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Carlo Emilio Gadda en Roma, en septiembre de 1960.

Foto: Leemage, AFP

Carlo Emilio Gadda y su novela El zafarrancho aquel de via Merulana

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50 años de la muerte del autor italiano.

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El domingo 21 se cumplieron 50 años del fallecimiento del escritor milanés Carlo Emilio Gadda y nadie tiró la casa por la ventana. Hubo recordatorios, charlas de especialistas, páginas destacadas en algún diario y eventos puntuales en ferias del libro en Italia, pero nada de esa parafernalia memorialista que despiertan los números redondos: de nacimiento, de muerte o de publicación de equis libro.

Es que al igual que sucede con autores como Flann O'Brien, Donald Barthelme, Daniel Sada o Héctor Libertella, Gadda representa una suerte de anomalía dentro del espectro de la literatura nacional en que se inscribe y de la literatura a secas, si vamos al caso. Un experimentalista del lenguaje que fue publicado en colecciones populares, un frecuentador de los géneros que se convirtió en un “escritor para escritores”, un autor que por sus circunstancias biográficas y la forma en que se relacionó con sus pares, parece destinado al ostracismo o al ocaso. A un permanente ocaso.

A efectos de esta mirada, la vida de Gadda puede condensarse entre dos paréntesis (nacido en Milán en 1893, quedó muy joven huérfano de padre, renunció a sus estudios literarios, combatió en la Gran Guerra, perdió a un hermano en el frente, celebró el ascenso de Mussolini, estudió en el Politécnico de Milán, se recibió de ingeniero, dirigió una planta hidroeléctrica en Roma, trabajó un tiempo en Argentina y empezó a publicar cerca de los 40), porque a lo que quiero referirme, en verdad, es a la obra maestra de este milanés de complexión maciza y atemorizante, con un rostro que parecía trabajado a cincel y en el que –al menos en las fotos de sus años de madurez– no se posó jamás ni el atisbo de una sonrisa.

La obra maestra de Gadda es, desde luego, Quer pasticciaccio brutto de via Merulana, publicada en 1957 y aparecida ocho años después en español, de la mano de la editorial Seix Barral, como El zafarrancho aquel de via Merulana, en un trabajo que significó más de un dolor de cabeza y alguna que otra noche de desvelo para el traductor Juan Ramón Masoliver, que debió escanciar a otro idioma el gigantesco pastiche de esta novela particularísima, poblada de innúmeros cultismos, juegos de palabras, jergas y dialectos varios, parrafadas de trasnochada filosofía y un ritmo jazzero pautado por lo que parecen inspiradas improvisaciones a lo Joyce, pero también a lo Boccaccio, sin perder nunca el componente noir pues se trata, en definitiva, de una novela policial: en una casa de la vía Merulana ha sido degollada una mujer de la que estaba enamorado el policía que investiga el crimen.

Mentar el asunto policíaco para enfrentar el zafarrancho que Carlo Emilio Gadda armó en su novela permite, en parte, arrojar algo de luz sobre la historia que late en el fondo aunque eso no es, ni por lejos, lo más interesante del asunto. Acercarse a El zafarrancho... por la cuestión meramente argumental –en la senda de lo que en 1959 hizo Pietro Germi al dirigir y protagonizar, junto a Claudia Cardinale, la película Un maledetto imbroglio, en la que la novela de Gadda fue despojada de toda su carga lingüística, lúdica y metaliteraria, convirtiéndose en un deslavado y aburridísimo thriller– es un crimen tan atroz como la muerte brutal de Liliana Balducci. Porque en Gadda todo, pero especialmente en El zafarrancho..., los tiros van por otro lado.

Luego de los dos primeros capítulos, el doctor Francisco Ingravallo, don Chito como lo llaman todos, el policía que dirige la investigación, se diluye sin desaparecer del todo. Su presencia acompaña las acciones de los otros personajes –sus subordinados, un cura, una sirvienta caída en desgracia y hasta una gallina vieja que defeca a los pies de las visitas–, pero cuando el libro echa a andar de verdad, allá por la página 60, digamos, ya no es don Chito el protagonista sino el propio narrador, que se mueve como un dios caprichoso que alumbra lo que quiere alumbrar y deja el resto en penumbras. A esta altura, aquellos lectores que leen novelas sólo atentos al amasijo argumental ya estrellaron el tomo contra la pared, hartos o desahuciados.

La prosa de Gadda –lo de que ella nos ha llegado a través de Masoliver–, profusamente adjetivada, pródiga en subordinadas y de particular puntuación, parece funcionar por medio de una especial condensación, como en este párrafo sobre el final del libro: “El yacente, tan reseco, estaba maduro para las suministraciones postrimeras: la eternidad, médico infalible, se hallaba ya inclinada sobre él. Amorosa fijamente lo contemplaba con la mirada socorredora de una dama de la Cruz Roja o de una enfermera un poquito necrófila: ocupada en enjugarle con leve caricia la frente su más remorante mano: si con la otra y experta, maniobraba bajo las frazadas e incluso bajo el cuerpo entre el hueso sacro y el rodete, daba por fin con el lugar preciso donde poderle enjaretar el pitón, la cánula de ebonita, para el servicial de la inmunización perpetua”.

Gadda no es un autor hecho para estos tiempos de brevedades, emoticones que remplazan palabras y férrea ignorancia –cuando no liso y llano desprecio– de ciertas instituciones educativas por las humanidades, pero basta con avanzar unas páginas para constatar que el zafarrancho que el milanés armó en su novela más famosa sigue manifestándose con el paso de las décadas.

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