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Copa América, Argentina 2011. Foto: Iván Franco

Copas sobran (III): Garra celeste (pero de rojo) en Santa Beatriz 1935

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La demanda ficcional, pero absolutamente verosímil para un uruguayo futbolero, sería algo así como: Santa Beatriz tiene un capítulo integro y completo ¿no? Dale, ponele garra.

​​La historia es simple. Aquellos campeones cansados que habían logrado la gloria en 1924, 1928 y 1930 llegaban cinco años después de su última competencia (por variadas razones, entre las que sólo se deja entrever la casi rotura de relaciones entre Uruguay y Argentina tras la final del primer Mundial) a Santa Beatriz, Lima, para disputar la Copa América, que venía de su más largo período sin jugarse, desde que en 1929 la ganara Argentina en Buenos Aires.

El uso de ese color, el rojo en la camiseta, obedece a que en 1935, en el primer enfrentamiento en un campeonato oficial de uruguayos y argentinos después del 30 –no es para nada cierto que no hayan jugado entre la final del Mundial de 1930 y la final del Sudamericano de Perú–, se acordó que no se usarían los uniformes con los que se enfrentaron en la primera final de la historia de los mundiales, que casi termina en ruptura de relaciones diplomáticas.

De Santa María a Santa Beatriz

En tiempos en que no se cambiaban los colores que representaban a un colectivo, equipo, club, selección, porque tuviesen alguna tonalidad parecida, Uruguay había usado, alzado la copa, inventado y establecido la vuelta olímpica asombrado al mundo, con una única camiseta celeste. Mantuvo ese color glorioso de manera inalterable desde aquel día de Santa María de 1910 hasta el 15 de mayo de 1932, cuando en la cancha de Sportivo Barracas en Buenos Aires se enfrentó por primera vez a Argentina después de la final del Mundial. Ese día vistió camisa roja, pantalones blancos y medias azul marino.

El celeste, que no venía de ningún símbolo patrio, pasó al rojo, que junto al blanco y el azul representaban a la bandera de Artigas, y tal vez también a la de los 33 Orientales en épocas de disputas de los blasones históricos.

Entre la final del Mundial de 1930, y el comienzo del Sudamericano de Perú el 20 de enero de 1935 Uruguay jugó con su selección absoluta apenas 8 partidos 6, fueron ante Argentina y 2 ante Brasil.

Los viejos campeones los de año tras año una copa, una vuelta , casi no habían defendido a Uruguay en cinco años, y se acercaba la hora de la despedida gloriosa. Había en aquella heroica delegación que unió Montevideo con Lima en nueve días de tren desde Buenos Aires, campeones mundiales y Sudamericanos como el Terrible José Nasazzi, Enrique Ballestrero, Héctor Manco Castro, Peregrín Anselmo y el Gallego Lorenzo Fernández.

El brillo y la fama tenían retardada su fecha de vencimiento, y el pueblo peruano recibió a los uruguayos como los maravillosos campeones del mundo, a pesar de que ya en 1934 Italia se había convertido en el segundo país en levantar la Jules Rimet.

En Perú esperaban con ilusión y cierta admiración a los campeones, pero en cuanto no vieron el juego florido de aquellos cracks empezaron a mofarse. Así, casi de arrastre, Uruguay llegó al último partido, mientras que Argentina lo hizo con sus jóvenes goleadores llenándoles la canasta a todos. El final de la historia del Sudamericano de Perú ustedes ya lo conocen o lo imaginan.

Tal vez no sepan que fue ahí que se corporizó en letras sobre papel, la idea, el concepto, el principio casi filosófico de la garra celeste. Y fue con camiseta roja.

No me hable de fóbal

Tras los primeros partidos, ganados apenas por un gol, la exaltación se transformó en burla. Nuestros cracks estaban viejos, cansados y maltrechos, pero nunca vencidos.

Matucho Figoli, que fue entrenador, masajista, asistente, y todo lo que se pueda haber sido sumando sudamericanos, olímpicos, y mundiales no daba a abasto en los cuidados. Los pies durante buena parte del día en palanganas de agua caliente, sal gruesa y lluvias de ceniza, esperando la recuperación. Cuenta el maravilloso Diego Lucero (que había sido futbolista usando su nombre real, Diego Sciutto): “Los uruguayos estaban jugando tan mal y los argentinos tan bien, que los colegas peruanos, dirigentes, amigos y aficionados que uno encontraba en la calle de Lima lo tenían de números con las bromas más punzantes: ¿Dígame, don, éstos son los campeones del mundo o son unos disfrazados? ¿Ése es Nasazzi, ése es el famoso Lorenzo Fernández? [ ...] Parece más bien que los trajeron cambiados”.

Dicen que Lucero, que el día del partido final ante Argentina venía de hacer 10 goles en dos partidos, se puso en la cinta de su sombrero borsalino un letrero que decía: “No me hable de fóbal” hay fotos que lo atestiguan.

En el partido inicial a los rojos les había costado enormemente el juego y con un solitario gol del Manco Castro a falta de diez minutos para el final consiguieron los primeros dos puntos. Ante Chile, cinco días después, el triunfo ajustado fue por 2-1 con dos anotaciones del emergente Anibal Ciocca. Los argentinos entretanto ganaron ambos partidos por goleada 4-1. Hasta que el 27 de enero, casi un mes después de haber dejado el puerto de Montevideo, llegó la gran final.

Los viejos cracks y los jóvenes emergentes les dieron un baile magistral a los argentinos: en el primer tiempo estaban 3-0. En el primer encuentro oficial tras la final de 1930, los orientales vistieron de rojo y los argentinos de blanco. Los aficionados peruanos estaban embrujados, nunca habían visto algo así. Habían descubierto el fútbol-arte, cuenta Lucero sobre aquella oncena en la que revistaba Marcelino Pérez, el padre de la conocida periodista Silvia Pérez.

Levántese Gallego

Seguramente la anécdota más recordada de aquella final fue la que dio génesis a la desviada idea de que Uruguay ganaba como fuera, sin importar preparación, formación ni rivales, cuando en realidad lo que pasaba era que nuestros jugadores, de excelsa categoría para la práctica del fútbol, estiraban hasta límites insospechados el umbral del esfuerzo y la esperanza.

Uno de los viejos campeones, el Gallego Lorenzo Fernández, había nacido en Redondela, Galicia,y era fruto de la nueva sociedad uruguaya que había venido de los barcos. El Gallego tenía 35 años y no iba a ir a Lima; de hecho llegó al puerto cuando habían levantado la planchada de acceso al barco, pero terminó jugando y siendo decisivo. Parece que en la final ya estaba muerto de cansancio y dijo que no podía más. El Terrible Nasazzi se paró a su lado y, como si hablara con terceros, empezó a decir: “¿Que pasará en Montevideo y que dirá la gente, cuando en la radio digan que el Gallego Lorenzo no quiere seguir jugando porque anda flojo y parece que le tiene miedo a Massantonio?” .El Gallego se paró de inmediato al grito de “¿Yo, flojo?” y siguió jugando un partido memorable, el que dio lugar al mito de la garra charrúa.

Sería el último título del Mariscal José Nasazzi, que en 13 años consiguió, siempre como capitán lo que nadie en el mundo ha logrado: cuatro sudamericanos (1923, 1924, 1926, 1935), dos olimpicos-mundiales (1924-1928), y una Copa del Mundo (1930). También sumaron Lorenzo Fernández, y Héctor Castro dos sudamericanos, un olímpico, y una Copa del Mundo.

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