parte, una tendencia a cierta forma de dogmatismo débil que no debe confundirse con el anterior, pero que también requiere atención. Me refiero a nuestra tendencia a mantener a salvo viejas creencias, aun frente a evidencias que las contradicen. No es mala cosa. En buena medida nuestra supervivencia depende de eso (si dudáramos de todo, quedaríamos paralizados). Algunos psicólogos han llamado esto sesgo de confirmación. En este caso, el problema no es asignar probabilidad cero a determinada creencia, sino seleccionar exclusivamente, o ponderar positivamente, la evidencia favorable a la creencia.

Acceder a la evidencia

Como bien decían Colin Howson y Peter Urbach en su libro El razonamiento científico, “La teoría de apoyo bayesiana es una teoría sobre cómo el dar por verdaderos unos enunciados de prueba afecta a la creencia en algunas hipótesis. Cómo se llega a aceptar la verdad de las pruebas y si se está en lo correcto al aceptarlas como verdaderas son asuntos irrelevantes desde el punto de vista de la teoría”.

La cita nos introduce en el segundo problema: Bayes no tiene nada que decir acerca de cuál es la evidencia pertinente para ajustar tal o cual creencia. Tampoco cuánto debemos confiar en nuestras evidencias. En el ámbito científico, eso es competencia de cada disciplina, de sus desarrollos teóricos y experimentales. Ciertamente, como señalan Howson y Urbach, todo lo anterior es irrelevante desde el punto de vista de la teoría. ¡Pero es en extremo relevante desde el punto de vista de la práctica!

“La ciencia se ha tornado una entidad alienígena (por extraña o alejada de la naturaleza que percibimos cotidianamente)”.

Si no acordamos acerca del tipo de evidencia pertinente para ajustar nuestras hipótesis de partida o, lo que es peor, ni siquiera podemos acceder a la evidencia pertinente, tampoco podemos jugar con Bayes.

En la anécdota del inicio del artículo, todos quienes estábamos dentro del edificio accedimos a la evidencia sonora que llamamos alarma de incendio. Y también todos accedimos a la evidencia olfativa de la pólvora quemada. O al menos casi todos. Quizás haya habido en el edificio alguna persona con dificultades auditivas (que deberían haber sido severas, porque esa alarma suena realmente fuerte). Quizás haya habido alguien con una gripe que afectara su olfato. Pero seguro la gran mayoría accedió a los mismos registros de experiencia que, en este contexto, llamamos evidencia.

¿Qué hubiera sucedido si sólo 1% de quienes estábamos en el edificio hubiera sentido el sonido de la alarma o el olor de la pólvora quemada? Tal circunstancia puede resultar inverosímil en el caso de los incendios, pero es lo que sucede respecto de grandes problemas sobre los que no conseguimos ponernos de acuerdo.

Una de las promesas de la ciencia fue la de producir evidencia tangible, rescatar el conocimiento de los espacios privados del misticismo, la magia o cualquier otra forma hermética para hacerlo accesible a todos quienes tuvieran interés en conocer el mundo. Tal promesa se ha ido perdiendo con el paso del tiempo. Las ciencias han transitado un camino de oscurecimiento. Cada vez resulta más difícil para un ciudadano común comprender directamente los desarrollos teóricos de la ciencia, sus cálculos, y más aún replicar sus experimentos. La ciencia se ha tornado una entidad alienígena (por extraña o alejada de la naturaleza que percibimos cotidianamente).

Cuentan que para probar que los cuerpos en caída libre alcanzan la misma velocidad con independencia de su peso, Galileo Galilei subió a la torre de Pisa y lanzó algunos objetos de pesos distintos simultáneamente. Este es un experimento que cualquier persona puede seguir. ¡Y replicar! (Si deseas hacerlo desde la ventana de tu apartamento, asegúrate de que no haya nadie en la vereda). Mientras tanto, para conocer las propiedades físicas del plasma de quark-gluones necesitamos un Gran Colisionador de Hadrones, un megaaparato de 27 kilómetros de circunferencia, alojado a 150 metros bajo tierra. Ninguna persona sin sólida formación en física puede siquiera imaginar cómo funciona eso.

Podría argumentarse que esto ha sido así porque inexorablemente el avance del conocimiento conduce al desarrollo de sistemas conceptuales, tecnológicos y observacionales cada vez más complejos.

