Entre hace unos 12.000 y 5.000 años una ola de cambio arrasó al planeta. Unos primates muy ingeniosos, que hasta entonces habían vivido recolectando vegetales y cazando y carroñando animales, comenzaron a ver las ventajas de entablar una relación más estrecha con las plantas. La domesticación de algunas cambió la vida de ambos, tanto de los vegetales como de los humanos (ya que esos eran los primates ingeniosos).
La domesticación de las plantas, es decir, el proceso mediante el cual nuestros antepasados fueron seleccionando de forma bastante intencional aquellas características que permitían obtener mejoras para los fines deseados, se dio independientemente en varias partes en un lapso de pocos miles de años. Un pestañear en los cerca de 300.000 años que los humanos llevaban en el planeta.
Probablemente, no haya sido algo que se dio de un día para otro. Se piensa que una posibilidad haya sido que las semillas de algunos vegetales que comían nuestros ingeniosos antepasados comenzaron a germinar allí donde establecían sus campamentos. Como recolectaban aquellas que les resultaban más atractivas, nutritivas o sencillas de comer, esas características estarían presentes en las plantas que crecerían a partir de las semillas que quedaron como restos de sucesivos banquetes. Allí la domesticación puede no haber sido muy dirigida. Pero luego algunos avispados entendieron mejor la relación entre la semilla y las características de las nuevas plantas, y comenzaron a actuar con premeditación y alevosía. Al domesticar a las plantas, las plantas domesticaron a los humanos, que comenzaron a asentarse en el territorio, a proteger sus cultivos, a planificar su alimentación.
La agricultura fue una verdadera revolución y el mundo ya no volvió a ser como era antes. Algunos investigadores, como el siempre entretenido de leer Jared Diamond, autor entre otras obras del imprescindible libro Armas, gérmenes y acero, llegaron a sostener que el comienzo de los cultivos fue “el peor error en la historia de la humanidad”. Otros la veneran sosteniendo que sin ella nuestra vida no sería lo que es. Todos concuerdan: el cambio fue tan enorme e irreversible como global.
En el sudoeste de Asia, en la Mesopotamia, la domesticación se dio en el trigo y algunos guisantes. En China hicieron lo propio con el arroz y el mijo, en Nueva Guinea con la caña de azúcar y la banana, en África con el sorgo. Y en América no nos quedamos atrás: en México y Panamá los humanos estrechamos vínculos con el maíz y la calabaza, en los Andes y la Amazonia con la papa y la mandioca, en Norteamérica con el girasol. Claro que son sólo algunos de los ejemplos y que estamos destacando las evidencias más tempranas de domesticación.
Pero la gente se mueve. Hoy y siempre. El encuentro entre personas de diferentes partes promovía –y promueve– el intercambio de cultura, tecnologías y genes (sí, estamos hablando de sexo). Intercambiar granos y semillas pasó a ser una costumbre muy extendida. Pronto las variedades domesticadas en una región se extendían a otras.
Por alguna no tan extraña razón, tendemos a valorar más las proezas y las innovaciones con el trigo en el Creciente Fértil asiático, allá entre los ríos Tigris y Éufrates, que lo que sucedió en nuestro propio continente. Los restos arqueológicos de maíz más antiguos fueron encontrados en México y hablan de una domesticación que comenzó hace unos 9.000 años antes del presente (el presente, por convención debido a la técnica del datado de radiocarbono, se tiene su cero en el año 1950), no muy lejos en el tiempo de los trigos mesopotámicos. Más aún, tendemos a pensar que quienes vivieron en estas tierras que hoy llamamos Uruguay poco entendían de agricultura. Pero no podríamos estar más equivocados.
Sobre todas estas cosas, y más aún, habla el maravilloso artículo Patrones de dispersión del maíz asociados con diferentes tipos de endosperma y la migración de grupos indígenas en las tierras bajas de Sudamérica recientemente publicado. Los autores pertenecen a universidades y centros de investigación de Brasil (Flaviane Costa, Charles Clement, Fabio de Oliveira Freitas, Alessandro Alves, Maria Zucchi y Elizabeth Veasey), México (César Petroli) y Uruguay (Natalia de Almeida, brasileña que hoy está en la Universidad Tecnológica del Uruguay, y Rafael Vidal).
