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Ernesto Díaz y Rubén Olivera.

Foto: Federico Gutiérrez

Misturados: con Rubén Olivera y Ernesto Díaz, que cierran el ciclo Música de la tierra

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Hoy a las 21.00 en la sala Hugo Balzo.

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Autores de una obra con múltiples guiños y referencias, y el intento de ofrecer una expresión personal siempre comprometida con el presente y con la excelencia artística, los cantautores Rubén Olivera y Ernesto Díaz cierran el ciclo 2019 de Música de la tierra con un esperadísimo concierto conjunto, hoy a las 21.00 en la sala Hugo Balzo, y una clínica mañana a las 10.00, sobre el portuñol como recurso estético en la música uruguaya.

¿Qué sucedió cuando escuchaste la música de Rubén?

Ernesto Díaz [ED]: Era una novedad total. Y hay algo increíble que Rubén no sabe: El País en los 80 había hecho una parodia de “A redoblar” para El Gallito Luis: aparecían unas mujeres y decían [canta] “A redoblaaar, que empieza laaaalegría”. ¿Vos te acordás de eso?

Rubén Olivera [RO]: Tengo cierta idea de que nosotros protestamos y lo sacaron.

ED: Yo llegué a verla. Eso de “A redoblar” me sonaba a cosa montevideana y murguera. Claro que Rumbo no había llegado a Artigas, y no tenía cómo escucharlo porque allá no había disquerías. Después, cuando escuché a Rubén [fue a tocar a Artigas en 1989, invitado por unos amigos en común] identifiqué el jingle. Lo que más me llamó la atención era cómo estaba armado Álbum de fotos y canciones [1987]: tenía muy bien diferenciado el lado A y el lado B, e incluía canciones como “La niña Gómez-Viña”, que es toda con armónicos; “Visitas”, “Las tres Marías”, “La mujer de cal”; la percusión de Eduardo Mateo, que era alguien que me interesaba muchísimo. Además, se unían varias cosas, como Andrés Bedó: fue una información muy grande de una barra de gente, contemporánea a la movida del canto popu, pero que no estaba plegada a lo festivalero, a la consigna política más bien panfletaria. Todavía no habían llegado [Fernando] Cabrera, [Leo] Maslíah, el Choncho [Jorge Lazaroff], Los que Iban Cantando, Estela Magnone; Rubén fue al primero que conocí de esa barra.

Y, en tu caso, ¿el proceso de las primeras composiciones de Ernesto?

RB: Él fue a estudiar al TUMP [Taller Uruguayo de Música Popular], y yo, habitualmente, siempre les digo que cuando ya saben ubicar los dedos pueden componer, para trabajar un poco la resistencia. A veces ocurre, y él enseguida empezó a traer fragmentos. La cabeza compositiva fue inmediata. Después grabó esa primera canción que hizo [“Los momentos”, que incluyó en su disco Cualquier uno, 20 años después].

ED: Había empezado cerca de ocho, y Rubén me dijo, “terminá alguna”. Me costaba cerrar una canción, porque para mí la estructura es lo más difícil. Me acuerdo de que cuando terminé de cantar esa primera canción, Rubén me miró y me pidió que esperara. Cuando volvió, llegó con Jorge Schellemberg y Guilherme de Alencar Pinto, y me pidió que la tocara de nuevo. Toqué la canción intimidado, y me acuerdo de la sonrisa de Guilherme.

RO: O sea que, respondiendo a tu pregunta, ya eran mostrables sus primeras canciones. Él venía como percusionista, pero ni bien cantó, le dije: “vos sos cantor”; y después de componer, le dije: “vos sos compositor”. Y pasó un tiempo hasta que apareció el portuñol en una canción, con “Chico tristeza”.

ED: Había querido hacer una canción en portugués, pero me salió en portugués fronterizo.

En esa época, ¿qué resonancias tuvo su planteo sobre el significado social de la música popular?

