El lunes 7 de marzo de 1881 el molino harinero de Luis Vigny o Bigni, ubicado sobre el Paso de la Tranquera, cerca de Colonia Suiza, amaneció ardiendo. Lo confuso del episodio y la animadversión del vecindario local hacia el propietario llevaron a que el incendio adoptara aires de leyenda. En la década de 1920, Antonio Soto, alias Boy, refirió el hecho en forma de folletín. Con posterioridad, el profesor Omar Moreira, desde la historia, reconstruyó la tragedia (una primera edición salió en 1982 y otra, retocada y definitiva, en 2015). En su texto manejó una narrativa próxima a la ficción, porque, cabe recordar, Moreira practicó de manera reiterada la novela histórica. Más allá de estos aportes literarios, el Molino Quemado constituye un sitio privilegiado en el imaginario de los habitantes de Nueva Helvecia. Quizás por eso constituye un tema de atracción para el escritor José Arenas, quién ya abordó, con un tono revisionista y un lenguaje alucinante y casi surreal, los entramados sociales e históricos de la Colonia Suiza en su novela Papeles suizos (Pez en el Hielo, 2019).
El poemario, merecedor de una mención especial en el Segundo Concurso Literario de la Intendencia de Colonia (2023), se divide en dos secciones, como si fuera un disco o un casete, “Lado A” y “Lado B”. Esto no es caprichoso: Arenas es además músico y aparecen muchos elementos musicales, sobre todo del universo tanguero, en su poética. En el cuerpo del poemario lo musical cobra una importante función performativa, ya que, mientras que el “Lado A” se ofrece como una elusiva narración histórica o memorialista, el “Lado B” repite y reelabora los textos anteriores según patrones de canción, en un movimiento coral casi de tragedia griega.
El libro comparece como un juego de voces en el que, atravesando diferentes temporalidades, desde el siglo XIX al siglo XXI, habla el molino, sus diversas víctimas, niños, maestras y profesores y los habitantes del lugar. Desde el horror o el erotismo se despliegan fragmentos de memorias, todo envuelto en un aire de leyenda o de cuento de hadas. El tono opta por lo menor, desde la extensión de los versos –algunos son una palabra– hasta los objetos y circunstancias referidas. Esta pasión por las ruinas y el despojo, por lo mínimo y lo fragmentario, puede recordar la similar pasión del filósofo Walter Benjamin o la del poeta simbolista peruano José María Eguren, quien sostenía: “Son mínimos; lo pequeño se acerca a la esencia de la vida, al principio”. Este gusto por lo mínimo, por realidades rotas cuyos pedazos emergen por el trabajo arqueológico de la literatura, se encuentra en varias obras de Arenas y constituye el dispositivo discursivo fundamental en este poemario.
El primer poema da cuenta de este registro: “7 de marzo / en la noche / grillos rojos / que cantan / el suicidio / del verano”. Aquí se revela el detalle mínimo y también las transmutaciones poéticas: los grillos rojos son las llamas, los insectos alumbrados por las llamas y hasta el propio calor que queda del verano. Pero todo, todo el cosmos, junto al incendio se suicida. Y esto, por el tono con que es enunciado, se vuelve íntimo y casi intrascendente. Y todo, todo es una canción, esa enigmática y perturbadora de los grillos y del fuego. El incendio es lo primigenio, eso que tritura las cosas y trae las dudas: “¿quién prendió el fuego? / ¿quién detuvo su médula / de agua? / ¿quién mató a la criada? / ¿por qué sus sesos volaron / como pájaros del terror?”. Y es la voz que habla por sobre todas, que da materia al cuerpo erótico del poema: “soy la chispa inicial / la que desató / el elefante de fuego / yo fui quien dio / el beso prohibido / que dio origen / a este coro agónico / y lascivo”. La imagen del elefante, a la vez terrible y ridícula, contrasta con la del grillo. El fuego es lo grandioso y lo ínfimo.
Desde otras claves, el molino es la obsesión de maestras y profesores, esa pesadilla con la que atormentan a los alumnos y les obligan a recordar (la memoria, para que no sea un tormento, debe mezclarse con el olvido). La maestra, como la memoria, tiene que sepultarse entre las ruinas: “que la maestra / hijo / vaya hasta / donde aún la tierra / pide silencio / allí donde los árboles / son trazos de / miedo / y que meta / las aves de sus manos / en la mierda / que arde / todavía”. Pero esto es imposible: aunque fragmentaria, la memoria vuelve; en el acto escriturario del poeta, se reactualiza una y otra vez: “escama por escama / el molino / está resucitando”. El poemario opera en este tiempo cíclico, el del mito, en que memoria e historia se funden y son anuladas, en que los giros del molino son los mismos giros del fuego. Este hermoso infierno, a no dudarlo, se llama poesía.
José Arenas, El Molino Quemado, Colonia del Sacramento, Hurí Arte y Edición, 2025, 101 páginas.