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Emanuel Ginóbili en 2005, con la camiseta de los San Antonio Spurs.

Foto: Jeff Haynes, AFP

Hay algo que sabe todo el mundo

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Se retiró Emanuel Ginóbili. Fue vox populi y parece lógico porque se fue uno de los más grandes de los últimos tiempos, ya sea en la NBA o en la FIBA, mundos paralelos en los que se juega al básquetbol.

Cuando alguien se retira –perdón: cuando uno de los admirados se retira– surge una especie de tirantez entre la exigencia de la veracidad y la exigencia de lo emblemático. Una especie de exaltación se adueña de nuestro decir. Del bosque el árbol, del árbol la rama, de la rama la flor. A veces no está bien y se ensalza de más, por no agregar que en poco tiempo se exclama todo. Así parece ser el juego. Hay que aceptarlo, aunque todos pongamos el foco en diferentes hechos. Total, toda la verdad es imposible.

Para unir esos conceptos de lo veraz y lo simbólico conviene repasar el palmarés del argentino: en 2001, subcampeón del Mundial en Indianápolis, medalla de oro en los Juegos Olímpicos de Atenas 2004, medalla de bronce en los de Pekín 2008 y cuarto en Londres 2012. Además, en el otro mundo, con los San Antonio Spurs ganó cuatro campeonatos de la NBA (2002, 2005, 2007 y 2014), sin olvidarnos de que conquistó una Euroliga en 2001 con el Kinder Bologna de Italia.

Merece un párrafo aparte: Emanuel Ginóbili y Bill Bradley –actualmente devenido senador estadounidense– son los únicos basquetbolistas en la historia del deporte que han logrado ganar Juegos Olímpicos, campeonato de la NBA y Euroliga –que es como la Champions League pero con pelota naranja y aros–. Hay otro dato que sabe todo el mundo: entre los jugadores de la NBA que disputaron más de 1.000 –¡mil!– partidos, Ginóbili se retiró con un porcentaje ganador de 72%, el más alto en la historia de la competición. Soberbio, de aplaudir parado.

Pero no quiero caer en lo que dice Juan Villoro, eso de “aceptemos lo inevitable: estamos ante un muy complejo sistema de representación del mundo que asimila una alta cuota de estupidez”. Los números son veraces, hablan, sugieren. Pero lo más importante de las historias son las personas y cómo ellas construyen su realidad. No la mediática ni la de las estadísticas o las del viru viru, sino la realidad.

En narrativa, la historia dentro de la historia se llama narración enmarcada. Es fácil hacerse la idea; si no, lea el cuento “La mano”, de Guy de Maupassant, y tendrá argumentos para saber con más cabalidad del tema. O la novela Soldados de Salamina, de Javier Cercas. Más allá de lo grandioso y del exitismo, cuando Ginóbili aún era un gurí preocupado por su crecimiento tardío no paraba de preguntarse en el espejo “Perro, ¿así querés jugar a nivel profesional?”.

Lo primero que debió driblear el argentino fueron siluetas, duendes, fantasmas, traumas por su altura, un descenso en sus primeros años y una madre que quería que fuera contador y que trató de convencerlo, entre Bahía Blanca y La Rioja, o sea durante los 1.500 kilómetros que separaban su casa del siguiente equipo de básquetbol, para que volviera a estudiar. Un día de 1996 Manu pegó el estirón. Y no bajó nunca más.

No sólo por lo que hizo, sino por cómo lo hizo, lo adoptamos, como si perteneciera a un Uruguay no tan lejano. Esta es la historia dentro de la historia.

Hay y habrá muchos talentos. Pero a los uruguayos no nos interesan todos. Tal vez porque nos costó –nos cuesta y nos costará cada vez más– tener supertalentos. Dice Ginóbili que un talento importante es ponerse un objetivo y no distraerse hasta alcanzarlo. También cuenta que otro es entender qué pasa a tu alrededor. Parece que habla de básquetbol y se refiere a qué necesita el equipo en el que uno juega, pero habla de lo cotidiano, de proveer y proveerse de lo que resta para dar un salto de calidad, tanto en la cancha como en la vida.

Emanuel Ginóbili además cree, convencido está, de que un talento indispensable es relegar el lucimiento personal para que el equipo –o sea el todos– gane. Qué bien tan preciado para el uruguayo medio eso de entender las virtudes propias y ponerlas al servicio. Y más preciado cuando se entienden las limitaciones propias y se reconoce que no se puede todo, que por más que uno se sienta con capacidad no puede solo, y entonces te mandan al banco de suplentes, lo aceptás y aportás cuando te toca. No es metáfora, es lo que le pasó al mejor suplente de la NBA.

A Maupassant le gustaba mucho usar lo inesperado como argumento para interferir o desviar sus cuentos. Podría citar la palomita en la final de Atenas o narrar lo sensual del euro step y su paralelismo con la danza para esquivar los males. De todo lo que Manu Ginóbili nos da para elegir, me quedo con cuando definió, miró el aro y definió, que un talento imprescindible es saber disfrutar del resto y no estar tan pendiente de lo que hace uno mismo.

Acá me quedo porque hay algo que sabe todo el mundo: como en los libros de arena, del básquetbol de Emanuel Ginóbili se hablará toda la vida.

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