ED: Rubén hace un trabajo que tiene un legado social muy importante, que tal vez sea herencia de la generación anterior. Para su generación y para aquellos que seguían la cabeza de Coriún [Aharonián] y Graciela [Paraskevaídis], la cultura popular era muy importante, sin que sea esa cosa maniquea. A mí me conectó con aspectos de la música que me interesaban, y empecé a darme cuenta de por qué me interesaban esas músicas (Chico Buarque, Jorge Ben, Caetano [Veloso], Ruben Rada, Mateo, Choncho, Los Olimareños, Jaime [Roos]). Razonando con él, empecé a comprender que esas verdades musicales se vinculaban a algo histórico que tenía que ver con la identidad, que siempre es móvil. Eso es importantísimo. Cuando estudié historia de la música europea con Guilherme, también descubrí esa fineza. Más allá de la técnica –yo toqué porque Rubén me enseñó–, Rubén tiene un cuidado y un interés muy especial con lo que tiene que ver con la charla, con sacar lo que el otro ya trae, con buscar quién sos y quién no. Es un tema que tiene que ver con el respeto. Él no les dice “alumno” a sus alumnos porque, etimológicamente, quiere decir: “no lumbre; no luz”; y él se resiste porque teóricamente es alguien que no tiene luz y que vos lo harías brillar. Más allá de que esto sea un término, a él lo muestra como docente. Siempre te hace razonar, ver que no estás solo, que hay una historia y un contexto. Al margen de lo técnico. A él le importa mucho ver lo que traés y no tiene un estándar. Tiene mucho oficio y mucha sensibilidad para saber qué tiene el otro, hacia dónde quiere ir y qué elementos necesita. Son pocas cosas pero muy difíciles, y él lo hace fácil porque lo vive como algo natural.

¿Qué implica para ustedes el encuentro del viernes?

RO: En su momento trabajé a dúo con Mauricio Ubal, después con [Héctor] Numa Moraes y Diego Kuropatwa. Y uno no se pone a coexistir con alguien si no hay un placer extra de la relación humana, del intercambio, además de la expectativa del aprendizaje mutuo. Como cuando trabajás con un arreglador.

ED: Como cuando invitás a alguien a cantar una de tus canciones. Ahora, por ejemplo, estoy grabando una canción de aquellos años y le dije a Guilherme, que está produciendo el disco, que no quería cantarla, porque era una canción que había hecho para mi madre entre 1994 y 1995, y ella falleció en 2017. No podía cantar en ese registro. Y pensando en alguien me vino Natalia Botaioli, que es una amiga que resignificó la canción. Eso es invaluable. Y creo que ese nivel de afecto sólo ocurre en la música popular, porque tiene un elemento afectivo que es muy importante en el contacto material con el otro. Así es como se consolidan.

RO: Uno puede hablar del sabor del otro, del jeito del otro. Creo que hasta hay cierto pudor de hablar lo real para no denunciarlo, que tiene que ver con que, cuando uno está tocando, hay sintonía en el sonido y en el silencio. En esto, Ernesto es de los tipos más solidarios que conozco, más atentos y contenedores de los demás. Esto aparece en sus letras, en sus composiciones, en la conexión con la verdad de uno, ya sea en las tristezas o las alegrías, en lo llorado o lo reído. Hay músicos que pasan su vida aparentando que están conectados.

¿Qué nos pueden adelantar de la presentación?

RO: Elegimos mutuamente las canciones del otro, priorizando muchas no grabadas, y algunas recientes de Ernesto.

ED: Una versión del fragmento de una canción de un colega [Andrés Bedó] que los dos queremos mucho. Hace tiempo que quería volver a cantarla, y se la propuse a Rubén. Es casi un estreno, porque es una canción que él [Bedó] no volvió a cantar y es parte de un disco que se escuchó poco.

RO: Partimos de algo que me interesaba mucho y que era su parte rítmica, aunque sabía que me iba a costar. Después elegimos varias cosas, y él va a terminar tocando la percusión sobre la guitarra con microfonía adaptada para eso.

ED: Eso es una variante, porque vengo tocando cajón, congas. Esto también es rítmico y percusivo, pero menos estándar, porque no hay un instrumento de percusión específico. Y Rubén también va a tocar percusión, aunque ya tocaba percusión cuando cantaba “El cuadrito del barrio”. Cuando lo conocí hacía eso, y fue la primera vez que lo vi hacer en guitarra. Y mirá que había visto a Jorge Ben, a [Gilberto] Gil, y nunca había visto hacer un acompañamiento de guitarra con percusión. Lo más aproximado que conocía era a un guitarrista de Artigas, José Serradell, que tocaba la “Marcha de Tres Árboles” y hacía toda una cosa de redoblante con las cuerdas cruzadas como introducción; además del Cacho Tirao.

RO: Me acuerdo de que, cuando terminé de tocar, Ernesto llegó a saludarme. Yo siempre tengo una tendencia poco efectista de la guitarra, de quitarle, restarle cosas. Él las apuntó.

¿Con una mirada atenta?

RO: Con una mirada atenta, me comentó todo lo que podían ser novedades: hiciste aquello, esto otro, y tal armónico allá.

