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Teatro Municipal de San Pablo.

Centenario de la Semana de Arte Moderno de San Pablo

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Hace un siglo, la historia cultural de Brasil dio un vuelco que renovó a fondo las tendencias artísticas.

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Leído por Abril Mederos.
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Escándalo. Un grupo de artistas estaba decidido a cambiar el arte brasileño, subordinado a las renovaciones que venían de Europa o –con fortuna diversa– anclado en una retórica nacionalista. Eran jóvenes, se empeñaban en una obra individual dentro de un proyecto colectivo y los fascinaba la vanguardia europea, a partir de la cual creían poder liquidar las tendencias academicistas y cierto romanticismo oficializado. Mário da Silva Brito narró en su pionera História do modernismo brasileiro (Río de Janeiro, 1971) los numerosos antecedentes que desembocaron en aquellos días ajetreados en una ciudad aún nada multitudinaria como San Pablo.

A comienzos de 1922 el movimiento había tomado forma, y el punto que les abriría las puertas a la repercusión en el vasto territorio brasileño era el viejo y neoclásico Teatro Municipal. Los empresarios Paulo Prado y René Thrioller –el primero será un importante ensayista en Retrato do Brasil (1928)– simpatizaron con la aventura y alquilaron el teatro. Se programó lecturas de textos literarios, junto a la exposición de cuadros, esculturas y proyectos arquitectónicos. El público, compuesto por los sectores acomodados de la ciudad, llegó como por un efecto inercial. En su mayoría, no demoró en repudiar casi todas las manifestaciones que se daban cita en el magno edificio: los modernistas habían conseguido su primer objetivo.

El término modernismo asociado a lo nuevo lo promovió Mário de Andrade, figura decisiva de la intelligentsia brasileña del siglo XX. En el núcleo básico de la Semana estuvieron, además, los escritores Oswald de Andrade, Menotti del Picchia, Manuel Bandeira y Ronald de Carvalho, el músico Heitor Villa-Lobos, las pintoras Anita Malfatti y Tarsila do Amaral, el también pintor Emiliano Di Cavalcanti, el escultor Victor Brecheret y los arquitectos Gregori Warchavchick y Flávio de Carvalho. Casi ninguno alcanzaba los 30 años de edad. Una figura activa y fundamental de aquellos actos, no obstante, fue el más veterano escritor Graça Aranha, que acababa de regresar al país y quien, el día 13, dictó la conferencia inaugural contra el academicismo. Dos jornadas después, Oswald y Ronald de Carvalho leyeron sus poemas. Desde la concurrencia sonaron voces de desaprobación y hasta algunas antipáticas e indelicadas onomatopeyas.

Peor le fue a Mário de Andrade, quien no pudo recitar su poema “A escrava que não é Isaura”, detenido en las escalinatas por una multitud nada amable, en el mismo sitio donde balbuceó una conferencia sobre las nuevas artes plásticas. Casi todas estas instancias estaban acompañadas por la música de Villa-Lobos, hoy encumbrada como una de las mayores conquistas creativas en su campo. El propio músico protagonizó, involuntariamente, un escándalo mayor: asistió vestido con “corrección” a uno de sus conciertos, pero calzado con zapatillas, no porque quisiera provocar a nadie a la manera futurista o dadá –como supuso la indignada asistencia–, sino porque un callo no lo dejaba en paz.

Nacional-internacional

Ninguna vanguardia latinoamericana, como ha señalado Jorge Schwartz, “tuvo la riqueza, la diversidad y la amplitud de reflexión crítica” del modernismo brasileño (Las vanguardias latinoamericanas, Madrid, 1991). Ni siquiera el martinfierrismo argentino de Jorge Luis Borges, Oliverio Girondo, Norah Lange y el pintor Xul Solar logró el diálogo y la síntesis entre los diversos discursos artísticos que consiguió el movimiento nacido en San Pablo y luego extendido a Río, Minas Gerais, algo menos y más tardíamente a Rio Grande do Sul.