Estudiando las variedades de maíces criollos presentes en Brasil y Uruguay, estos investigadores, que integran el Grupo Interdisciplinario de Estudios en Agrobiodiversidad (InterABio), combinaron análisis genéticos, trabajo con agricultores, antropología y lingüística para tratar de entender cómo el maíz se dispersó por esta región de América, cómo se fue domesticando y de qué manera los pobladores de la zona fueron no sólo desarrollando variedades y razas de maíz locales, sino también llevándolas de un lado a otro.
Así que saltando de la emoción más que un maíz pisingallo en un sartén, conversamos con los agrónomos Flaviane Costa, del Departamento de Genética de la Universidad de San Pablo, y Rafael Vidal, del Laboratorio de Fitotecnia del Departamento de Biología Vegetal de la Facultad de Agronomía de la Universidad de la República.
Unidos por el maíz
¿Qué se les dio a dos agrónomos por ponerse a indagar sobre la historia del maíz en América del Sur? ¿Qué los llevó a tener que estudiar sobre etnias y lenguas, y movimientos migratorios? “Sí, somos agrónomos, y yo diría que a los agrónomos nada de lo humano nos es ajeno”, dice Rafael Vidal. “Los agrónomos estamos lidiando con personas y por lo tanto la vida de las personas nos es importante. También lidiamos con la genética, con los microorganismos que están en el suelo y con las enfermedades. Entonces tenemos que manejar muchas cosas”, agrega sonriente.
Costa, a través de la pantalla, habla un español fluido, aunque ella se siente más cómoda llamándolo portuñol. “Cuando hablamos de los maíces también estamos hablando de personas, porque es una especie cultivada que depende de la gente para diversificarse y conservarse. Entonces estamos hablando de una planta pero también estamos hablando de gente. Con nuestras investigaciones estamos valorizando la diversidad de los maíces criollos y, al hacerlo, estamos también valorizando a la gente que los cultiva”, complementa lo ya dicho por su colega. Es que se conocen al dedillo. Y desde hace tiempo.
“El gen de estos trabajos se remonta a cuando hice mi doctorado y Flaviane su maestría en el mismo programa de posgrado sobre Recursos Genéticos Vegetales en la Universidad Federal de Santa Catarina”, recuerda Vidal. “Allí participamos en un proyecto sobre variedades criollas de maíz en una región concreta de Brasil”, agrega. Y entonces, hace más de una década, la suerte estuvo echada. “Conversando en las salidas de campo, empezamos a discutir qué era lo que pasaba con el resto de los maíces de América”, dice, señalando que había mucha información sobre la región andina pero poca sobre Uruguay y Brasil. “Nos intrigaba el gran vacío que había sobre eso en las tierras bajas sudamericanas, que abarcan parte de Brasil, Uruguay, Paraguay, parte de Bolivia, todo lo que está por debajo de los 1.500 metros. Ese gran vacío alimentó nuestra curiosidad y las ganas de conocer más sobre esta historia, para investigar y valorizar la diversidad de maíces que hay hoy aquí”, secunda Costa.
“Al leer los relevamientos de Friedrich Brieger de la década de 1950, que hablaba de las tierras bajas de América del Sur como importantes en la diversidad de maíz respecto de la región andina, nos picó el bichito de ver qué era lo que estaba pasando acá. Y nos preguntamos si sería posible hacer un proyecto grande que abarque toda esa diversidad”, cuenta Vidal. El bichito que los picó, lejos de pasarles una peste, produjo efectos positivos. “Fuimos consolidando un grupo de investigación y de trabajo colaborativo, y articulamos con organizaciones de productores locales y varias universidades”, amplía Vidal. Y de este proyecto se desprende el artículo que nos convoca sobre la dispersión y domesticación del maíz y sus variedades en esta tierra, un proceso que lleva miles de años.