ED: Ni sabía que se llamaba armónico. Eso que a mí me llamó mucho la atención a otros los espanta. Porque usar esos elementos centrales en tu interpretación –y no como un efecto subsidiario– no es estándar, está fuera de la moda, de la música masiva. Además, había una cuestión con la letra, con el desarrollo. “La mujer de cal”, por ejemplo, que la conocí en vivo, me sorprendió mucho. Lo único que recordaba parecido era “Xica da Silva”, de Jorge Ben.

Hablando de esa exploración, ¿dirían que este tipo de encuentros apunta a sensibilizar, a reflexionar, a ser parte de un acontecimiento?

RO: Si sale, está bárbaro. Supongo que cuando uno intenta decir algo distinto y conectado consigo mismo, siempre tiene la esperanza de que se dé alguna chispa, porque uno está peleando una estética, un qué decir, para uno y para un momento. Así como nosotros empezamos con lo rítmico, después tendimos mucho a la austeridad, al silencio. Siempre que surgían sonidos walt disney –es decir, cuando salía lo bonito por lo bonito– los evitábamos. Uno también tiene respuestas para el momento: ahora muchos hablan de lo light, de que todo se parece, de que todo es muy afinado –los instrumentos parecen de máquina–, muy prolijo.

ED: Ahora la música popular está hiperafinada, hiperpautada. Todos los golpes del trap y el reggaeton, por ejemplo, además de estar muy comprimidos, están a tempo matemático; también las alturas, porque usan el autotune y no hay arrastre ni notas estiradas. Son todas notas deshumanizadas. La juventud está tan acostumbrada a escuchar eso, que algunos alumnos de Alessandro [Podestá] no pueden escuchar una guitarra porque tiene oscilaciones.

Coriún apuntaba mucho contra esa banalización del consumo.

RO: El maquillaje para todo.

ED: Los gurises no conciben una música que tenga una cuestión errática humana.

RO: Y uno, si bien no tiene resistencia a eso e incluso lo puede promover, tiene su impronta. En mi caso, de clase media-baja, de pasar desapercibido, y eso implica ciertas órdenes psicológicas. En el caso de Ernesto, siempre tuvo una conexión con una estética popular de verdad y con la vanguardia, con un intento de usar eso no para intentar ser otro o copiar lo que ya se hizo, sino para usarlo como alimento para componer, pensando en una proyección.

Foto: Federico Gutiérrez.

Procesando el diálogo con la herencia.

RO: Exacto. Seguir haciéndolo, y evitar esa cuestión de la asepsia, de la prolijidad absoluta. Él lo trabaja mucho, desde su look físico hasta su look musical. Nos pasó muchas veces que estábamos tocando y, si salía un sonido rugoso, algún feísmo, lo elegíamos. En ese sentido sintonizamos. Y quizá con él me permito más eso: cuando compongo, eso va más por el lado de las austeridades, del despojamiento, de esa búsqueda de no emperifollar las cosas. En el caso de él, hay una conexión ya más directa con el sonido, con los timbres, con el canto.

Hablando de la estandarización, ustedes comparten una ética, una sensibilidad, una preocupación estética. ¿Cómo creen que, en esta época, se rearticula el concepto de lenguaje colectivo?

ED: El tema es que cuando se globaliza y se utiliza el concepto de lo universal signado por el mercado, la complacencia y autocomplacencia que podés tener en la identificación con eso es lo que la moda te dicta. Cuando pasan los años decís: “No puedo creer que en esa época usaba esa ropa, o ese peinado”, cuando en esa época era lo máximo. Y lo mismo pasa con los gustos: hay música de onda y financiada, hiperproducida y no por artistas. Hay un plan de mercado que consiste en separar a la gente de su horizontalidad con el otro, para que todos queden verticalizados hacia mí. Pasa con las premiaciones; yo compito contigo, yo quiero ganar el Grammy, no importa si lo que hago dialoga contigo. Eso le sirve al mercado. Le sirve que la gente, antes de escuchar un tema, se fije cuántos likes tiene o cuántas reproducciones. La cultura pop de masas, que mantuvo la figura de los productores en alta, hizo que ellos empezaran a pelearse con los artistas rebeldes. Mejor agarrar a alguien más manipulable. Es un tema de industria. Hay una lucha por mantener identidades y diálogos.

Que respondan a una necesidad histórica.

ED: Afuera de eso y con eso. Con la tropicalia lo que hicieron fue dialogar con eso y traer cosas anteriores. Hay maneras.

