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Contra el olvido y la corriente: el nuevo disco de Garo Arakelian

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Milonga de Quirón es más que una colección de canciones.

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Garo Arakelian construye en Milonga de Quirón un disco que trasciende la mera colección de canciones: es un receptáculo de temporalidades entrelazadas, donde mitos, historias y sonidos resuenan como ecos de un pasado que nunca cesa de habitar el presente. 

El álbum, conformado por ocho temas, dialoga con tradiciones literarias y musicales –desde la mitología griega hasta la poética popular de Rubén Lena y Alberto Mastra–, pero lo hace desde una sensibilidad hauntológica, en el sentido en que Mark Fisher otorga al término: una música que materializa la memoria y permite escuchar las voces de quienes ya no están, pero persisten en los pliegues del tiempo. Como un río que arrastra “agua con barro y con luz”, estas canciones fluyen entre lo perdido y lo porvenir, en un movimiento que evoca los “futuros pasados” de Reinhart Koselleck: esos porvenires imaginados que aún actúan, aunque sea bajo otra forma.

La hauntología musical, como señala Fisher, no se limita a citar lo antiguo, sino que revela el “desquicio temporal”, esa fisura donde lo analógico y lo digital, lo vivo y lo espectral, se confunden. En Milonga de Quirón, este efecto se manifiesta en la convivencia sonora de Dino con Los Olimareños, de Osiris Rodríguez Castillos con Aníbal Sampayo, como si el disco fuera una suerte de “unidad contenedora” de fantasmas a los que, en lugar de retener, les da vía libre de escape. Pero estos fantasmas no son presencias ominosas; son compañeros de fogón. En la milonga que da título al álbum, el centauro Quirón –símbolo del saber nacido del dolor– enseña que “la oscuridad restaura lo que la luz destrozó”, una línea que podría ser el leitmotiv de todo el proyecto: la música como espacio donde lo marginal o lo olvidado resurge para reclamar su lugar.

Esa hauntología adquiere dimensión política en “La balada de Martín Aquino”, donde la figura del gaucho rebelde –perseguido por el Estado pero protegido por los humildes– regresa como un espectro montado “en su moro antes del amanecer”. La canción, con su tono épico y su instrumentación austera, no sólo evoca la letra de “El matrero” de Los Olimareños, sino un pasado de resistencia que se actualiza en un presente donde preguntas como “¿cuál es el contrato?” y “¿quién tiene el control?” siguen sin respuesta. Del mismo modo, y con la colaboración de Sebastián Teysera, “Llevo el Vientos del Sur” convierte la música en vehículo de fuga y memoria: los auriculares se vuelven umbral donde Montevideo se desmaterializa, evocando el emblemático disco de Gastón Dino Ciarlo, mientras los amores “se desprenden del suelo”, en una imagen que reconcilia lo telúrico con lo utópico.

El disco también explora la hauntología íntima. “Como un río” y “Expreso” son dos caras de una misma moneda temporal: la primera, con su flujo circular y su acordeón que genera una atmósfera contemplativa, acepta que “el destino está en el mar”; la segunda, con su ritmo de ómnibus desbocado y cuya grafización está dada en el uso algo sorpresivo de los vientos, captura la angustia de un presente alienado (“yendo hacia ningún lugar, pasado de velocidad”). Ambas canciones hablan del tiempo, pero mientras una confía en la restitución final, la otra clama por un regreso imposible (“estoy volviendo a casa”).

“Ky Chororó”, clásica composición de Aníbal Sampayo y única canción no compuesta por Arakelian en el disco, condensa esta ambigüedad como ninguna otra. Cada vez que se entona el estribillo en guaraní, sus versos parecen proceder de un tiempo anterior al tiempo, de una lengua anterior a la lengua. Es un canto fluvial y ritual en el que no hay narración, sino invocación. Ese gesto –cantar lo intraducible, dar cuerpo sonoro a lo que escapa al sentido– es profundamente político, no por afirmar una identidad esencial, sino por interrumpir el régimen semántico dominante. El “ky chororó” no dice: hace.

En lo musical, el disco busca equilibrio entre lo rítmico y lo lírico, evitando estridencias o cambios abruptos. La instrumentación es sobria pero rica en matices: la guitarra acústica marca el armazón armónico con arpegios y rasgueos suaves, acompañada de un bajo eléctrico cálido que enfatiza fundamentales y terceras sin protagonismo excesivo. Capas sutiles de teclados atmosféricos rellenan los silencios, mientras arreglos puntuales de cuerdas o sintetizadores ambientales refuerzan la dimensión emotiva. La producción opta por una mezcla espaciosa, con reverberación natural que da aire a la voz sin sobresaturación, y una compresión moderada que preserva matices dinámicos. La interpretación vocal de Arakelian destaca por su calidez y claridad articulatoria, con una expresividad que privilegia la intención sobre el virtuosismo a la vez que crea una atmósfera confesional altamente lograda en “Canción abierta” y “No voy a caer”.

Arakelian no sólo recoge fantasmas, los interroga. Como escribe Deleuze, “lo que no existe ya actúa bajo otra forma”, y este disco es la prueba: aquí, los muertos no están muertos, los ríos no terminan en el mar, y los ómnibus, aunque parezcan perdidos, siempre llevan un pasajero que cree en el regreso. Milonga de Quirón no es un disco nostálgico; es un ritual de invocación, un baile con lo que nos habita, aunque no lo veamos.

Milonga de Quirón, de Garo Arakelian.

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