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Emmanuel Macron, en Saint-Christophe en Cergy, suburbio de París, el 27 de abril.

Foto: Ludovic Marin, AFP

El futuro de la universidad francesa

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Leído por Andrés Alba.
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El domingo 17 de abril, durante el debate previo a la segunda vuelta de las elecciones francesas, los dos candidatos fueron interrogados sobre varios temas: el derecho al uso del velo de las mujeres musulmanas, la edad mínima de jubilación, la cantidad de centrales nucleares con las que reforzar la soberanía energética.

Entre tantas preocupaciones centrales para el país galo, una pregunta en particular (por lo menos, curiosa) se coló entre las de la rúbrica “educación”: “¿Por qué no hay, aún, un Steve Jobs francés?”.

Sin mayores complicaciones, esta formulación puede derivar en inquietudes más concretas y cercanas al sentido común francés: ¿por qué Francia no es más parecida a Estados Unidos o Alemania? ¿Por qué la promoción global de empresas francesas no está a la altura del marketing de Apple?

Sin embargo, la inusitada irrupción de Jobs en el debate presidencial tiene una explicación más específica: fue, digamos, un guiño al presidente hoy reelecto.

Durante su campaña de 2017, Macron propuso convertir a Francia en una start-up nation: promover y proteger el desarrollo de “unicornios” (empresas tecnológicas multimillonarias). Sexto en la clasificación de este mundial de la innovación, el país cuenta hasta ahora con sólo 21 bestias tecnológicas, en tanto que Israel, la start-up nation original, cuya población es siete veces menor a la de Francia, ya va por las 19. Macron propuso entonces llegar a 25 en 2025, y para ello ha implementado durante su primer período una serie de reformas de la enseñanza que se anudan a un largo proceso de transformación de la educación superior.

En enero de este año el actual presidente dio un discurso por los 50 años del “congreso de las universidades”, entidad derivada de la llamada Ley Faure de 1968 (retocada luego en 1971). Coletazo de las revueltas del mayo francés, la ley apareció como una forma de descentralizar, dar autonomía y democratizar las universidades, según un modelo que recuerda (con muchísimos reparos) al de nuestras reformas de Córdoba de 1918.

Aunque a priori deseable, la Ley Faure creó también (como indica Cristopher Granger en La destruction de l’université française) las condiciones de posibilidad de un largo proceso de homogeneización y precarización de la investigación. El objetivo de la autonomía política, da a entender Granger, derivó en una paradójica “autonomía financiera”: más que libertad para elegir qué investigar, la universidad se vio arrojada a la intemperie, debiendo competir por financiamientos privados o regulados por agencias estatales evaluadoras. Así, si “autonomía” significa “aquello que funda su propia ley”, al contrario, la universidad quedó perdió autonomía al transformarse en un agente sujeto a las lógicas de la producción (por ejemplo, en una “fábrica de diplomados”, como indica Fabienne Maillard en su libro homónimo), supeditado a los objetivos de turno de cada gobierno: en el caso del actual, el de criar unicornios.

Todo esto se ha ido configurando, más recientemente, a partir de una serie de leyes cuyos nombres, amigables, introducen una serie de contradicciones entre su formulación pública y su sentido propio.

En 2007, la “ley relativa a las libertades y responsabilidades de las universidades” endureció las condiciones de inscripción de estudiantes, redujo su número junto al de funcionarios en la versión francesa del cogobierno, aumentó las capacidades del presidente de cada establecimiento (elegido ahora, también, por “personalidades externas”, por ejemplo, empresarios o políticos), agregó como misión de la enseñanza la “inserción profesional” y abrió las puertas a la posibilidad de aumentar la plantilla de profesores con contratos a término. La que fue conocida como “ley de autonomía de las universidades” transformó a las universidades, como dice Granger, en una “antesala de los recursos humanos”.

En 2017, inaugurando el gobierno de Macron, se presentó la “ley de programación plurianual de la investigación”, cuyos puntos más relevantes fueron aumentar la posibilidad de contratar profesores fuera de plantilla (según la paradójica figura de “contratos a tiempo indeterminado por misión”) y engrasar los mecanismos para la investigación con financiación privada. La Ley Vidal acercó así un poco más el sueño de la start-up nation: su finalidad, dice el texto, es “reforzar el vínculo entre la sociedad y el mundo científico, especialmente con las empresas”; “los investigadores públicos podrán crear una empresa más fácilmente, participar en la vida de una empresa o combinar una actividad privada a tiempo parcial”.