“Es importante conocer esto porque aquí vemos que el maíz tiene una historia milenaria en esta región, que en las tierras bajas los maíces desarrollaron características muy propias y muy particulares. Entonces tenemos razas de maíz que son propias de las tierras bajas y que son diferentes de los maíces que existen en México y diferentes a las de los Andes”, dice con entusiasmo Costa. “Tenemos aquí un patrimonio genético muy importante, y consecuentemente, hay muchos agricultores para los que los maíces criollos tienen una importancia muy grande”, agrega.
El artículo no es ni el primero –ni el último– material que aborda el tema. Ya publicaron un libro y un catálogo sobre maíces criollos de Brasil y Uruguay que no tienen desperdicio. Para abrir el apetito: en nuestro país hay más de diez razas de maíces criollos. Tomá.
Que venga el trigo, que venga el maíz
Hay varias formas de clasificar los maíces, pero en el artículo aluden a una que se basa en la forma y características de los granos. Es así que hablan de tipos de maíz popcorn, harinoso, duro, dentado, dulce.
“El popcorn es el maíz al que en Uruguay le decimos pop, o también pisingallo. Es un maíz que tiene un grano duro y que, a determinada temperatura, explota” explica Vidal.
Nota aparte: siempre pensé que pisingallo venía de algo relacionado con las gallinas. Pero no: viene del guaraní, mostrando lo importante que era el maíz para los pobladores de estas tierras antes de que llegaran los conquistadores. Avati Pinchigá Ihú es como llamaban a su maíz popcorn, supe leyendo los trabajos de Costa, Vidal y sus colegas. Y además había otra raza distinta a la que llamaban Avati Pichingá. “El descubrimiento más antiguo que hay en la región andina es de maíz popcorn”, dice Rafael, mostrando que miles de años antes de que a Lumiére y otros iluminados se les ocurriera inventar el cine para que décadas después la gente se atracara comiendo pororó, aquí en Sudamérica los pueblos ya hacían estallar el maíz para ingerirlo.
“Los maíces que predominan en la Amazonia son los harinosos, mientras que el maíz duro es el típico de Uruguay, el que predominaba principalmente en el siglo XX”, cuenta Vidal. “El maíz dentado está más asociado a la alimentación de animales”, agrega, pero en su trabajo sobre la dispersión y domesticación del maíz en esta parte de Sudamérica los tipos de granos que vieron que circulaban y comenzaban a establecerse como razas eran principalmente de los tipos pop, duro y harinoso.
Dispersión y domesticación
“Toda la hipótesis de la evolución y dispersión del maíz desde la Amazonia se disparó basándonos en los trabajos de Kistler en los que Flaviane estuvo participando”, dice Vidal. En efecto, en 2018, Logan Kistler y un gran equipo, en el que estaba Flaviane Costa, publicaron un artículo en el que daban a conocer que, según les contaron los genes, el maíz llegó a la región amazónica semidomesticado. “Por lo tanto, hubo un proceso de domesticación y de manejo del maíz en las tierras bajas”, dice Vidal. “Por otro lado, tenemos presencia de maíz arqueológico en Sudamérica con una antigüedad muy cercana en el tiempo a su domesticación”, agrega.
En el artículo listan una serie de fechados de maíz en distintas zonas de las tierras bajas sudamericanas. El más antiguo encontrado hasta el momento es el hallazgo de fitolitos de maíz de Las Vegas, en la costa pacífica de Ecuador, con una antigüedad de 7.150 años antes del presente. Tras restos de maíz encontrados en Panamá, Perú y Bolivia, en la región amazónica brasileña el registró más antiguo es de unos 5.760 años antes del presente, en Pará. En Uruguay, el maíz más antiguo se encontró en los cerritos de indios de Los Ajos, en Rocha, y data de 4.190 años antes del presente.
