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Duna, de David Lynch, a lo lejos y a la sombra de Villeneuve

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“Incomprensible”, “fea”, “la peor película del año”, “Sting en conchero”. Con estos complejos antecedentes me dispuse a ver por primera vez Duna, la adaptación de 1984 dirigida por el mismísimo David Lynch. Con la ventaja de que acababa de salir del cine de ver la versión de Denis Villeneuve, así que tan incomprensible no sería todo ese tema de la especia que sirve para viajar por el espacio y para drogarse. Y la (relativamente sencilla) intriga palaciega que pone en marcha los acontecimientos de la historia.

De todos modos, si algo abunda en la película incluso más que la arena del planeta desértico Arrakis, es información. El emperador (José Ferrer a media máquina) comienza la película explicándolo todo. Aquello de show, don’t tell no corrió para Lynch, quizás por la necesidad de comprimir los acontecimientos de una novela de más de 600 páginas. En mi edición, que para peor tiene letra chiquita.

Este quizás sea el mayor inconveniente que arrastra una película que no me pareció tan incomprensible ni fea, y calculo que 1984 habrá tenido su amplio catálogo de boñigas como para elegir la peor. Incluso en la primera mitad de la película, cuando el guion se toma su tiempo para ubicar a las innumerables fichas en el tablero, Lynch no deja que adivinemos lo que les ocurre en base a sus acciones o sus gestos; una y otra vez nos hace escuchar sus pensamientos antes de que se pongan a hablar. Y no hay tanta duplicidad como para que esto sea aprovechado.

Pero vayamos a los elementos positivos, aunque quizás alguno de ellos esté teñido de una falsa nostalgia, porque jamás había visto esta película. El sonido es un tema fundamental en el desarrollo de la historia y aquí le prestan especial atención. La música de Toto hace que nos olvidemos sólo por un momento del hitazo “Africa”, en particular gracias a “Prophecy Theme”, el tema que produjeron junto a Brian Eno.

El aspecto visual está muy trabajado, aunque la fotografía y los efectos estén muy lejos de las producciones actuales y más cerca de Spaceballs (S.O.S. Hay un loco suelto en el espacio, de Mel Brooks, 1987). El presupuesto en locaciones está más cerca de una serie inglesa de ciencia ficción, pero al igual que los productores de Doctor Who, se exprime en buena forma cada dólar o cada libra esterlina. Y la combinación de maquillaje, peinados y vestuario es digna de mención, aunque por momentos no arriesguen desde el punto de vista futurista y sintamos que estamos frente a un imperio austrohúngaro que ganó la Primera Guerra Mundial y luego conquistó las estrellas.

En este marco y con una pizca de inocencia ochentera es que conocemos a nuestros protagonistas. Nuestro Paul Atreides de turno es Kyle MacLachlan, unos años antes de que Lynch (bastante contenido en materia onírica, salvo cuando el libro lo pedía) lo coronara en sus Picos gemelos. Y aquí hay un aspecto que debo mencionar, porque de otra manera no me lo perdonaré: Kyle tenía a la hora de filmar más o menos la misma edad que Timothée Chalamet, el Atreides de Villeneuve. Sin embargo, mientras que en la Duna 2021 Paul parece un adolescente descubriendo su vocación de salvador, el Paul de 1984 parece un treintañero slacker que no termina de mudarse de la casa de sus padres. Que no están casados entre sí.

El elenco hace lo que puede con un guion repleto de expresiones grandilocuentes, y por momentos el registro vira hacia lo teatral. A todo esto la Casa que debió irse del planeta de la valiosa especia vuelve para atacar a la Casa que se lo quedó, mientras el emperador mueve los hilos con cierta parsimonia y la batalla se carga a varios personajes sin que hayamos tenido mucho tiempo de encariñarnos con ellos. Hasta que Lynch se da cuenta de que le queda una hora para contar el resto de la historia y tiene que comprimir tramas en la mesa de edición.

La realidad es que, como ocurre en casi todos los largometrajes, quedaron muchas escenas afuera. Y en alguna oportunidad se estrenaron ediciones extendidas que jamás contaron con la bendición de Lynch. Así que lo que sería el tercer acto aquí transcurre a una velocidad tan alta que parece ayudada por la especia de marras. Este fragmento de la novela es el que, casualmente, Villeneuve reservó para una segunda entrega de Duna, que por suerte recibió luz verde de parte del estudio hace muy pocos días.

“Imperfecta”, “ochentera”, “una de las muchas películas de ese año”, “Sting en conchero” (algunos antecedentes resultaron ser acertados). Así podría definir esta obra que quizás se disfruta con otra libertad si uno vio la nueva adaptación, y quizás se sufre si uno leyó el libro y lo tiene en alta estima. Les cuento cuando lo termine.

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