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Luis Orpi.

Foto: Alessandro Maradei

Luis Orpi y una vida de película

9 minutos de lectura
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El actor uruguayo relata su historia y rinde homenaje a sus padres con la obra El regalador de bicicletas

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Tiene puesta una camisa azul de lunares blancos. Recuerda vívidamente su adolescencia. “Me encantaba salir”, dice, y te lleva de recorrida por su ruta de locales bailables: “El Club Olimpia, el Goes, La Caldera del Diablo, el Parque Hotel y el Club del Queso, en Solymar”. La banda de sonido de esas noches lleva la música en vivo de Los Moonlights, Los Killers, Los Mockers y Días de Blues. “En cada lugar se bailaba de una forma distinta”, explica el actor Luis Orpi, fanático del rock and roll y arriesgado bailarín que también podía caer por el Club Uruguay –donde tocaba el Sexteto Electrónico Moderno y se podía escuchar algo como “Love is blue” en la popular versión de Paul Mauriat– o en el Onda junto a su barra de amigos del liceo Bauzá.

Ya pidió un café y ordenó sobre la mesa del bar una agenda, una gorra y las hojas del libreto de su obra El regalador de bicicletas. Mientras espera la hora de comienzo de esta entrevista, repasa las palabras antes de su próxima función.

Es un texto que no le resulta difícil, cuenta, porque trata sobre su vida. El derecho de propiedad le permite tomarse ciertas libertades, como la de cambiar el orden de los episodios a su antojo y extenderse en un pasaje imprevisto recién llegado a los nervios, atento al pulso de los espectadores de su espectáculo.

El guionista Fernando Schmidt lo ayudó a comprimir sus cuentos para subirlos a las tablas. El humorista todavía recuperaba la conciencia en la cama de un hospital cuando aparecieron los primeros. Con el mundo detenido, luego de un infarto y tres bypass (a comienzos de 2020), empezó a mirar hacia atrás. “Che, Luisito, ¿te acordás de esta foto?”, lo ayudaban sus amigos a través de mensajes en su teléfono.

Su debut en Decalegrón, el descuido de una profesora que le permitió acceder a una libreta de notas y aprobar a todos sus compañeros, las obras del Bebe Cerminara y Luis Restuccia y, sobre todo, el cine. En su relato la escena de una película se une con la de otra, o con la suya, de forma asombrosa. De esa manera, en una función gratuita al mediodía en la Ciudad Vieja trae a sus personajes desbordados, recuerda a su admirado Alberto Sordi y rescata el final de Stanno tutti bene (Giuseppe Tornatore, 1990) para descubrir algo del espíritu detrás de todas sus creaciones, de los hijos y de la sabiduría de los maestros italianos en el séptimo arte.

“La ida al cine de los sábados era infaltable. Iba al Miramar, en La Teja, que estaba a cuatro cuadras de mi casa”, relata sobre su niñez. “Llegaba a la 13.30 a ver el noticiero UFA, el de ‘El mundo al instante’. Después veía tres películas y, antes de la cuarta, venía mi madre con pan casero, queso y dulce; la última película la veía con ella”, dice y se ríe al recordar a su madre haciéndole saber la calidad de la merienda.

“La obra que estoy haciendo se llama así porque mi viejo me regaló una bicicleta para un cumpleaños”, cuenta. “La usé hasta que la reventé, y el loco, con toda su sutileza, se la llevó al galpón, la pintó de otro color, le arregló los frenos, el asiento, y cuando volví a cumplir años, me la volvió a regalar. Yo sabía lo que estaba haciendo, por eso digo que esa fue mi primera y gran actuación. Cuando lo vi, le dije: ‘Fa... azul, nada que ver con la roja. Papá, esta bicicleta es más grande, ¿no?’. Y era la misma”.

A su padre, que falleció cuando Luis tenía 20 años, lo define como “un tipo de avanzada, muy creativo e inteligente y muy lector”, aunque sin carrera universitaria. Había instalado un proyector de 16 milímetros en su casa y pasaba películas de Charles Chaplin para los vecinos del barrio. “Cuando terminaba la función, mi viejo les preguntaba qué les había parecido Candilejas o El pibe y se armaba una especie de tertulia. Ahí aprendí mucho sobre cine”, asegura el actor, a quien también se puede ver todos los sábados a las 20.30 en la pantalla de Canal 10 como destacado personaje de La peluquería de don Mateo.

Antes de estudiar teatro, en esos años de muchos bailes, ¿ya tenías claro a qué te querías dedicar?