Si bien no está claro del todo cuándo se domesticó el maíz, todo apunta a que el cultivo comenzó a variar a partir de sus formas silvestres hace unos 9.000 años en México o Guatemala. Pero como dice el libro Maíces de las tierras bajas de América del Sur y conservación de la agrobiodiversidad en Brasil y Uruguay que ya les recomendamos, estudios genéticos realizados en maíz arqueológico de la región del Valle de Tehuacán, en México, mostraban “un estado de domesticación parcial de las muestras, que databan de unos 5.300 años antes del presente”.
Por eso, se agrega: “Con base en evidencias genómicas, lingüísticas, arqueológicas y paleontológicas, la región del suroeste de la Amazonia fue indicada como un probable centro de mejoramiento secundario del maíz en América del Sur, dentro del que ocurrió un proceso de domesticación parcial de la especie”. “Ese era el segundo dato importante con el que trabajamos. Luego tenemos toda una diversidad en las tierras bajas de Sudamérica que es muy importante y que es equivalente a la diversidad que tenemos en la región andina”, sostiene Vidal.
El maíz en la lengua
En el trabajo superponen, por decirlo de alguna manera, varios mapas: el que obtienen del análisis genético de los maíces criollos actuales, el que tienen de los maíces arqueológicos y el de las lenguas de los habitantes de estas tierras bajas de Brasil. Al hacerlo, emergen patrones. “Cuando estábamos escribiendo el proyecto sobre el estudio de la dispersión del maíz, para hacer nuestras hipótesis, estudiamos las migraciones humanas que se dispersaron ampliamente aquí en las tierras bajas. También accedimos a estudios lingüísticos de los pueblos de la región. Hay un estudio de paleobiolingüística que estudiaba la palabra maíz en los diferentes grupos étnicos. Gracias a eso, es posible datar cuándo el maíz se volvió importante para cada grupo”, dice Costa.
En el trabajo señalan que “hace 4.400 años antes del presente el maíz se volvió importante para los hablantes de Arawak del sur, en lo que hoy es el sur de Perú y las zonas adyacentes de Brasil y Bolivia”. Los Tupí-Guaraní, que anduvieron por aquí, “consideraron que el maíz era importante entre los años 3000 y 2000 antes del presente”, mientras que para los hablantes de lenguas del grupo macro-jê, lo fue hace alrededor de 2.000 años. Cuando una cosa tiene nombre, en este caso, cuando una planta entra al lenguaje, nos está diciendo mucho de la importancia que debería tener en la vida de las personas.
“Nuestras hipótesis al principio se basaron entonces en las migraciones humanas. Con los análisis genéticos nos proponíamos probar si los patrones genéticos de maíz tenían o no una asociación con la historia humana”, dice Costa. “Cuando hicimos los análisis y vimos los resultados, fue muy interesante ver que había mucha relación entre una y otra. También recolectamos los registros arqueológicos de maíz y los datos más antiguos disponibles y, tras compilar entonces toda esa información, tras hacer los análisis genéticos, vimos que esta historia se estaba construyendo con datos robustos”, agrega.
“Tenemos en Uruguay maíces criollos que, como demuestra el trabajo, tienen una relación con materiales de otras regiones de Brasil y probablemente con materiales antiguos”, lanza Vidal. “El maíz está presente en Uruguay hace al menos 4.000 años antes del presente, por lo tanto ha estado presente en este territorio hace mucho”, comenta y agrega: “Todavía está discutido si entonces era parte de la dieta o si tenía sólo un uso religioso”. Sea como fuere, seguro después de los ritos, alguno habrá encontrado el sabor extra del pisingallo. “Tenemos también algunas variedades de maíces harinosos que eran usadas por indígenas y que hoy se mantienen presentes en Uruguay”, agrega Rafael.
“Todo apuntó a un origen hacia el sudoeste de la Amazonia, que es una región de domesticación de muchas especies y que tiene una historia humana muy antigua”, cuenta fascinada Costa. En el mapa los maíces criollos surgían en distintas partes de las tierras bajas, pero también veían que los genes contaban una historia de intercambios.