Quizás sea así. Entre el Nazareno que recorría las poblaciones de Judea enseñando en un lenguaje sencillo y el sacerdote que 1.600 años más tarde celebraba misa en latín, dando la espalda a sus fieles, tal vez hubo también mucha acumulación de conocimiento. Las historias relatadas en los evangelios de la Biblia cristiana resultaban comprensibles para casi cualquier persona interesada en leerlas. 15 siglos después conocimos la llamada misa tridentina, instaurada por el Concilio de Trento (1570) y mantenida hasta el Concilio Vaticano II (1960) como el modo oficial de celebrar misa en la iglesia católica romana. Prácticamente nadie podía entender lo que esos otros hombres estaban diciendo. Este es un ejemplo del devenir de formas dominantes de conocimiento, que puede rastrearse en muchas otras. 43 años antes de celebrarse el Concilio de Trento, Martín Lutero había desafiado a la ortodoxia católica afirmando que cualquier persona podía interpretar completamente las Sagradas Escrituras, sin necesidad de un intermediario. Esa fue una declaración contra el hermetismo de la forma de conocimiento dominante en su época. Cuando se celebró el Concilio de Trento, Galileo Galilei tenía seis años de edad.

Quizás se trate, entonces, de un problema mayor: que las formas de conocimiento, conforme se vuelven hegemónicas, tienden al hermetismo. Sea cual sea la causa, lo cierto es que se restringe el acceso a la evidencia a la gran mayoría de los integrantes de la comunidad. Y sin acceso directo a la evidencia, tampoco se puede jugar con Bayes.

¿Qué puede hacer la ciencia?

Pareciera que mientras el segundo problema involucra a la actividad científica, el primero (el dogmatismo en nuestra era digital) le es ajeno. No necesariamente. El segundo método para fijar creencias identificado por Peirce en 1877 fue el de la autoridad. Consiste en (dejar) “actuar la voluntad del Estado en lugar de la del individuo. Que se cree una institución que tenga por objeto mantener correctas las doctrinas ante la gente, reiterarlas perpetuamente y enseñarlas a los jóvenes; teniendo a la vez poder para evitar que se enseñen, defiendan o expresen doctrinas contrarias”.

En nuestros días, muchos de quienes –con buena fe– continúan confiando en los resultados de la ciencia ven cómo las experiencias a las que acceden los científicos profesionales les son ajenas. En este estado de cosas no tienen otra alternativa que abrazar el método de la autoridad. No una autoridad estatal (ni clerical ni militar), sino la autoridad de los propios científicos profesionales.

Y como una de las saludables características de nuestra especie es la de rebelarse contra la autoridad, otros seres humanos abrazan el método de la tenacidad: no tienen las herramientas para contradecir punto por punto las conclusiones de la ciencia institucionalizada, pero en su lugar pueden formar comunidades dogmáticas en torno a creencias que, aunque inverosímiles, se encuentran a salvo de opiniones contrarias, en su seguro grupo de amigos virtuales.

Hemos asistido de un modo dramático a las consecuencias de este problema muchas de las veces que intentamos ponernos de acuerdo respecto de cómo actuar frente a la actual pandemia de SARS-CoV-2.

Hacer accesible la evidencia que producimos (y accesibilidad, en este contexto, es sinónimo de replicabilidad) a la mayor cantidad de seres humanos podría no sólo permitirnos renunciar al método de la autoridad para conseguir adeptos, sino combatir el método de la tenacidad que abrazan nuestros detractores. En lo sustantivo posibilitaría no sólo acordar acerca del objeto de nuestras creencias, sino también participar activamente en el uso del método científico para fijarlas colectivamente. Y como la única función de la creencia es fijar hábitos de acción (este es uno de los grandes principios del pragmatismo), se trata de un método para actuar, cooperativamente, como miembros de una comunidad.

Este es, según creo, uno de los grandes desafíos actuales de la ciencia. Uno que no se relaciona con la acumulación del conocimiento, sino con la función social del método científico.

John Dewey, filósofo y pedagogo estadounidense, se refirió en La evolución del pragmatismo norteamericano, de 1922, a este desafío en los siguientes términos: “Cuanto más aprecia uno el intrínseco valor [...] del pensamiento y de la ciencia, cuanto más se tiene en cuenta lo que la propia inteligencia contribuye al goce y la dignidad de la vida, tanto más le sublevará una situación en la que el ejercicio y disfrute de la razón está limitado a un grupo social reducido, cerrado y especializado, y tanto más deberá preguntarse por el modo de hacer partícipes a todos los seres humanos de esa inestimable riqueza”.

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