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Dibujo de Augusto Monterroso.

El niño que jugaba con las letras

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A nadie sorprende que un niño centroamericano crezca poco y que llegue a la edad adulta sin crecer lo esperado. La baja talla se asocia a limitaciones dietéticas propias del origen geográfico, y ambas explican que el primer empleo de muchos jóvenes sea cortar y vender el alimento responsable de la evolución del cerebro humano: la carne de res. ¿Qué hace un carnicero con tanta proteína ante sus ojos sin poder comerla? De ahí la fijación de Augusto Monterroso con la vaca hasta convertirla en su animal favorito. La imposibilidad de llevársela a la boca lo orilla a la mejor salida: domesticarla para reírse de sí mismo.

En 1959, por insistencia de Henrique González Casanova, que le dio un empleo en la UNAM en su primer exilio, Monterroso reúne varios textos dispersos que conformarán su primer libro. El retraso en el crecimiento, nunca compensado, podría relacionarse con la “demora” en su primera publicación, a los treinta y ocho años. ¿Es demasiado tarde lanzar un primer libro llegando a los cuarenta? Después de la primera edición de Obras completas (y otros cuentos), se arrepiente y teme no haber dedicado suficientes años para considerar concluido el aprendizaje. ¿Alguna vez termina ese proceso?

Aprendiz eterno, nunca se acomoda en ningún género. Del cuento va a la fábula, luego a la novela, a la entrevista y al diario personal. Ricardo Piglia dice que muchas novelas sin ripio hubieran sido buenos relatos o excelentes poemas. Monterroso lo pesca en el aire y su compromiso (borgiano) con la brevedad le impide ensuciarse las manos con la vulgaridad de las formas largas: “Un libro es una conversación [...], y la novela viene a ser un abuso en el trato con los demás”, mientras subraya “la mala educación” de Tolstoi o Victor Hugo. “Yo no escribo, yo sólo corrijo”.

Tallerista apasionado cuyo alumno más destacado es Juan Villoro, enseñaba lo que él necesitaba aprender, y terminaba haciéndose, y haciendo al lector también, compañero de barra de los autores de otra época. Los hace sentarse a los tres, referente clásico, lector actual y él mismo, en un salón para beber un café o un tequila frente a la mesa de billar.

En Movimiento perpetuo, volumen híbrido por la variedad de textos, incluyendo los treinta y un epígrafes relacionados con la mosca (guiño a Melville, otro mentor suyo, que rescató más de ochenta citas introductorias para Moby Dick), explica cómo se deshizo de quinientos libros ante la saturación que le producía acumular títulos por pura inercia, desaconseja el conocimiento directo de los escritores y hace una lista de los beneficios y maleficios de la lectura de Borges, partiendo del desencuentro que suele generar el primer contacto con su universo.

Erudito y juguetón –mezcla difícil de conciliar–, siempre se sintió más lector que escritor (Borges, otra vez). La modernidad le parece un espejismo y encuentra compadrazgo con los autores griegos o romanos. Platón, Luciano y Dante, Quevedo, Góngora y Swift desfilan y preparan el clima para destrozar a cualquiera, siempre con elegancia y sin alzar la voz, como cuando responde a la crítica de Susan Sontag al género de los diarios, al tiempo que esmerila la figura del doble: “Uno es dos: el escritor que escribe (que puede ser malo) y el escritor que corrige (que debe ser bueno). A veces de los dos no se hace uno”.

Leopoldo Ralón, investigador minucioso, implacable e ingenioso, anotador certero y observador penetrante, es el personaje que muestra mejor su capacidad de reírse de sí mismo e ironizar ante la vanidad que embarga a cualquier escritor en su paraíso del tonto solemne: “Pensaba, hablaba, comía y dormía como escritor, pero era presa de un profundo terror cuando se trataba de tomar la pluma”. Después de pasar siete años rumiando un cuento mientras lee todo lo relacionado a la materia, Leopoldo entiende que la retórica y la gramática “enseñaban cómo se escribía bien, pero ninguna cómo se escribía mal”. Igual, el profesor Fombona de Obras completas pasa cuarenta años dedicado a realizar traducciones, monografías, prólogos y conferencias que apenas le resultan útiles para destruir los sueños del colega más joven y mitigar sus propias ambiciones creadoras.

Después de tumbar todos los mitos y monumentos del mundillo de las letras, Monterroso abandona el registro humorístico y se vuelve autobiográfico en “Llorar orillas del río Mapocho”, declaración de impotencia y frustración por volver a tener que dar tumbos entre países, buscando trabajo de cualquier cosa. Nacido en Honduras, asimilado en Guatemala, radicado en México y exiliado en Chile y Bolivia, su vida fue una mudanza permanente. Nunca llegó a votar en ningún país y padeció hambre incluso de adulto, entre exilio y exilio.

En La letra E, su diario, envidia a los “escritores de verdad” que “ven más, son más listos, perciben cosas que yo no alcanzo a detectar ni a mi alrededor ni en los libros”. Le parece ufano alardear de las banalidades cotidianas (¡Ay!, si tuviera una cuenta de Instagram) y prefiere limitarse a sus vivencias literarias. Articula su día a día dentro, encima y debajo de los libros, nunca lejos de ellos. Las cosas que le ocurren son los libros que lee. Encuentra referencias clásicas como quien encuentra piedras en el camino, de un modo natural y nunca forzado. Al final toda la literatura, incluyendo la suya, termina pareciéndole banal, consciente de que ninguna obra maestra no publicada constituye una pérdida para la humanidad.

En Los buscadores del oro, sus memorias infantiles, repasa la historia de su familia en Honduras y menciona varias veces a su padre, impresor y fundador de revistas, como una presencia inestable que nunca funcionó como ejemplo, y que terminó consumido por el alcohol. El único recuerdo grato que Augusto guarda de papá es que le haya permitido jugar con los tipos de las máquinas impresoras para formar bloques de letras y armar nuevas palabras. Esta manía parece habérsele quedado en la cabeza para siempre.

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