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Una transfusión de leyenda negra

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Se define la “leyenda negra del fútbol uruguayo” como el torrente de difamaciones vertidas contra la celeste después del Campeonato Mundial de Fútbol de 1930. Fue obra de un solo diario argentino, Crítica, y caballito de batalla del jactancioso dirigente Augusto Rouquette. Este “se dio en hacer declaraciones contra la organización del certamen, contra las condiciones de seguridad del Estadio Centenario, contra los jugadores uruguayos, contra lo que fuese”, según La Argentina, y llevó a que el fútbol argentino rompiera relaciones con el nuestro. Significativamente, Rouquette no sometió sus acusaciones al tribunal de reclamos de la FIFA, que para eso estaba.

Apagada rápidamente en el Río de la Plata, la calumnia reapareció en la FIFA en 2004, en su libro de los 100 años. La federación internacional subrayó entonces “los aspectos negativos de la Copa de 1930”, que prefiguraban el fascismo, “las manifestaciones nacionalistas con su cortejo de violencias”, y el hecho de que “solo la intervención de la policía permitió proteger a los futbolistas argentinos”. Y para cerrar la vuelta, contra todo lo esperado, hace unos días, los historiadores uruguayos que lucharon durante años contra la difamación recibieron como un golpe bajo ciertos pasajes del esperado film Sangre de campeones. Entre imágenes de caos, volvía la idea de que los uruguayos ganaron “de pesados”, con violencias en las calles y amenazando de muerte a Luis Monti. Pero esta vez la idea era emitida desde aquí mismo, desde casa, como un harakiri.

Transar sobre este asunto no es para nada complicado: la prensa bonaerense de la época dice todo. Brinda al historiador tanto la mentira como la verdad: la mentira en las páginas de Crítica; la verdad en los minuciosos y valientes desmentidos de los corresponsales de La Argentina que, en Montevideo, seguían como una sombra a los jugadores de su país.

La Argentina destacó un solo incidente: el ocurrido después del partido entre albicelestes y franceses “cuando nuestros players abandonaron el estadio para ubicarse en el autobús”. Ocurrió entonces que “unos 50 individuos, con facha de atorrantes, comenzaron a insultarlos a grito pelado”. Comenta el diario: “Es verdad que eso es criticable pero lo es tanto como el hecho de que los jugadores contestaran con los mismos adjetivos. Esto originó un pequeño tumulto por lo que fue necesaria la intervención de la policía, y a empellones y haciendo uso de los sables pero sin desenvainarlos, se evitó que el público y jugadores llegasen a las manos. Sin que nadie hubiera tocado a ninguno de nuestros jugadores, estos ocuparon el autobús especial que partió de inmediato. Un sujeto arrojó entonces una piedra que no ocasionó nada más que la rotura de un vidrio. Esta fue toda la incidencia sin quitar ni poner una coma más, la que se magnificó en tal forma de que Crítica pidió el retiro del cuadro. Fue tan ridículo el artículo ya que quienes estamos acostumbrados a andar por los fields argentinos tenemos el ánimo curtido por incidentes ocurridos en esos de mucha más importancia que el citado. Con todo, los diarios y dirigentes uruguayos no solo penaron ese incidente con los más duros calificativos sino que ofrecieron amplias garantías para velar por la integridad física de los jugadores argentinos”.

Amenaza de muerte a Monti

En la nota de Crítica publicada después de la final y titulada “Habla Luis Monti”, el diario afirmó que “llovían anónimos con amenazas de muerte”. Pero en la entrevista de la misma página, Monti no lo confirma. Expresándose en sentido figurado, da estas insólitas justificaciones: “Durante el partido, debimos ceder posiciones para salvar la vida. O ganaban ellos o nos mataban a todos”. La verdad es que de haber existido los “anónimos”, habrían sido publicados. Pero nadie los vio. Tardíamente, desmintiendo la versión de Crítica, Lorena, la hermana de Monti, sostuvo que las amenazas habían sido proferidas por hinchas uruguayos en el entretiempo de la final. Pero esto no cuadra con la siguiente crónica de La Argentina:

“De acuerdo con las exigencias de la delegación argentina que a cada instante clamaba por garantías, se dispuso que durante el intervalo del descanso, nadie entrase al vestuario. Se estableció en las puertas del vestuario una guardia de soldados armados por máuser. Llegó entonces Rouquette y pretendió entrar. Los soldados, en cumplimiento de su deber, le cerraron el paso. El nombrado protestó y adujo sus derechos para pasar manifestando que era delegado y embajador de la delegación. El soldado mantuvo su consigna y le dijo: ‘Vaya señor: vea a uno de mis superiores para que me dé la orden de que pueda franquearle el paso. Soy militar y mi deber es mantener mi consigna’. El diplomático delegado argentino en vez de tratar de llegar hasta un superior del soldado que cumplía una orden emanada precisamente de esa solicitud de garantías que ellos habían exigido, pretendió entrar por la fuerza. Fue entonces cuando el soldado atravesando el arma sobre el pecho, le dijo resueltamente: ‘Usted no pasará por aquí a menos que el superior me lo ordene’ y opuso resistencia a los deseos del delegado”. En esas circunstancias, no se ve bien cómo el amenazador hincha uruguayo pudo franquear la barrera.

También debe mencionarse que en 1949, Marco Scaglia, un agente fascista de Mussolini, “confesó” haber deslizado un sobre bajo la puerta del cuarto de Monti, con amenaza de matar a la madre y a la hermana si ganaba la final. La idea habría sido condenar a Monti por cobardía y llevárselo entonces exilado a la Juventus. Un plan descabellado, inventado evidentemente a posteriori. Otra vez, la famosa carta nunca fue publicada. Monti, que murió en 1983, nunca la mencionó. La trama, además de contradecir la versión de Lorena, exonera a los hinchas uruguayos.

La conclusión de todo esto es simple: sólo puede considerarse como un hecho cierto la acción aislada de un grupejo de desubicados, ocurrida al término de un solo partido, condenada por la Asociación Uruguaya de Fúbol y por el Estado uruguayo. Fue, como dice La Argentina, un incidente marginal e insignificante, que de ningún modo “nos define como sociedad” o nos caracteriza como pueblo. Lo que sí nos define, en cambio, es eso que pasó justo antes del encuentro final. Los argentinos tuvieron el supremo atrevimiento de pretender jugar con una pelota de su fabricación. José Nasazzi podría haber rechazado la provocación, pero, demostrando una caballerosidad fuera de serie, aceptó que así fuera durante el primer tiempo. El resultado se conoce: elegancia y compromiso, 4; caradurismo y conflictividad, 2.

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