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Ilustración: Ramiro Alonso

Terrores femeninos

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El adjetivo “femenino” siempre parece frivolizar al sustantivo que acompañe. Revistas femeninas, consejos femeninos, intuición femenina; mujeres que ríen mientras cuchichean sobre recetas de exfoliantes.

Pero también hay horrores específicamente femeninos.

No puedo evitar agrupar algunas escritoras contemporáneas como Samanta Schweblin, Fernanda Trías y Mariana Enríquez, y algunas menos contemporáneas, como Armonía Somers, como escritoras que captan muy bien ese sentido de lo ominoso que me parece más propio de las mujeres. Hay ciertas oscuridades, ciertas intuiciones siniestras, que relaciono con mi condición de mujer y que estas escritoras tan bien reflejan. Con el miedo que se calla y crece como enredaderas a la sombra, constriñendo los pensamientos, manifestándose de formas extrañas.

Y me he preguntado muchas veces si es sólo una asociación caprichosa mía o hay algo ahí.

Una posible respuesta se me ocurrió hace poco y es tan obvia que duele, pero es una cuestión que todavía no he asumido del todo yo misma: el cuerpo de la mujer está marcado, desde antes de nacer, por algunos presagios oscuros. Y esos presagios condicionan, claro, la forma en que una piensa y siente.

En una escena de la película Antes del atardecer, Céline cuenta que cuando era chica e iba a aprender piano y volvía cuando ya estaba oscureciendo, la madre le decía que tuviera cuidado con los viejos verdes que iban a ofrecerle caramelos y después mostrarle el pene. La madre estaba tan obsesionada con la idea, que Céline terminó creyendo más tarde que realmente le había sucedido. Y hasta ahora, cuando tiene sexo, se ve a ella misma caminando por la calle a donde iba a estudiar piano.

Es esa sensación de que algo malo puede pasar sin que haya más desencadenante que el cuerpo mismo, y cómo integramos eso a nuestra imaginación y pensamientos, la mayoría del tiempo sin ser conscientes. No es que necesariamente tengamos miedo, pero es algo que está siempre a la vuelta (“mandame un mensaje cuando llegues”). Nos advierten desde niñas: en cuanto nuestro cuerpo empieza a ser mirado por otros, es una tragedia anunciada.


Cerca de cumplir los 31, me cuestiono a menudo si querré tener un hijo biológico, porque claro, el tiempo se está acelerando; ya no es algo que pueda posponer para dentro de diez años.

Estas últimas semanas, la respuesta a esa pregunta ha sido un visceral y asustado “no”. Leo noticias sobre la avanzada antiabortista en Estados Unidos, sobre la niña embarazada por su abuelo en Argentina y obligada a dar a luz; pienso que, incluso acá, nuestra Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo es nueva y enclenque, y que la derecha acecha, y un miedo sincero, primitivo, que se antepone a mis lecturas feministas, me dice que no, que no puedo poner mi cuerpo aun más a la merced de otros.

Hablaba al principio de escritoras mujeres, pero recuerdo dos obras de hombres que ya de chica me impresionaron al respecto: por un lado, un cuento de Ray Bradbury, “El pequeño asesino”; por otro, la película de Roman Polanski El bebé de Rosemary. Los dos retratan con precisión a una mujer con un doble miedo: al otro que lleva adentro, y al otro que está afuera.

Si no pensara que la maternidad puede ser una bella experiencia, no estaría dudando sobre vivirla, pero en este momento gana el miedo, que me parece igual de legítimo que el deseo. El miedo, sí, a que otro ser salga de mis entrañas, a lo Alien, porque no deja ser algo extraño y lleno de incertidumbre; y el miedo mayor –y más certero– al afuera que espera a ese ser extraño y lo reclama como suyo cuando aún está dentro de mi cuerpo; especialmente cuando está dentro de mi cuerpo.

Aunque ya no se nos marque la maternidad como algo que tenemos que hacer queramos o no, sigue siendo fuertemente sugerido; nuestra valía y nuestra felicidad siguen dependiendo en buena medida, en el relato hegemónico, de esa ocupación mágica y generosa y plena que es ser madre. Sin embargo, ¡qué fácil se nos descarta antes o después! Y, de forma más paradójica, durante, en el que las mujeres son al mismo tiempo tanto cuidadas y queridas como percibidas como incubadoras sin voz propia.


¿Y después? Después, el olvido. El otro día estaba mirando la bella serie Six Feet Under, que gira en torno a una familia de sepultureros y abre cada episodio con la muerte de alguien. Me impactó personalmente la de una mujer de mediana edad que vivía sola; sus preparativos para almorzar y su estúpida muerte: se ahoga con el primer bocado y no hay nadie alrededor para notarlo. Hace unos meses estuve a punto de que me pasara algo parecido con una papa frita, y me sentí ridícula, pequeña y sola.

Cuando las mujeres son encarceladas, suelen tener una frecuencia de visitas mucho menor que los hombres; ellas no están rodeadas, como ellos, de un hermano, un novio, un padre que vele por su bienestar. Muchas de ellas son madres solteras. Entonces, una mujer con familia suele estar menos sola que una mujer soltera, pero sigue estando sola en algunas ocasiones límite.


Y está el olvido después de la muerte. Virginia Woolf especulaba, en Una habitación propia, que una gran parte de la literatura cuyo autor es anónimo podría haber sido escrita por mujeres. Estábamos a finales del siglo XX y Joanne Rowling escondió su nombre de pila femenino detrás de unas siglas para que sus libros tuvieran más posibilidad de ser leídos (y usó directamente un seudónimo masculino para su literatura policial). Camille Claudel, una gran escultora francesa, fue considerada en vida poco más que una amante desequilibrada de Auguste Rodin, y siguió siendo considerada así mucho tiempo después de su miserable muerte en el asilo psiquiátrico en el que pasó los últimos 20 años de su vida –una mujer talentosa y “loca” es más loca que talentosa, siempre–.

Sí; difícilmente veamos alguna vez el sintagma “terror femenino” en algún aviso publicitario.

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