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Ilustración: Ramiro Alonso

El cuerpo llenito de madrugadas

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Sale desde la plaza de siempre. Junta sus pocas cosas, mira hacia su derecha y camina. Zancadas largas, pasos lentos, el tranco del desengaño. Tiene puesta una vieja camisa a cuadros y la lleva por fuera de un pantalón bien mugriento. Los zapatos están desechos. Va con su mirada al frente y la espalda bien erguida. Se detiene, enciende un pucho, escupe. Sale desde la misma plaza de siempre para hacer un trayecto cotidiano. Lo conozco porque al tranco, a ese tranco del desánimo, no le regala ni un centímetro.

Al hombre de la mochila de cuero nadie le reverencia ni una mueca, salvo las de desprecio. Por eso un día lo conocí, tras seguirle los pasos, caminando como manera de escuchar mis pensamientos, acaso para soltar lo que hubiera que soltar.

Luego de ver una vieja pared, a la izquierda de mis primeros pasos, cuando un carpintero barría viruta, señal del trabajo terminado, ante la atenta mirada de un perro cachivache sin intenciones de moverse, al llegar a la esquina de Sin Embargo y Qué Sé Yo, lo veo sentado en el suelo, afuera de una librería, recostado a un árbol, leyendo, con el tabaco en el paladar.

–¿Puedo saber qué está leyendo? –pregunté.

–La historia que está soñando. Revise acá, tome, tome –dijo con un tono entre desafiante e irónico. Dejó la mochila y se perdió en la esquina. Miré la bolsa de cuero sin entusiasmo.

Me enrosco en tus ancas fuertes
y en tus ternuras, mi negra.
Me gusta vivir la vida
entregándome a la suerte,
pa’ no tener tanto miedo
cuando me abrace la muerte

Nos pasamos recordando por gracia a la vida y por miedo al olvido. También porque cuando venga la muerte se apagará la luz y nada tendrá sentido. Recordar es la cruz de los vivos. Nunca quisiera olvidar, por ejemplo, el comienzo de aquella canción que dice “llegan los carnavales y vienen con tambores, desatando sus flores para correr los males”.

¿Siempre el mismo destino? Me acuerdo de la vez que El Sabalero –perdón: José Carbajal, El Sabalero– cayó por la cruz del norte, entre Francia y España, donde un mogollón de uruguayos le buscábamos la vuelta a ese azar que llaman vida. Pelos chuzos, bigote polenta, ojos directos y aliento violeta, preguntó si estaban las pelotas para el partido. Traía la guitarra en la mano. Hice la del charabón pa’ no llorar.

Aquella noche en el monte desde donde veíamos toda la ciudad teníamos como 30 litros de vino, un montón de kilos de algo que los carniceros vascos nos vendieron como asado, tres camisetas de Uruguay y cinco tambores: dos chicos, dos pianos y la magia de un repique.

La gilada no vino porque llovía. Siempre llueve en el norte, no es excusa para faltar. Mucho menos cuando el que viene es tan grande. Yo no sé, pero hay gente que no dimensiona lo que le pasa, ¿no’cierto? Es como que van ahí, por la vida, tarados como el pájaro carpintero, creyendo que las necesidades se cubren picando las cosas sin pensar que la magia está en el vuelo. Me refiero a un lote de gente que cree que, sentada ahí en su comodidad, sólo por el hecho de haber vivido en una franja de tiempo por la que pasó mucho mundo, conoce de banderas, capitales, ríos y mundiales. Sabrán de enciclopedias, pero en los papeles no se conocen las hendiduras de la tierra, los gestos de los mapas, la ternura fresca del agua, la cara del paisano, las callecitas de adoquines, los rotos conventillos, las paredes que, como velo impalpable, separan lo intrascendente de la felicidad. Y qué felicidad.

En fin. Un montón éramos sobrevivientes de El Sabalero, aunque de esos el único que cayó a la fiesta fui yo. Pero no duele decirlo, por suerte, porque la barra que no abandonó fue la de los gurises: esas manos valientes del futuro. Se cantó el repertorio completo, creemos, y, entre cueros y riego tinto, la noche se fue consumiendo con la dulzura de una armónica. Dijo El Sabalero que a aquella barra de Bilbao no la olvidaría nunca jamás porque “un día de piel vale más que mil monedas”. Lloro de pensarlo. Repetimos mil veces “La sencillita” porque nos traía al pago, y “La muerte” porque, aunque nadie la quiera, vestida de canción nos parecía la mejor canción del hombre.

Con chorros de mariposas
enamoramos la vida
entre sábanas calientes,
promesas y despedidas,
y bajo de cada retazo
anda la muerte escondida.

De aquella mochila salieron otros barullos. El hombre se fue manso por donde vino. Siempre es lunes algunas veces. Tocó la suerte que en aquella serpentina la vida quedara enredada para siempre, entre los perros y el niñerío corriendo, al costado de la desconfianza, soportando la propia existencia.

Siguió su vida El Sabalero y nosotros, aquella barra errante en Euskadi, tomamos sus nuevos caminos. Algunos volvimos, otros se fueron cerca, hay quienes se quedaron. Todas las opciones son válidas cuando la patria es uno mismo. Por eso, cuando hubo que cantar, alguien eligió llamar al de Juan Lacaze.

Dicen los que piensan todo que se puede elegir qué olvidar y qué dejar en el más íntimo recuerdo. Me cuesta saber de qué hablan –o para qué–. Prefiero estar en la vereda de los que atesoran momentos como tatuajes, dejándose emocionar con vidalitas sin saber por qué. Cantó la murga que “los días que no hay memoria el cielo se pone gris”. No son changa diez años sin El Sabalero.

Muerte que anda de amargura
como si se lo pidiera,
déjeme un ratito solo
Pa'arreglarme con mis penas

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