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Recreo, óleo sobre tela de Petrona Viera.

Sierra de la Ventana

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Un amante es capaz de cabalgar sobre las telarañas que en verano pueblan el aire; tal vez no caería, así es la levedad del desvarío.
Romeo y Julieta

Tres niñas envueltas en sus toallas naranja y fucsia cambian de roca. Van de una piedra a la otra, atraviesan el río, dejan sus colores al resguardo, se mojan apenas, escalan, se acuestan. Día tras día repiten el mismo recorrido, hacen de su inercia veraniega un hábito: reptar y tirarse a tomar sol sobre un accidente geográfico. Al tercero, abdican, ya no circulan, se posan sobre un risco del que la gente suele tirarse al vacío –la parte más honda– y en vez de copiar la adrenalina se hacen cargo de otra; ventilar dos libros. Tienen entre doce y catorce años. Imagino cuentos de terror para púberes. Intuyo mal. La más grande se metió con una novelita juvenil de nombre olvidable, las más chicas están atrapadas, aprietan su cuerpo la una contra la otra, leen Romeo y Julieta.

Al igual que las niñas, la protagonista del clásico no ha cumplido los catorce años. Al igual que las niñas, Julieta se embriaga de ardor y estrecha su cuerpo. Pienso en los libros que se leen en verano, los de la temprana edad. Intento tener menos de catorce años, como si estuviera actuando, imagino ser una niña más del peñasco. Los músculos inestables, la boca agua. La fiebre adolescente toma posesión de los cadáveres en una rueca de aprendizaje forzoso. Más que aprender a amar, la lectura propaga la erupción porque en esa imposibilidad del deseo consumado se organiza el placer. No por lo que no se tiene, sino en el juego previo que propone la palabra. Una letra junto a la otra va erotizando, prepara las tensiones, concluyan o no en fatalidad, que puede entenderse como muerte pero es también la finalidad de un libro.

El libro se termina y las niñas en su roca siguen siendo un paisaje, como el homónimo óleo de Blanes Viale o la ingenuidad de las Niñas de Petrona Viera. Las observo, creo que debería sacar una foto para dibujarlas pero contengo el impulso y, de inmediato, recuerdo a Ornella Pocetti (Buenos Aires, 1991), el impacto que me generó uno de sus cuadros en marzo de 2015 y cómo, años después, algunas de sus pinturas, que forman parte de las series Nuestras armas y Desafiando al tiempo, fueron elegidas para las portadas de las ediciones de Random House de la “trilogía de varones”, de Selva Almada, integrada por las novelas El viento que arrasa, Ladrilleros y No es un río.

Esa primera impresión de Pocetti fue durante una hiperexposición en una exfábrica. Recién radicada en la capital argentina, acompañamos al Juy (Vázquez), amigo artista montevideano, a montar la instalación CIII, con su vecino músico –punk hare krishna– también uruguayo, Damián Stratta. La tarde anterior, en la fila de espera para ver Dos disparos, de Martín Rejtman, en el edificio del Palacio del Congreso Nacional porteño, estuve hablando durante tres horas –una letra junto a la otra– con una persona desconocida. Al ingresar nos despedimos con la certeza de nunca jamás y nos ubicamos en sillas alejadas, sin saber que nos encontraríamos la madrugada siguiente en ese baile de máscaras con modelos, actores famosos, tragos de colores y paredes de obras.

Nos fugamos de la calesita del arte contemporáneo y manijeamos los barrios. No hubo beso ni toqueteo, sólo palabra –otra vez, una letra junto a la otra– de las que poco retengo. Bailamos en la casa fantasma de Luca Prodan, tomamos cerveza, seguimos con los ojos la luz del alba contra los edificios. Sé que me dijo que su familia vivía en Sierra de la Ventana. Y como seres destinados a no estar juntos, nos desprendimos para siempre sin dejar rastro.

Me pregunto cuánto tarda una roca en hacerse sierra. Cómo es el proceso de meteorización por el cual los minerales entran en contacto con la atmósfera y se descomponen. Quiero saber por qué para muchas personas es más claro y comprobable entender o no entender nada de cómo una piedra se hace suelo pero no tanto de cómo una sincronía puede volverse desamor o aquello posible que nunca fue. Shakespeare insiste como una coincidencia, y, como las obsesiones personales, ocupa un lugar similar a la transformación química de un imaginario en apariencia lejano. Poco cambia la forma en la que nos relacionamos con la materia, por eso, sin miedo, cometemos los mismos errores o contamos la misma historia hasta la eternidad.

Una montaña se rompe. El antojo intacto. Que los libros del verano sean la quebrada por donde baja el agua desde la pendiente. Que pasen los años, seguir invocando, imitar el gesto de Silvia Prieto, de Rejtman, cuando busca su nombre en la guía telefónica y llama a todas las Silvia Prieto tocayas con la intención de reunirlas, hundirse en el estío e invitar a percibir la desintegración de un balneario, escribir una historia de amor para volver a encontrar a alguien a quien vimos sólo dos noches, titularla: Sierra de la Ventana.

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