Finalmente, en 2019, el plan llamado “bienvenido a Francia” estableció matrículas de inscripción más altas para estudiantes extranjeros no europeos, según fue dicho en su momento por sus promotores, “para atraer a aquellos con mayor potencial”.

Llegamos entonces a la conferencia de 2022: vestido con una polera negra que desde Michel Foucault se asocia a los intelectuales franceses, y desde Steve Jobs, a los CEO de Silicon Valley, el presidente francés habló durante una hora sobre el futuro de las universidades. A los objetivos ya formulados (“garantizar el empleo de los recibidos”, “crear start-ups”) Macron agregó: “luchar contra el complotismo y el relativismo”, “reconciliar investigación fundamental y tecnología”, y “aumentar el posicionamiento de las universidades [francesas] en las clasificaciones internacionales”.

El primer punto surge de un informe del gobierno de fines de 2021 (“El Iluminismo en la era digital”), en el que la universidad aparece como un actor clave para oponerse a los “nuevos oscurantismos”. Además de las ya conocidas “falsas noticias”, en la academia ha nacido un enemigo interno: el “islamoizquierdismo”, amenaza difusa que engloba tanto discursos “antirrepublicanos” como otros más bien críticos con la forma que la república ha tomado recientemente.

En segundo lugar, Macron diagnostica que la universidad peca de “rigidez” e “hipocresía”: primero porque no es lo suficientemente “fluida” para que los estudiantes logren emprender, y segundo porque no se basa en una “meritocracia real”. La forma de la universidad actual, obsoleta, elige mal a sus estudiantes y produce (como sucedió durante la pandemia, cuando se debieron repartir canastas de víveres en los campus) estudiantes pobres.

Para paliar la “precariedad estudiantil”, Macron afirma entonces: “No podremos mantenernos en un sistema en el que la educación superior es gratis para casi todos, en el que un tercio de los estudiantes son considerados becados y, sin embargo, tenemos tanta precariedad estudiantil, y con una dificultad para financiar un modelo que es mucho más público que en cualquier otra parte del mundo”.

Aunque el presidente reelegido no ha dicho oficialmente que la universidad vaya a ser (pronto) parcialmente paga, o que vaya a serlo en su totalidad, y aunque en sus últimos discursos prometió cambiar el rumbo con respecto a su anterior gobierno, sus últimas palabras parecen apuntar a una nueva reforma.

Así, la “modesta propuesta” (retomando el título del célebre texto de Jonathan Swift) para reducir la precariedad estudiantil parece ser, paradójicamente, limitar las posibilidades de ser estudiante; becar, a partir de una evaluación previa (en la que se incluye “el contexto social”) y tal como se hace con los extranjeros desde “bienvenido a Francia”, a aquellos estudiantes franceses con “mayor potencial”: este es uno de los sentidos de la “meritocracia real” de la que ha hablado Macron.

¿Qué significa ese “potencial” tan buscado? Y luego, para volver a nuestra pregunta original: ¿Cómo es posible que en el último debate presidencial se haya preguntado “por qué no hay un Steve Jobs francés”?

Según una formulación conocida de Aristóteles, “el acto precede a la potencia”: para que se pueda hablar de capacidad de hacer algo, primero debe determinarse qué es ese algo. Medir el “potencial” de los estudiantes se supedita así a un resultado que precede su despliegue: más que una cualidad difusa del estudiante, “el potencial” se refiere a medir la capacidad de cumplir una misión específica. En lo que respecta a la universidad, ese resultado es entonces producir, además de más diplomados, más empresarios y más profesionales, “más Steve Jobs”.

De alguna manera, las leyes que en este siglo han transformado la universidad francesa, junto a las últimas propuestas de Macron, parecen haberse dirigido, desde esta óptica y avant la lettre, a auspiciar la pregunta surgida en el debate.

El destino de la universidad francesa nos recuerda a ciertas objeciones y luego, a las reformas que en tantos países se proponen: después de denunciarse la rigidez o la obsolescencia de la universidad en su forma actual, se llama a descentralizar, generar autonomía, aumentar la fluidez o alcanzar más resultados. Esté o no uno de acuerdo con dicho destino (no lo estaría, por poner un ejemplo entre varios, el también francés Emile Durkheim, para quien la universidad fue “un refugio de vida especulativa”), las contradicciones que han surgido durante el proceso francés nos alertan sobre cómo las palabras que en otras épocas se esgrimían para defender a la institución han servido más recientemente para licuar sus antiguas luchas.

Curiosamente y aunque a fin de cuentas sea anecdótico, el propio Steve Jobs abandonó la universidad a los seis meses de ingresar.

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