Clarísimo. Viste que cuando sos adolescente lo que buscás es la aprobación. En mi caso me daba cuenta de que cuando hacía un personaje o cualquier cosa que tuviera que ver con el humor, mis compañeros me lo festejaban. Un día le dije a mi viejo: “Yo quiero actuar”. Lo lógico era que me dijera: “Te vas a morís de hambre” o “no seas gil”. Al contrario. “Y sí, porque se ve que el estudio no es lo tuyo”, me dijo. “Está bien, dedicate a la actuación, pero hacelo en serio”. No me olvido más de esa frase. Hay cosas que me decía mi viejo, como las de Bebe Cerminara, que me quedaron para toda la vida.

¿Una de Cerminara?

Por ejemplo, en las clases de Teatro Uno, como en cualquier otro lado, estaban los lugares comunes: “Vos hacés de esclavo, vendedor, rey, bufón”, pero un día llega, hacemos unos ejercicios de relajación, reconocemos el espacio y nos dice: “Hoy, chicos, somos el día viernes”. ¡Andate y hacete un viernes! Le pregunté: “Bebe, ¿entendí bien?”. Como pude, lo hice. El teatro es el único lugar donde todo es posible, y eso lo aprendí en Teatro Uno.

Cuando la Alianza Francesa estaba en la calle Soriano, hacía una obra con él en horario central. Después nos quedábamos abajo, donde estaba el Hot Club de Jazz y había café-concert; después de todo eso nos íbamos al bar Olmos, frente al cine Metro.

Yo los escuchaba a ellos dos, al Bebe y Alberto. No me olvido más de esas noches. Éramos cinco o seis y nos quedábamos hasta la madrugada. Era una cosa muy atractiva, porque eran tipos muy inteligentes, cultos, informados y, al mismo tiempo, muy graciosos. A veces se hablaba de pelotudeces, pero cuando la cosa iba en serio era bravísimo. En aquellas clases de Teatro Uno encontré mi lugar.

Foto: Alessandro Maradei

Eran como filósofos, ¿no?

Exacto. El Bebe era traductor de francés y el ministro de Cultura de Francia lo había nombrado Caballero de la Orden de las Artes y las Letras. Había que entender la ironía y el sarcasmo que tenía. Fue el tipo más bueno y generoso que conocí. A los seis meses de estar haciendo teatro me hizo subir al escenario con La cantante calva [1984], obra con la que gané el premio Florencio como revelación.

Se moría con la cultura francesa, con Molière y con los actores de allá, y tenía una forma muy particular de hablar. Me acuerdo de verlo mirar el reloj mientras decía: “Ay, se me hizo tarde. Es que acá tengo la hora de Francia, no me puedo apartar tanto de allá”. Era un tipo para disfrutarlo.

¿Eran para cualquiera esas clases de Teatro Uno?

No, no eran para cualquiera. El Bebe siempre decía que no podés hacer una hora y media de teatro sin algún momento de humor. Porque la vida es así. Incluso en los momentos más dramáticos aparece el humor. Y ellos le daban muchísima importancia a eso, y si vos llegabas a ese espacio tenías que poder entrar en esa sintonía del humor.

En tus personajes siempre hay humor, pero también algo de lo peor de los uruguayos y de su idiosincrasia.

Hay un dejo de acidez, sí.

Somos medio una porquería.

Tenemos nuestras cosas feas, pero no creo que sea una cuestión de los uruguayos. Tengo un amigo que se fue a vivir a Brasil y me dice que allá nunca logró hacer un amigo. Yo voy por la calle y la gente me dice: “Te vi, estaba horrible y me cambiaste el día”, o “arriba, Orpi, sos un genio”. Hay mucha gente muy generosa, y esas cosas yo las valoro mucho.

Vos seguís caminando mucho la calle.

Sí, primero porque me gusta, y segundo porque me mandaron caminar dos kilómetros por día por el corazón. Además, también me gusta porque siento que esta ciudad es mía; es como la cancha de Fénix, es mía. Ese tejido me pertenece. Los partidos los miro atrás de un arco. La gente me dice: “No ves nada ahí”. Miro esta mesa de bar y siento que es una parte mía. Siento afecto por muchos lugares y también quiero mucho a mis compatriotas. Yo hago fiestas desde el 91. Son más de 30 años de actuaciones y de irme a Pando, a La Teja o a Punta del Este, con públicos muy diferentes. No tiene nada que ver el del viernes al del sábado, por ejemplo.

Los olores son diferentes. Un domingo a las siete tiene olor a veterano perfumado; o en una época, los sábados en trasnoche venían jóvenes vestidos de negro. Ahí hacía La locura está en crisis [1987], mi personaje era un tipo marginado porque tenía pie plano.

Así que seguís yendo a ver a Fénix.

Sí, voy porque además tenemos como una cosa de viejos que van siempre. De repente viene uno y te pregunta: “¿Vos te acordás de un 5 que le pegaba fuerte a la pelota? Le decían el Canario, me parece”. “¡Quintas!”, le digo. Y ahí empieza a circular por la tribuna: “Bo, Quintas era”.