Quien visite, por ejemplo, la Pinacoteca do Estado de São Paulo, en Estação da Luz, podrá advertir la fuerte diferencia de lenguaje visual que existe antes y después del modernismo. Desde una pintura figurativa e “histórica”, de golpe se salta hacia la vivacidad del color, la profundización en la forma y la composición en lugar del privilegio de una historia. Si estos rasgos pueden encontrarse en la nueva pintura europea, la pintura modernista bucea en una suerte de raíz nacional, algo perceptible en telas y dibujos de Di Cavalcanti y de Tarsila do Amaral como también en las de Lasar Segall, lituano radicado en San Pablo quien tuvo clara incidencia sobre los creadores locales, al tiempo que fue arrebatado por el color y la vida brasileña.

En poesía se produce la huida del verso métrico y, en particular, del soneto, al que eran tan adictos los parnasianos y simbolistas; el rechazo de un repertorio clásico o remoto en procura de un discurso que hablara de lo nativo siempre con recursos nuevos dio como resultados los versos negristas de Jorge de Lima o de Raul Bopp –que gravitaron en la poesía del mismo tema del uruguayo Ildefonso Pereda Valdés–, los versos de Manuel Bandeira, a un tiempo refinados y populares, o los de Carlos Drummond de Andrade, irónicos y a menudo coloquiales. Nada mejor que el “Manifiesto Antropófago”, divulgado en el número inicial de Revista de Antropofagia (de mayo de 1928) y firmado por Oswald de Andrade, para señalar este rumbo: crear una manera de ver brasileña desde la investigación etnográfica, desde el psicoanálisis y el estudio de las nuevas contribuciones artísticas junto a la observación del folclore.

En suma, admitir como alimentos digeribles lo pasado y lo presente, lo cercano y lo remoto. “Tupy or not tupy, that is the question”, dice el punto III del Manifiesto; “sin nosotros Europa no tendría siquiera su pobre declaración de los derechos del hombre”, agrega el numeral XI. La novela, entretanto, alcanzaría con Macunaíma (1928), de Mário de Andrade, su punto culminante de reflexión y de práctica literaria: la creación de un lenguaje nacional refractario a la norma lingüística lusitana, que apela a la mezcla de hablas de distintas regiones y no a la representación de esos tipos humanos –como lo intentó José de Alencar en el siglo XIX–, sorteando gracias al humor el escollo de la mitificación de un brasileño esencial. El cuento urbano encontraría en Brás, Bexiga e Barra Funda (1927), de António de Alcântara Machado, la mezcla de visualidad proveniente de las técnicas cinematográficas, la prosa escueta y cortante del periodismo y la recreación de la ciudad en que alternan brasileños e inmigrantes italianos.

La herencia del modernismo es una rica y pesada carga para la cultura brasileña. Los regionalistas, como José Lins do Rego o Jorge Amado o el antropólogo Gilberto Freyre, lo combatieron desde el principio; con más furia fue rechazada por los grupos ultranacionalistas, como el que encabezó Plínio Salgado. Muchos de los mismos animadores de la Semana del 22 lo negaron enfilando, hacia 1930, por el camino de la literatura social y política, entre ellos Oswald y Mário de Andrade, quien realizó la primera autocrítica feroz en 1942 en una conferencia de la que divulgamos algunos pasajes. Contra esta voluntad última, el modernismo reformuló con arrogancia esa “ley” de la vida espiritual brasileña (se diría, latinoamericana), como lo vio Antonio Candido: la dialéctica entre localismo y cosmopolitismo, ya que se inscribió con parejo vigor en los dos extremos (Literatura e sociedade, San Pablo, 1976).

De este movimiento deriva el concretismo de los hermanos Haroldo y Augusto de Campos, Décio Pignatari y, sólo al principio, Ferreira Gular; de él parte el movimiento musical tropicalista, como es evidente en las canciones de Caetano Veloso. En las últimas décadas los estudios sobre el modernismo, los catálogos y las exposiciones han colonizado el medio académico y museístico brasileño, un impulso que este centenario ha vigorizado. Algunas imágenes, como el cuadro Abaporu (1928), de Tarsila, forman parte de la iconografía cotidiana. Como quería el editorial del primer número de la revista Klaxon (15/5/1922), editada a partir de la Semana, el modernismo consiguió ser “polimorfo, omnipresente, inquieto, cómico, irritante, contradictorio, odiado, insultado, feliz”.

