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Ilustración: Ramiro Alonso

Quédate, fantasma

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Columna de Irene Vallejo.

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Los muertos se aparecen, es un hecho comprobado. Cuando la pérdida es reciente, una y otra vez vienen a buscarnos. Al volver a casa, detrás de la puerta, sentimos nítidas su presencia y su espera. Cuando bajamos la guardia, escuchamos sus pasos y sus ruidos menudos por los cuartos. Reaparecen de golpe en una nota escrita con su letra, tararean dentro de nuestra cabeza sus canciones, incluso dicen sus frases favoritas por nuestra boca. En la calle, a lo lejos, creemos verlos entre la gente: su nuca, su corte de pelo, su manera de andar. Los recuperamos un instante por sorpresa, se nos desboca el corazón y después volvemos a perderlos. El impulso de contarles las buenas o malas noticias durará mucho tiempo, tal vez toda nuestra vida. Hablaremos con ellos a escondidas, en silencio pudoroso, para revivir un recuerdo, un detalle nimio, una broma con sentido oculto que nadie más sabría descifrar. En numerosos casos de amputaciones, los médicos describen el síndrome del ‘miembro fantasma’. Ante la ausencia de una parte de nosotros, el cerebro crea sensaciones ilusorias de frío, temblor o calambres. Las sombras también duelen.

No siempre los relatos de fantasmas son historias de terror. En Sub luce maligna, una antología de textos de la antigua Roma sobre criaturas sobrenaturales, el profesor Gonzalo Fontana recoge la insólita historia de un espíritu bienvenido. Una mujer, desolada por la muerte de su hijo único, recibe una noche la espectral visita del niño: idénticos los rizos, la mirada, la voz. “Se me presentó de repente, rompiendo la oscuridad; y no estaba pálido, sino hermoso y lozano”. Durante unas horas habla con ella y la abraza, se sienta a su lado hasta el alba. No es una aparición aislada: el visitante del otro mundo regresa a diario, siempre después del crepúsculo. Ella confía el secreto a su marido, y este, horrorizado, paga a un mago para que encadene al fantasma a su tumba. La madre, rota de dolor, inicia un delirante pleito por daños para exigir a los tribunales el regreso nocturno del chico. “Lo veía y de él gozaba. Qué alegre se me mostraba, cómo me persuadía de que no creyera en su muerte. ¿Y a quién le importaba? Mago, deshaz tus conjuros. En cuanto lo liberes, volverá”. El litigio termina con un conmovedor alegato por el derecho al fantasmal consuelo.

En su inolvidable La hora violeta, el escritor español Sergio del Molino relata las bromas de su hijo, poco antes de morir, al ver unos patos en el río. “Nos reímos, nos besamos y volvimos a casa. Pablo ya no volvió a salir de ella nunca más. Por eso, cada vez que veo un pato, yo también le cuento que lo he visto, y cómo era el pato, y si iba solo o en grupo. Deliro y hablo con mi hijo por los rincones de mi casa y por las calles de mi ciudad”. Ciertas personas –como algunos libros– son presencias invisibles con el poder de acompañarnos siempre: recordar es, en cierto modo, dejarse visitar por fantasmas.

En los primeros momentos del duelo, no deseamos escapar de la memoria, no queremos volver a la vida normal. La idea misma del consuelo suena a deserción, a falsedad, a despropósito. Durante las horas vacías, invitamos al espectro, le rogamos que nos obsesione y embruje nuestra casa. Así lo cuenta Emily Brontë, con torrencial romanticismo, en Cumbres borrascosas. Los protagonistas se enamoran, se traicionan y se aniquilan el uno al otro con desamparada crueldad. Parecen empeñados en destruir toda posibilidad de final feliz, pero cada vez se necesitan más. Cuando Catherine está a punto de morir, Heathcliff le suplica que lo persiga: “Hay espíritus que andan errantes por el mundo. Quédate siempre conmigo, toma cualquier forma, vuélveme loco. Pero no me dejes solo”. Emily escribió la novela mientras cuidaba a su hermano, enfermo de tuberculosis, durante largas vigilias agónicas. En su libro, las apariciones expresan un deseo que reconocemos bien: la permanencia del ser amado. Ella, la recluida hija de un pastor anglicano, pensaba que la fantasía es un distrito de lo cotidiano. Los fantasmas existen –aunque no sean reales– porque los necesitamos. No sabemos vivir sin los muertos.

Esta es la primera de una serie de columnas de la autora de El infinito en un junco.

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