Tu personaje El Tenso parecería estar más actual que nunca.

Ese arrancó en los años de Decalegrón. Una vez un amigo me llevó en su auto para afuera, y mientras viájabamos por la ruta, le digo: “Bo, me hace mal el olor campo, me pone nervioso el aire puro”. Entonces paramos el auto y yo jodiendo, me arrimo al caño de escape, aspiro de ahí y le digo: “Esto es vida, loco”. El tipo no estaba bien, ni siquiera en un lugar tranquilo.

Y seguís escribiendo nuevos personajes.

Sí, ahora en La peluquería de don Mateo estoy haciendo un jinglero, pero es muy malo.

(Orpi actor improvisa y canta un jingle para el café la diaria, donde hacemos la entrevista).

Y tengo otro que es un malevo que se pelea con los camarógrafos. Entre semana siempre me gusta tener algo nuevo para presentar el próximo sábado, o un personaje, o una frase, o una broma.

Foto: Alessandro Maradei

Muchos de tus personajes tienen algo de posible jodedor, aunque no sé si es exactamente eso.

Todos están buscando el mango. Como Chantala.

¿Dirías que sos muy observador?

Sí, pero yo prefiero inventar a los personajes. Siempre resultan más creíbles que los que están inspirados en alguien real.

Tu carrera parece estar ligada a cierta independencia y con Subterráneo Magallanes llevaste adelante tu propio negocio. ¿Qué opinás sobre las tendencias culturales que apuntan a “salir de la zona de confort” y las recetas para el emprendedurismo?

Mi viejo tenía una fabriquita de telares, yo trabajé ahí, y después empecé a hacer tapices. Incluso me presenté en una exposición que hacían en el Subte y me fue muy bien.

Durante mi primer matrimonio, vivía de eso. Siempre digo que lo mío era hacer guita, porque hice tapices y después me dediqué a la actuación.

El mundo y la sociedad te tienen que ayudar. No te podés enterrar con un préstamo. Tiene que haber otro tipo de ayudas para aquel que quiere emprender un negocio.

Cuando me llamaron para hacer el aviso de “El gran DT” [que propició su entrada a Decalegrón], al principio dije que no. Al rato, un conocido me comenta que te pagaban solo por presentarse al casting, entonces devolví la llamada y le dije a la muchacha: “¡Anotame!”. ¿A qué voy con esto? Hay pila de cosas que tienen que ver con la suerte. Lo que sí digo es que cuando emprendés un negocio debería haber algo que te haga las cosas más fáciles.

No puede ser que todo sean exigencias, pagos y pagos y estar al día, porque hacés los cálculos de lo que te puede salir fabricar un producto o abrir un comercio y de repente no ponés nada.

Mi viejo siempre me inculcó la independencia y la libertad. Una vez me preguntaron: “¿Te arrepentís de algo?”. ¡De todo! Salvo de mi familia, estoy fascinado con mis hijos.

Mi hijo chico, Renzo, ya está metido en Cinemateca y es socio de Cine Universitario. Luigi, el grande, se especializó en comercio exterior y labura como loco. En ese sentido, no me puedo quejar para nada. Pero hay una cantidad de cosas que no volvería hacer o que haría de otra manera. Aprendés, pero con demasiados golpes.

¿Te referís a tus negocios?

Sí, a todo. Quizás tendría que haber empezado antes con el teatro, y estudiado más. Lo mío es todo nato, intuición. Después con los años vas creciendo, incluso ahora, cuando algunos actores jóvenes me piden una guía, pienso: “¿Yo qué sé?”.

¿El artista en algún momento se retira?

No, no te retirás nunca. Preguntale a Clint Eastwood. ¿93 tiene? Y sigue trabajando como actor y director. Este amigo que vive en Brasil el otro día me dice: “Loco, escuché en la radio que seguís haciendo funciones, acá y allá. Yo no lo puedo creer”.

No podés parar. Yo tengo una casa en Piariápolis y cuando vamos para allá le digo a mi mujer: “Mirá lo que es esto; qué paz, todo limpito, ni un boleto tirado, los contenedores impecables, nadie estaciona mal. Yo me vendría a vivir acá”. Y me contesta: “¡Qué te vas a venir, estás dos días y empezás a llamar gente para armar algo! Vos te prendés al primer caño de escape que veas”.

El regalador de bicicletas. Próximas funciones: jueves 5 de octubre a las 21.00 en Vieja Farmacia Solís (Agraciada 2623) y sábado 4 a las 21.00 en Teatro del Anglo (San José 1426). Entradas a $ 600 en Redtickets y Redpagos.

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