RO: El sábado tenemos la clínica. La nombramos “El portuñol como recurso estético”; tiene que ver con esto. A veces me decían: “La Intendencia de Montevideo tiene pocos planes de cultura”, y yo comentaba que si su propio grupo no tiene un proyecto cultural amplio, o en la época no hay una línea política a la que puedas adherir, y que va más allá de una visión social demócrata artística, una distribución de lo hecho sin buscar más allá, no se puede pedir más. Es una época poco transgresora. Es algo que nos interesa destacar en la charla que vamos a dar, y por eso pensaba hablar, primero, de cómo a veces hay géneros que la historia está esperando que se trabaje con ellos, como puede ser la murga y el candombe fuera del carnaval. En el caso de la murga, con Jaime; en el caso del candombe, la aplicación de la cuerda de tambores a la línea de tango fue con Romeo Gavioli; a la tropical, con Pedro Ferreira; a la jazzística, con Manolo Guardia. Con grandes vetas, están esperando que estadísticamente alguien las descubra. A alguien, en algún momento, se le ocurrirá sumar la electrónica al tango, y a otro se le ocurrirá sumarle la tropical. Es un procedimiento. En los otros casos, como los del carnaval, son géneros que estaban esperando que la canción popular los utilizase, que es algo relativamente reciente: Los Olimareños en 1965 y Jaime en 1977. El tema es qué porcentaje hay en una realidad que te posibilite que alguien esté interesado en la innovación. Y, cuando esa persona está interesada, otro tema es qué insumos encuentra en caminos que se van cerrando. Pepe siempre decía: “Cuando empezamos fuimos los primeros en usar la batería de murga, los primeros que trabajamos el tango en la canción”. De a poco, hay cada vez menos. Yo le insisto a Ernesto con que –más allá de que históricamente no es nueva en la canción, sí lo es– con la utilización del portuñol como recurso estético en la música, él tiene esa carretera histórica: lentamente, la gente se va acercando a aceptar eso como uno de los elementos de la ética de la diversidad. Hace unos días, por ejemplo, se bajó el cartel del zoológico. Eso explica a una sociedad que, después de un consenso, considera que está mal tener a los animales encerrados, cuando antes era impensado. Así, ahora me parece que hay más gente interesada en descubrir a Fabián Severo [narrador y poeta que también escribe en portuñol y comparte espectáculos con Díaz]. Históricamente es reciente, pero a Ernesto lo veo tocando en un Teatro de Verano con 40.000 personas, porque él aguanta, resiste artísticamente como intérprete. Es una línea dentro de la que hay interés no sólo por su material y sus composiciones puntuales, sino por lo que él porta históricamente como alguien que, con credenciales, puede defender una línea estética en el texto y en la música, que se asocia a lo brasileño y que no implica irse para allá, sino traer hasta aquí las riquezas de frontera.

Desde el exilio, desde la distancia de Artigas, te vinculaste de otro modo con el portuñol, con tu lengua materna. ¿Cómo se procesó eso en tu composición? Porque empezaste a componer en Montevideo.

ED: Me acuerdo de cuando hablé con Luis Behares, que es un capo que estudió toda su vida de una forma muy humilde, porque él siempre se quedó en los barrios y trató con gente humilde, no letrada, sabiendo muy bien que la oralidad es mucho más ferviente en la gente no letrada. Cuando fui su alumno y él habló de la frontera, le dije que en Artigas no había eso, y él me respondió: “Mirá cómo estás hablando”. Y yo le decía: “Sí, mi abuela”, y él me agregaba: “tu abuela y vos. No tengas vergüenza, que esas variantes que estás manejando son de lo más bello de la identidad lingüística del Uruguay”.

Un reconocimiento desde la academia

ED: Sí, desde lo técnico. Porque al principio yo lo escondía, y decía que tenía un cantito como cualquier persona. El primer escrito que hice en la Facultad de Humanidades no me lo corrigieron, y me pidieron que lo diera oral porque no entendían nada. En la mesa estaban Jorge Albistur y Eleonora Basso, y cuando lo di, lo aprobé. Ahí fue cuando empecé a preocuparme por escribir bien el español. Ahí empecé a extrañar, y a revincularme con eso; a releer las cartas de mi madre, que era maestra y enseñaba en español pero a mí me escribía en portuñol. Eso lo noté acá, y el mismo camino hicieron Fabián [Severo] y Chito [de Mello]: primero se lo hicieron notar de manera despectiva, aunque la mayoría de las veces no sea despectivo, sino que vos lo sentís así. Estás extrañando, estás lejos, y te están marcando esa diferencia; capaz que te sentís intimidado. Como dice Chito, “Querido hermano / montevideano / no soy ‘bayano’ / ‘tás engañáo’ / soy de Rivera / de la frontera / donde cualquiera / habla entreveráoỷ”, y después dice que es uruguayo, pero no del Uruguay que se concibe en el sur. Cuando lo asumí, me sentí libre. Porque como soy bilingüe, diglósico, también lo aplico en la poesía, a veces más consciente y otras menos.