No meros importadores
Trabajar con investigadores de un país que es casi un continente podría haber acomplejado a Vidal. Sin embargo, el trabajo arroja un resultado que hizo que miraran en pie de igualdad a sus colegas norteños. Algo de viento en la camiseta tenían ya con el maíz de más de 4.000 años del cerrito de indios. Pero al ver cómo las distintas razas y variedades circulaban en estas tierras bajas de Brasil y Uruguay, quedó claro que nuestros antepasados no eran unos meros consumidores de los granos que venían de afuera. El tráfico de variedades de maíz en esta zona iba tanto de norte a sur como de sur a norte.
“Esa era una de las dudas que teníamos al principio, sobre todo porque tenemos menos restos arqueológicos para hacer esas reflexiones”, dice Vidal. “Todavía hay muchas lagunas por llenar de cuáles eran las etnias que había en ese período, por lo que el riesgo de quedar a la sombra de todos los datos de Brasil era bastante grande”, confiesa, para luego respirar aliviado: “El artículo demuestra caminos de ida y vuelta, lo que pone en relieve la diversidad que un territorio tan chico tiene”.
“Es interesante que Uruguay tiene razas únicas de maíz que son diferentes de las que hay aquí en Brasil. En Uruguay se desarrollaron razas propias y una diversidad propia de ese territorio”, comenta Costa.
“Ahí traemos a colación una parte de la investigación que todavía no está publicada, que es la parte citogenética. A veces a la vista y fenotípicamente los maíces son muy parecidos, pero en análisis citogenéticos encontramos diversidad genética y parecería que sí fuimos un punto de flujo genético de maíz de diferentes regiones. Eso nos pone en otro lugar diferente del que nos vemos. Porque, generalmente, nos vemos al margen, como que la agricultura nunca fue relevante, pero parecería que hubo agricultura y tuvo su importancia”, dice inflando el pecho Vidal. “Uruguay es un país chiquito, pero no sólo estaba recibiendo semillas. En Uruguay hubo y hay maíces propios y únicos, y presenta una diversidad muy importante”, secunda Costa, que tras haber estado varias veces en Uruguay, a esta altura ya no puede ocultar su uruguayofilia.
Les digo entonces que esto de exportar granos no es de ahora. Su trabajo muestra que ya desde hace miles de años exportábamos granos, o al menos semillas. Ellos ríen y yo me anoto el título para la nota. “Sí, al menos podemos decir que hace miles de años salieron granos o semillas”, dice Vidal para dejarme contento.
De las manos de los pueblos que estaban interconectados, estas variedades propias de la región viajaron hacia el norte siguiendo la ruta atlántica. Los tipos de maíz que iban y venían eran el harinoso, el pisingallo y el duro, llevados y traídos por los movimientos de los habitantes agrupados bajo las etnias Tupí y Guaraní, que a su vez estaban en contacto con las etnias macro-jê.
Criollos amenazados
En el mundo actual hay una tensión entre la conservación de las variedades criollas y la homogeneización a la que lleva la búsqueda de cultivos para obtener altos rendimientos y ganancias inmediatas. A esta tensión se suma la existencia de maíces transgénicos. ¿Tenemos que preocuparnos por proteger a los maíces criollos y buscar medidas para que esa diversidad genética no se pierda en un mundo que tiende más hacia la homogenización de los cultivos?
“Las variedades criollas son una riqueza y son parte de nuestro patrimonio. En el entendido de que las variedades criollas son dinámicas y tienen una vida propia, hay que dejarlas ser”, ensaya Vidal. “Cuando hablamos de uniformización o de la sustitución de una variedad criolla por otra comercial o por un producto transgénico, estamos pensando en la descaracterización de las variedades criollas. Cuando hablamos de la pérdida de una variedad criolla o de la extinción de una raza de maíz, estamos hablando de milenios de historia. Entonces es un patrimonio no sólo genético, sino también cultural y social el que se está perdiendo. Y ahí se hace muy importante hablar de conservación”, afirma Costa.