La Semana 20 años después

Estos dos textos, titulados originalmente de la misma manera (“O movimento modernista”), fueron redactados a 20 años de la Semana de Arte Moderno. Traducimos, apenas, algunos pasajes ilustrativos. El primero es una conferencia de Mário de Andrade (San Pablo, 1893-1945) leída el 30 de abril de 1942, que poco después se editó como folleto en Río de Janeiro, y más tarde se lo recogió en el volumen Aspectos da literatura brasileira (San Pablo, Martins ed., 1974). El segundo artículo es de la pintora Tarsila do Amaral (San Pablo, 1883-1973), y se publicó como evaluación de la Semana y, simultáneamente, como respuesta a la disertación de su viejo amigo. Apareció en el Diário de São Paulo, el 6 de setiembre de 1942, y fue recogido por Aracy Amaral en el volumen Tarsila cronista (San Pablo, EDUSP, 2001), junto a otras notas dispersas de la pintora.

Destrucción constructiva

"[...] ¿Quién tuvo la idea de la Semana de Arte Moderno? No sé quién fue, nunca lo supe, sólo puedo asegurar que no fui yo. El movimiento, al principio menor, ya se había tornado una especie de escándalo público permanente. Ya habíamos leído nuestros versos en Río de Janeiro; y en una lectura importante, en casa de Ronald de Carvalho, donde también estaban Ribeiro Couto y Renato Almeida, en una atmósfera de simpatía, mi libro Paulicéia Desvairada obtuvo el consentimiento de Manuel Bandeira, quien en 1919 había ensayado los primeros versos libres en su poema “Carnaval”. [...] Alguien lanzó la idea de hacer una semana de arte moderno, con exposición de artes plásticas, conciertos, lecturas de libros, y conferencias explicativas. [...]

Con todo, el movimiento modernista era nítidamente aristocrático. Por su carácter de juego arriesgado, por su espíritu aventurero al extremo, por su internacionalismo vanguardista, por su nacionalismo embravecido, por su gratuidad antipopular, por su dogmatismo prepotente, era una aristocracia del espíritu. Era natural, pues, que la pequeña y la alta burguesías le temieran. [...] Lo que caracteriza a esa realidad que impuso el movimiento modernista, a mi modo de ver, es la fusión de tres principios clave: el derecho permanente a la investigación estética; la actualización de la inteligencia artística brasileña; y la estabilización de una conciencia creadora nacional. [...] Si todo cambiaba en nosotros, algo nos olvidamos de cambiar: la actitud interesada ante la vida contemporánea. ¡Y esto era lo principal!"

Mário de Andrade

La alegría de crear

"En una edición de la Casa do Estudante do Brasil, de Río de Janeiro, acabo de leer la conferencia de Mário de Andrade, pronunciada el 30 de abril de este año. Es toda la historia del movimiento modernista de San Pablo, cuya objetivación espectacular fue la Semana de Arte Moderno. [...]

Mário de Andrade, al referirse a la literatura, trata también del problema de la lengua brasileña. No quiero detenerme en su opinión sobre este asunto –por lo demás muy conocido por los interesados–, quiero llegar al final, en que hace una confesión llena de melancolía –melancolía comunicativa– lamentando no haber sido lo que pudo ser y no haber hecho lo que podría hacerse: “Si todo cambiaba en nosotros, algo nos olvidamos de cambiar: la actitud interesada ante la vida contemporánea. ¡Y esto era lo principal!” [...] Francamente, no veo la razón para que Mário de Andrade se atormente tanto por un pasado que podría haber sido más bello, más inclinado a las cuestiones sociales. Todo cuanto produjeron artistas y literatos de aquel tiempo podría haberse hecho mejor, pero la verdad es que no estaban preparados para afrontar la vida con el espíritu de hoy. La sensibilidad, el carácter y la inteligencia también maduran: en estos casos no se puede abstraer el factor tiempo. Nunca se debe sufrir por lo que hicimos ni por lo que dejamos de hacer: el pasado es incondicionalmente bueno, aun con sus sufrimientos y sus miserias, porque puede resumirse en eso tan preciado que se llama experiencia".

Tarsila do Amaral.

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