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(archivo, setiembre de 2023)

Foto: Mara Quintero

La vida de los teléfonos

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El primer sonido del teléfono celular siempre lo escucho como a través de un sueño (un sueño vacío, sin significado, el sueño de la demencia y el olvido). Es recién el segundo sonido el que escucho como la expresión de algo que está sucediendo, de manera clara, en la realidad. Y llega siempre como una confirmación y una advertencia: estuviste ausente, me dice; inútilmente ausente, me advierte. Pienso lejanamente todo eso cuando escucho el sonido por tercera vez. El teléfono celular y yo ya nos estamos comunicando.

Cuando veo la pantalla iluminada y un nombre o un número cualquiera, siempre me sorprendo. Y hay otra vez unos mínimos segundos de ansiedad. Como si uno no supiera dónde está o para que está en el mundo. Como si uno ya no pudiera olvidar que no lo sabe. Atiendo y la voz es siempre diferente, más grave o más aflautada, más joven o más vieja de lo esperado. Casi nunca hay concordancia. Y lo que tienen para decirme es un completo misterio, ¿por qué?, ¿para qué llaman? Juro que nunca entiendo ese acto de voluntad. Es una incomprensión absoluta de la necesidad de llamar.

Ese estado irresoluto dura de manera intensa algunos segundos más. Hasta que del otro lado me informan los motivos, y estos, cuando logro escucharlos, son casi siempre banales. “¿Para esto llaman?”, me pregunto. La voz del otro lado se explaya y justifica. De a poco la experiencia se va volviendo más sensata o más razonable, algo que podríamos contar o comunicar a los demás. Pero, aun así, por alguna extraña razón, nunca aprendo, no logro acumular experiencia en torno a eso.

Detenida para siempre en el instante de la sorpresa, me siento como el revés de Marcel, el narrador protagonista de En busca del tiempo perdido, cuando habla por teléfono por primera vez con su abuela, él en Doncières y ella en París. Por esa época, el teléfono no era todavía de uso corriente y para que se produjera el milagro de la comunicación, había que ir hasta Teléfonos, sufrir las demoras o las dificultades técnicas, esperar a que las “señoritas del teléfono” (“vírgenes vigilantes”, “irónicas furias” que todo lo escuchan, “sacerdotisas recelosas de lo invisible”) hicieran su trabajo.

Cuando Marcel por fin logra comunicarse, la voz de su abuela, separada ahora, “sin la máscara del rostro”, se le aparece distinta, intensa y dulce, y por efecto de la distancia, abandonada por completo a la ternura. Eso es lo único que queda entre ambos ahora que la vida cotidiana, con todas sus infinitas cuestiones, ha dejado de interponerse.

Soy como un Marcel al revés porque en lugar de prever algo como eso, o de escuchar la voz del otro lado del teléfono como una voz que es también fantasmal, “impalpable”, triste anticipo “de una separación eterna”, porque así serán las voces queridas que volverán a visitarnos algún día luego de que sus dueños estén muertos, yo lo vivo como un innecesario asedio, la invasión permanente del otro –o su mera posibilidad–, un intercambio en el que no hay lugar para la ternura o para la trascendencia.

El sonido del teléfono celular es siempre una irrupción desagradable, casi apabullante. Si es un pariente el que llama, de forma inmediata se despliegan ante mis ojos todos los demás parientes. Si es una amiga, todas las demás amigas. Si es una muchacha o un muchacho que quiere venderme la promoción de la empresa para la cual trabaja, todas las demás muchachas y muchachos del mundo encargados de vender promociones para las empresas en las cuales trabajan. Cada voz reconocida a destiempo trae consigo muchas otras voces, las voces de todos aquellos que no me están llamando ahora, pero que yo reconozco como posibles –o imposibles– interlocutores.

Si algún día estoy demente, desvariando ideas, cambiándolas de lugar por capricho de mi mente enferma, imagino que no será muy diferente a esto. La incapacidad, sobre todo, para ubicar mi intensidad. Así pienso que debe ser la demencia, así me siento cada vez que suena mi teléfono celular. Yo, que estaba tranquila hasta hace un momento, serena y casi alegre después de haber hecho mi trabajo, olvidada de mí y del mismo olvido.

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