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El último cine de barrio

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In memoriam

¿Qué es el progreso? El progreso no existe, respondía el escritor argentino Carlos Busqued en una entrevista en 2018, y agregaba que, como decía un amigo suyo, “es un gruyer al que se le hacen más agujeros”. Bueno, he allí un comienzo melancólico. Pero no puede ser de otro modo si es que hablamos de la pérdida de algo que fue valioso e irreemplazable. La historia del cine El Progreso de Villa Lugano es como la de tantos otros cines de barrio de la ciudad de Buenos Aires (y la de tantos otros cines, así, en general).

Desde su inauguración, a fines de 1920, El Progreso pasó por épocas buenas y épocas malas, cerrando y reabriendo varias veces. La última reapertura fue en 1999 gracias al interés y la gestión de los vecinos. Algunos años después, y antes de cerrar de forma definitiva, se había ganado el galardón de ser –literalmente– el último cine de barrio de la ciudad. Desde 2015 es una iglesia más en manos de los evangelistas y hasta el día de hoy los vecinos intentan recuperarlo.

***

Eran los años inmediatos a la crisis de 2001 en Buenos Aires. Esa tarde en El Progreso daban Bolivia, de Israel Adrián Caetano. Filmada en 2001 y estrenada un año después, la película cuenta la historia de Freddy, un inmigrante ilegal, pobre, solo y recién llegado, que intenta sobrevivir en Buenos Aires en plena crisis de 2001. Un poderoso argumento que permitía tocar temas como la crisis económica y el consecuente descalabro social, la inmigración, el racismo y la discriminación, realidades de una ciudad que a simple vista seguía teniendo el aspecto de una ciudad devastada.

No había casi nadie en el cine cuando llegué. Busqué un buen lugar en medio de la sala, me senté y pensé, ingenuamente, que no llegaría mucha gente más. Grave error de cálculo. En menos de cinco minutos la sala estaba casi llena. Eran, en su gran mayoría, mujeres y hombres de nacionalidad boliviana. Algo que no debió parecerme ni tan raro ni tan imprevisible, después de todo daban Bolivia en un país con una gran colectividad boliviana, concentrada sobre todo en los barrios del sur de la capital.

Quizás lo sorprendente era que la masa trabajadora extranjera, discriminada y explotada, materia y tema del largometraje, era la misma que estaba sentada ahora en la sala. La misma masa trabajadora que se suponía que no podía disfrutar de un entretenimiento que estaba destinado únicamente a la pequeña burguesía local. Pero allí estaban. Habían ido todos. Y habían llevado a sus hijos también, los grandes, los medianos y los pequeños. Los vi acomodarse y pensé que sólo un cine de barrio podía hacer posible la transgresión, sólo una sala como aquella, familiar, cercana y accesible a todos (por esa época, además, las funciones eran gratuitas).

De pronto me vi allí, como en una segunda película, sentada junto a personas que habían tenido que soportar los mismos o parecidos avatares que ahora vivía el personaje. Mujeres y hombres que miraban la pantalla entre desconfiados y conmovidos, y que descubrían o confirmaban, una vez más, la forma en que eran vistos por los demás. Estaba rodeada por ellos y por un instante pensé que hasta sería capaz de sentir sus corazones emocionados y expectantes.

Pero no era difícil imaginar el final de la película. Todos sabíamos cuál era el destino de un inmigrante pobre, ilegal, solo en una gran ciudad. La no persona (el no amigo, el no hijo, el no padre, el no cadáver). Y aunque se tratara de un final previsible y obvio, no había forma de que no fuese triste y penoso de ver. Triste y penoso para todos, pero sobre todo para los jóvenes y niños presentes en la sala, y hasta para los bebés en brazos. Tendríamos que soportar el camino hacia el desenlace, el desarrollo de los hechos, los lentos acontecimientos que nos irían llevando hasta allí, hasta esa escena definitiva que volvería a dejarnos otra vez sin esperanza (otra vez, Bolivia, sin esperanza).

Por mi parte, hice un esfuerzo y me consustancié con la trama. Retuve nombres y oficios, repasé ideales y circunstancias. Sufrí con el personaje. Y al hacerlo sentí que me acercaba un poco más a ellos, que podía confundirme allí, en la sala, mimetizándome. Me distraje así del inevitable final trágico y de la horrible certeza de vivir en un mundo que seguía siendo violento y xenófobo, cruel y poco solidario.

Me distraje de todo eso porque finalmente –todos sabíamos– moría el personaje. Lo mataban en la puerta del bar del barrio Constitución donde trabajaba (él sólo, únicamente, él en sí mismo, una herramienta de trabajo). Lo mataban y caía sangrando el personaje.

Cuando eso sucedió, cuando Freddy, el héroe mínimo, el antihéroe –media persona, medio cuerpo invisible, la mitad de la nada–, cayó al piso ensangrentado, la sala entera dijo Aaaaaaah.

–Aaaaaaah.

Sólo ese Aaaaaaah sorpresivo y largo, interminable, repleto de un dolor anterior; cuando todavía eran ellos allá, en su patria (cuando Bolivia era Bolivia y no el nombre de una película que podías sentarte a mirar en un cine de barrio de un país extraño).

Escucho el Aaaaaaah y lo retengo como a una información necesaria, un dato denso, puro, irrefutable, y lo repito mentalmente después, cuando salimos del cine, yo entre ellos, adultos, jóvenes y niños, y algunas de las mujeres con sus hijos pequeños en brazos. Salimos todos, como en manada, contentos y tristes al mismo tiempo, y respiramos el aire frío de la noche, y enseguida, después, nos dispersamos.

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