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Foto: Valeria Ruiz

Bar Oriente: una ventana al barrio porteño de Villa Ortúzar

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En una esquina luminosa se emplaza una fonda buena, bonita y barata atendida por sus dueños. Se dice que Gustavo Cerati la frecuentaba, porque su colegio quedaba a dos cuadras, y que el local alguna vez perteneció al cantante de tango Julio Sosa, pero la realidad es que poco se sabe sobre su origen.

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Bar Oriente (Avenida Álvarez Thomas 1800) es el corazón del barrio porteño de Villa Ortúzar. Su fachada es sencilla y al mismo tiempo la más llamativa de la zona: enormes ventanales verdes esmeralda le dan vida a una construcción original de tres caras, pintada de arena y coral. Adentro se sirven platos abundantes elaborados con ingredientes de calidad, a precios inverosímiles.

Por 3.000 pesos argentinos se ofrece una especialidad por día de la semana: pollo al horno con papas, filet de merluza, carré de cerdo, ravioles caseros, albóndigas. Los sábados también abren, pero sólo con las minutas (milanesas, tortilla de papas, bife). La carta de tres páginas se completa con tostados, empanadas, guarniciones y los postres: flan casero, queso y dulce, helado y, cuando hay tiempo de prepararlo, budín de pan. Detrás de todos los platos está Dionisio Bernabé, el dueño, que a sus 77 años se planta estoico frente a las hornallas.

A los 20 años Dionisio no tenía cómo saber que dedicaría su vida a la gastronomía. Llegó de la provincia de Chaco en 1967 buscando un oficio, luego de que una inundación colosal arrasara con los campos de algodón de su familia y también con su padre, a quien el disgusto le costó un infarto.

En la gran ciudad comenzó a trabajar en un clásico bodegón llamado El Águila, donde lo aprendió todo. En cuestión de semanas, pasó de peón a parrillero, de ayudante de cocina a encargado del lugar. Pero cuando los 50 se le vinieron encima entendió que tenía que salir de ahí si no quería terminar como su papá. “Había problemas entre la familia que era dueña y todos los días yo terminaba con la cabeza reventada”, cuenta Dionisio, sentado en la mesa más cercana a la cocina, de vez en cuando dando indicaciones sobre el pollo que se cocina en los hornos. “Había tenido un ACV unos años atrás y el médico me dijo: 'o se va de ahí, o se muere'”.

Foto: Vale Ruiz

Dionisio recorrió toda la ciudad hasta encontrar lo que buscaba: una amplia esquina luminosa, quizás la más vistosa de Villa Ortúzar. Aunque en ese entonces sólo ojos audaces como los suyos podían descubrir su potencial. “El lugar era una tapera, con un toldo raído y rodeado de unos fierros muy viejos que antes se usaban para atar a los caballos, pero a mí me gustó”.

El dueño anterior reutilizaba los saquitos de té hasta que no quedaba nada de ellos y solucionaba las infrecuentes comandas haciendo un pedido a la pizzería de la esquina. Cuando se lo vendió a Dionisio, le advirtió que apenas concurrían tres clientes: el sodero, el plomero y el taxista.

No mentía. El bar tenía algo de movimiento temprano en la mañana y luego permanecía vacío hasta las cinco de la tarde. Dionisio, que se había hecho de un café para “dedicarse a algo tranquilo”, compró carne, fideos, papas y comenzó a ofrecer platos sencillos pero con la magia de alguien a quien su nuevo oficio se le había revelado como un don. A los dos meses, el boca en boca había hecho lo suyo y Dionisio no daba abasto con el bar: “Le tuve que pedir a mi señora que me viniera a ayudar”.

