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Alberto Sonsol (archivo, enero de 2018).

Foto: Javier Calvelo, adhocFOTOS

Sonsol

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Mi viejo, con 87 ñoquis, cansado y tocado, sigue siendo un centrohalf de la vida, repartiendo juego. Ahora paradito, aunque lo viven acostando, la hace cortita y al pie, entre los que estamos cerca, y casi la vamos a buscar a domicilio. El otro día me vio trastocado, al borde del colapso emocional, boleado, y me preguntó por Alberto Sonsol, si lo conocía, si lo trataba, si alguna vez habíamos trabajado juntos.

Le conté que sí, que lo conocía, que sí lo había tratado –muy poco–, que nunca habíamos trabajado juntos, pero que me había hecho atesorar emociones únicas como relator de básquetbol.

La sensación de vacío, de ausencia, de un garrón que voltea a alguien que te es ajeno, pero tan cercano en algunos aspectos, no me permitió extenderme en consideraciones sobre diferencias, cuando el dolor nos invadía.

“¿Qué van a escribir?”, dice, dando por sentado que en la diaria estas dolorosas líneas siempre están para apuntalar el recuerdo del fuego de algunas vidas. “¿Vas a escribir algo?”.

Sí, vamos a escribir ‒voy a escribir‒ que aunque hiciéramos cosas tan distintas dentro de una misma profesión, oficio, Alberto Sonsol, el multifacético comunicador, el relator, el polemista, el negociante, era y seguirá siendo la referencia de miles de nosotros, los uruguayos de estos tiempos, que no somos iguales y estamos plenos de diferencias, de ideas, de formas, de expectativas, pero que sin embargo estamos deseando mandar a la mierda a la covid y a toda su comparsa, para juntarnos en un impostergable asado, en una tribuna, en una juntada, como si cada uno volviese del viaje de sus vidas.

Alberto Sonsol fue un gran trabajador ‒sus múltiples ocupaciones así lo demuestran‒, un comunicador de un muy discutible estilo, un buen padre, un tipo de familia, con las virtudes y las trabas del barrio, siempre presentes en su ser público, con las que pretendía delinear la figura del uruguayo tipo.

Sonsol era lo que mostraba, y lo que él sentía debía ser la media de todos nosotros, los uruguayos, los deportistas, los periodistas, los que sumamos dos más dos en cualquier escuela del país. Pero además fue uno de los más grandes relatores de básquetbol que tuvo este país, que ponía en su oralidad todo aquello que parece representarnos, todo aquello que parece hace a lo uruguayo, aunque no lo sea.

El 27 de junio de 1997 ‒una fecha de mierda, como cada 27 de junio desde 1973‒ yo estaba en una radio que no era la de Alberto, preparando mi programa, mientras él estaba en Maracaibo relatando, llorando, emocionándonos. En esos días no todos los partidos eran televisados, aunque fueran del máximo evento, como lo era el Sudamericano de básquetbol. Él era nuestro Homero de aquella épica conquista uruguaya. Todos estábamos ahí, detrás del aparato de radio, esperando por el final de un partido ajeno pero que definiría nuestra gloria.

El minuto final de aquel relato es la esencia de la emoción consagrada sin soporte descriptivo, sin trazas poéticas, sin principios informativos. Un emisor conectado con sus receptores, la gente, a través de la uruguayez de la cancha, del barrio, de la cocina: ¡Uruguay campeón de América, Uruguay nomá, Uruguay campeón, te quiero, papi, te quiero, mami, te quiero Patri, mi amor, te quiero, Diego, Alejandro, Uruguay campeón!

Ese fue, es, Alberto Sonsol.

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