“Lejos de algo histórico y algo anecdótico, como dice la canción de Jaime Roos en la que pregunta de quién baila el pericón, los maíces criollos no son algo que tiene valor en tanto recordar lo antiguo, es algo que se usa y que para muchas personas hoy es importante, es parte de su identidad”, prosigue Vidal, para quien los transgénicos “son una piedra más que complejiza la situación, ya que por cuestiones genéticas de flujo pueden tener algunos efectos no deseados en la variedades criollas”. Costa toma la posta: “Hablamos de conservación y hablamos de los derechos de los agricultores”.
“Entonces, desde la academia, primero estamos valorando a quienes conservan los maíces criollos y el patrimonio. Después hay que identificar estrategias adecuadas que valoren ese recurso y que lo mantengan vivo. A veces preservar parece que es algo que uno tiene que poner en un museo, pero no es así. Aquí hay que defender que quien quiera plantar maíz criollo pueda hacerlo, que tenga igual derecho y sea igual de relevante que aquel que planta un maíz transgénico. Que los derechos de los dos pesen igual y sean defendidos”, reflexiona con convicción Vidal.
Ante el avance de los monocultivos y de los transgénicos, las mazorcas criollas pueden quedar rodeadas. El maíz criollo precisa protección. “Por lo menos, tiene que haber el derecho de mantener maíz para los usos diferentes que la gente tiene. Y como decimos maíz decimos cualquier otro cultivo”, apunta Vidal.
El trabajo visibiliza y valoriza los maíces criollos, defiende su derecho a la existencia ganado durante milenios, al tiempo que muestra que no es algo que una vez hubo, sino que se sigue plantando. Parándonos en los hombros de Vidal, Costa y sus colegas, podemos ver que el problema de la pérdidas de biodiversidad es también una pérdida de derechos. Hay que defender al maíz criollo así como hay que defender el derecho a que la gente lo pueda cultivar y hacer lo que quiera con ese cultivo. Una vez que se pierde una de estas variedades criollas porque se hibridiza por contaminación o por lo que fuera, ya no hay vuelta atrás. “Lo primero es mirar hacia adentro y reconocer que hay una riqueza y que hay un patrimonio que hay que preservar. No todo se compra hecho”, remata Vidal.
“Ahora hay más investigaciones y estamos identificando microcentros de diversidad, regiones que concentran una diversidad de maíz importante. A través de la identificación de estas zonas, podemos indicar las áreas prioritarias para la conservación. Conocer esto es muy importante porque no se puede conservar lo que no se conoce”, cierra Costa. Guau. Pocas veces una agrónoma te dice algo así. Pero por suerte, como los maíces, la agronomía también está cambiando. Que el maíz, que lleva milenios participando en los intercambio de los humanos en el continente, nos ayude en ese cambio tan necesario.
Claves de esta investigación sobre maíz criollo
» El maíz habría ingresado a las zonas bajas de Sudamérica hace más de 7.100 años.
» Los maíces que ingresaron, provenientes de México y Panamá, no estaban del todo domesticados, por los que las variedades de las tierras bajas fueron domesticadas por los pueblos de esta zona de América al igual que sucedió en la región andina.
» Varios lugares fueron centros de diversificación del maíz, dando lugar a variedades y razas nuevas.
» Las distintas etnias intercambiaban sus maíces.
» Uruguay habría sido una zona de alta diversidad de maíces. Los movimientos migratorios, en particular de la etnia Tupí-Guaraní, muestran un flujo de distintas variedades de maíz desde nuestra región hacia Brasil y viceversa, a través de la ruta atlántica.
» La biodiversidad de los maíces criollos es milenaria y debe protegerse, así como el derecho de los agricultores a cultivarlos.
Artículo: “Maize dispersal patterns associated with different types of endosperm and migration of indigenous groups in lowland South America”
Publicación: Annals of Botany (mayo de 2022)
Autores: Flaviane Costa, Natalia de Almeida, Rafael Vidal, Charles Clement, Fabio de Oliveira Freitas, Alessandro Alves, César Petroli, Maria Zucchi y Elizabeth Veasey.