Su esposa ya no trabaja más allí y tampoco su hija, que ahora se dedica de lleno a la psicología. Pero están Fernando, dando un mano en todo lo que se necesite, y Gerardo, a cargo de la clientela. Tiene 46 años, el porte anchísimo y dos metros de altura que compensa con un rostro afable. Gerardo es licenciado en Bellas Artes y caricaturista, pero hace 30 años que trabaja en el bar. Su arte lo plasma en las paredes del lugar y recientemente en el bellísimo fanzine Fauna Bar Oriente, que incluye fotografías color cian, algo de poesía y las caricaturas de los personajes recurrentes: el tano experto en lunfardo Vittorio, el gran contador de historias Abel e il diarieri de Ortúzar, que añora un tiempo que se fue hace mucho.

El bar no tiene televisor —allá por los 2000 Gerardo se subió a una mesa a retirarlo frente a la tercera empleada pública que venía a cobrarles por distintos derechos de transmisión—, tampoco hay wifi ni enchufes para alimentar dispositivos electrónicos. Algunos obstinados igual acuden con sus computadoras, principalmente trabajadores de las productoras de cine y música que florecieron en la zona con la llegada del subte. La mayoría, sin embargo, aprovecha la tranquilidad del lugar para comer en silencio o acompañados, leer noticias en papel o las revistas Condorito que se cuelan entre los ejemplares diarios. Durante el invierno, el sol entra por los ventanales calentando las mesas. Pero con el cambio de estación el bar queda a resguardo. Durante los días cálidos, las ventanas permanecen abiertas y la corriente de aire que circula convierte el bar en un remanso.

Bar Oriente es una excusa perfecta para visitar un barrio que durante los últimos 20 años ha sufrido una gran transformación, pero que todavía no se ha gentrificado por completo, así como para conocer los barrios aledaños: el laberíntico Parque Chas, Belgrano R, con sus casas señoriales, y Chacarita, con calles tranquilas y sus bares de onda. Pero el recorrido debe empezar en Bar Oriente, porque la vida allí comienza y acaba temprano.

A las 6.30 Dionisio arranca la preparación esmerada de los platos del día. A las 7.00 comienzan a llegar los trabajadores del barrio, que viajan temprano para evitar el tráfico y hacen tiempo en el bar, frente a un desayuno de café con medialunas (o pastelitos de membrillo y batata) que cuesta 1.500 pesos argentinos. Un poco más tarde llegan los vecinos de la zona y al mediodía el local se llena: a las tres de la tarde ya están limpiando para irse.

“Siempre quisimos mantenernos chicos, no tener muchos empleados”, cuenta Gerardo. Aunque hasta hace poco él se encargaba de las mesas, hoy tienen un mozo. Alfredo es un antiguo cliente del lugar que empezó a trabajar allí después de cerrar su negocio y hoy dice: “Me hice unas amistades tremendas acá, la gente me saluda por la calle”.

“Acá la gente te saluda por el nombre. Hay algunos que vienen todos los días, otro una vez por semana”, dice Gerardo, que también cuenta que por allí pasan el cantante Daniel Melingo y el bandoneonista, compositor y baterista Fernando Samalea. “Con las productoras el barrio se puso de moda en el mundo de la música”, explica Gerardo. Se dice que Gustavo Cerati frecuentaba el bar, porque su colegio quedaba a dos cuadras, y que el local alguna vez perteneció al cantante de tango uruguayo Julio Sosa, pero la realidad es que poco se sabe sobre su origen como Bar Oriente, nombre que decidieron mantener.

Cuando Dionisio comenzó a trabajar en El Águila, los obreros argentinos podían darse el gusto de comer en un restaurante. Pero cuando compró Bar Oriente, el país era otro. “Acá venían mucho por el jamón crudo, pero ya no lo servimos porque dejamos de conseguirlo a un precio razonable. El que podíamos comprar era muy malo”, cuenta Gerardo.

Pero mientras la Argentina se hunde en una nueva crisis fulminante, Dionisio se mantiene esperanzado. “Como empleado ya viví el Rodrigazo del 75 y la hiperinflación del 85”, cuenta. A nosotros, como dueños, la crisis de 2001 no nos afectó tanto, porque cuando vos vendés buena mercadería a buen precio y la ofrecés con buen trato la gente sigue viniendo”.

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