Y en tu caso, ¿qué reposicionó el exilio?

RO: No sé, en Argentina estudié guitarra y canto. Pero ya había tocado antes, porque en el 72 ya había cantado en actos del Frente, y desde los 12 años estaba componiendo, entonces ya estaba muy conectado. Fueron raros esos seis años allá [se fue a Buenos Aires a los 17 años y volvió a los 23], porque creo que nunca tuve televisión y no escuchaba radio. Y ni bien volví, me reincorporé como si nunca me hubiera ido. Justo caí en el 78: al otro día fui a ver un recital de [Luis] Trochón con Larbanois & Carrero, al siguiente de Los que Iban Cantando, y al otro ya había arreglado para tocar con Larbanois & Carrero.

Como familiar [su hermano Raúl Pedro es uno de los uruguayos desaparecidos en Argentina], ¿cómo viviste la confirmación de que los restos hallados en el Batallón 13 eran los de Eduardo Bleier?

RO: Al principio, siempre es una expectativa para ver a quién le toca. Es muy fuerte la conexión con el hecho en sí, lo que mueve, la exposición que tienen. Me acuerdo de que una vez Luz [Ibarburu] me dijo: “Ayer me quebré”. Y me contó: “Al otro día de la democracia hicimos un pacto de no llorar. Que jamás nos vean débiles ni consigamos adhesiones por generar lástima. Y se ve que dije una palabra o algo, y lagrimeé, y me dio una rabia...”. Por dentro, los familiares tienen un viaje propio. El otro día miraba a Gerardo [hijo de Eduardo] dando una entrevista, y su crispación, sus agradecimientos a todos ellos... Es como mantener una herida abierta; el duelo social te lleva a mantener vivo el duelo propio. Hay movimientos de la derecha que a veces intentan tapar literalmente el asunto, pero viven en un temblor permanente. Todavía hay 180 posibilidades de que la sociedad se vuelva a sacudir.

Y la verdad siempre se termina imponiendo a las mentiras oficilizadas.

RO: Claro, cada vez que pasa eso, vuelve el viejo tema: el que te abre la puerta en el cuartel sabe que estás buscando tres metros al costado de donde están. Alguna vez dije que se trataba de una triste búsqueda del tesoro. Estamos agujereando todo Uruguay, y en los cuarteles los milicos caminan encima de los muertos. Es la realidad que incluye a la izquierda y a todo lo que no hizo en estos años.

Como decía Coriún, “no hay nueva sociedad sin nueva cultura”. ¿Coinciden con eso?

RO: Siempre decía que las independencias latinoamericanas fueron jurídicas, pero no económicas ni culturales. Y que podía haber cambios, pero eran sólo de forma. Hasta que no estuviera incorporado a la costumbre de la gente, no habría cambios. La novedad actual es que, dentro de esos porcentajes que se van dando –lo que pasó con el plebiscito del No en 1980, por ejemplo–, lo que está mostrando Brasil a nivel de poder es que lo ganado por medio de la imposición del sistema puede retroceder. Esa gente que se autorreprime y que todavía se muerde si ve a dos muchachas o muchachos de la mano por la calle, y cuando está avalada por el poder sale a la caza de brujas. Por ahora, está la experiencia de los progresismos que retroceden porque hicieron cambios cosméticos y no alcanzaron cambios estructurales que posibilitaran algo más acentuado. Es como que mañana llegara [Jair] Bolsonaro y volviera a colgar los carteles del zoológico.

ED: Sin un cambio en el orden jerárquico, es lo más cómodo para lo establecido, para el mercado. Sólo avanza el consumo y todo queda como está.

Y así tampoco se habilitan nuevas escuchas.

ED: No se puede. Está todo aparateado. En ese sentido hay una militancia.

RO: Y es paradójico que los muchachos que hacen música tratando de plantear novedad tengan poco público interesado, incluso después de varios gobiernos progresistas. Hay explicaciones políticas. La agenda de derechos, que es algo a lo que nadie se va a oponer, canaliza las energías de otros tipos de cambios que no se hacen. Y esa agenda de derechos puede ser algo reversible cuando no se establecen esos cambios estructurales que permiten ir más allá que, simplemente, una intención exterior de cambios.

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