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Fernando Cabrera (archivo, julio de 2018).

Foto: Javier Calvelo, adhocFOTOS

Ciudad Cabrera

4 minutos de lectura
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Dice así: nace un 8 de diciembre de no le pregunte qué año. Cuando cumple seis, sus progenitores le regalan el instrumento. No se sabe por qué. Quizá porque podía ser poeta, Sui Generis, cuando creciera. Las voces pueden cambiar, algunas veces hablas de ti, otras de ti o de tus canciones. La historia continuará, dice una de ellas.

No quiere ser esto prosa poética. Velocidad controlada de Roberto A es lo único que se precisa. Hay mucho que tiene que ver con la métrica de los versos. Mi padre, no mi abuelo, me dijo una vez que son todas de sobrepique cuando escribís, pero no son bolas o bolazos cuando hablo de vos.

Es necesario al menos haber escuchado una del hombre de las iniciales FC, que se presentó dos noches en la sala que lo conoce hace veinte años. Invitado de lujo. Festejos de vigésimo aniversario largo que va de la A de Alfredo a la Z de Zitarrosa. Entradas agotadas para la primera sala, se agrega otra. La del 16 agosto, una semana antes de la Noche de la Nostalgia, sobrevendida y casi agotada. La del 17, en la que estuve pegado a los tres únicos asientos libres junto a la mamá de Cecilia. Nadie hubiera podido soñar como vos cuando ibas a dar clases de guitarra a Colonia. Me contaste el momento en que te pregunté qué viajes de la Onda recordabas y tuviste que ir treinta años para atrás.

Capaz que se necesita al menos una vez haber estado en uno de tus conciertos. Fernando María, en los días de colegio fuiste reclutado por el coro; no querías ser un ángel tú, pero ellos te precisaban.

Después de haber huido de sus garras, saliste por una puerta en preparatorios que decía Humanístico, creyendo que ibas Derecho a doctor en leyes, más que escribano. “Pero te pido que comprendas”. Cambiaste de parecer pero no de orientación. Seguiste por el camino de los humanos hasta el IPA porque querías ser profesor de Historia.

“¿De quién hablamos?”, me pregunta mi sobrino que tiene doce años cuando termino de leer esto en la puerta de un lugar que se llama La Otra y no es un cuarteto vocal.

“De Fernando Cabrera”, le contesto. “Un cantante casi famoso. Que canta canciones más lindas que tristes, pero lo identifican más con lo segundo que con lo primero”. Es lo más fácil de decir, claro de repetir, obvio de opinar. Hay toses que retumban en la sala, molestan bastante, será el invierno y un par de listos. No hay adelanto de primavera afuera, pero hay Anticipo adentro, que es el nombre del show que emana calor. Se presenta con su voz y guitarra eléctrica negra que no es la que sostiene en la tapa de Fines (1993) o de Viveza (2002). Toda la noche sin tocar una sola vez sus clavijas. Capaz que fue un juego Dylanesco en el silencio absoluto de cuando las luces se apagan, y cuando vuelven apareces más afinado y parecido a JJ Cale resucitado que a Peter Frampton Comes Live. Esa mariposa que acaricias se parece más a la de la portada de tu disco Buzos azules (1986).

Con una Fender Telecaster que no conocía subió al escenario después de una telonera argentina que cantaba con muy linda voz. Sonó tan bien como vos, que podrías haber viajado de memoria hasta Sondor cuando saliste para el concierto, pero amnesia no te acompaña.

En la calle Río Branco aguardan los mismos estudios de siempre. En plena grabación te encuentras. “Cuando se trata de usted yo me quedo sin palabras”. Un nuevo disco para vos, porque en este sos como Prince. Sin apuro vas por las pistas, sin prisa en este sin nombre aún. Saldrá el año que viene, cuando se cumplan cuarenta y dos o cuarenta y un años de tu primer registro fonográfico, de nombre 5 del 78. Como eran jóvenes los cinco, salió un año después, pero el nombre no cambia.

Se precisa algo para destapar bien los oídos cuando hablamos de Cabrera Seijas. Había una familia enorme que no era tuya, que vivía en la casa de al lado, donde ahora es el hotel Los Ángeles, podían escuchar el audio de las películas sin que las paredes fueran de cartón, con sólo pegar el ojo; en el pasado hubieran visto lo que el viento se llevó y en el volver al futuro a este hombre cantar sus canciones. Las nuevas que son buenas y las viejas que son conocidas. Hay un juego con el tiempo, de “Por ejemplo” del pasado a “Comienza la escuela”, que no cantó. “El liceo” es una buena nueva que va a venir después en forma de disco. Igual que otra que habla de su padre, mais uma en la que regresa a una vieja estación, y humorística esperanza en una letra en la que Jesús cambia el orden de las cosas y le corta la cabeza a un tal Bautista. Todo posible estreno se da lugar.

En la mitad de la función sin intervalo aparece Gustavo Ripa, único invitado, dueño de la guitarra mágica. Quien lo invitó a subir al escenario comparte un chiste con nosotros, público, después se calla, escucha una suya instrumental, “Paso Molino”, en la que queda claro que el chiste era cierto. Ahora hay una cosa más que el mago GR hace con FC: lanza perfume para que vuelva a cantar como si fuera aquel niño del coro de ángeles. Su cuerpo, la postura que adopta, la manera en que sus manos vacías agarran la silla por los costados. Y por cómo hace sonar el instrumento que mejor conoce desde el día uno. Cuando canta esos versos atropellados de “Vidalita” me hace emocionar como en el cine. “El tiempo está después” viene después, me aburre con el juego de luces en las paredes. Se sabe bien que vino el experto de las emociones, el de las luces no tanto. No se olviden de que es Ciudad de Cabrera en la que se vive.

“No hay tiempo, no hay hora, no hay reloj. No hay ni antes, ni luego, ni tal vez. No lejos, ni viejo, ni jamás” y la letra sigue todavía.

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