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Foto: Pablo Vignali, adhocFOTOS

Sin Mundial no habría figuritas ni historias

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Camino al Mundial de Qatar, Rómulo Martínez Chenlo nos cuenta uno de sus primeros recuerdos mundialistas.

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Desde antes de que mi mente se pusiera febril y calenturienta por una nueva cobertura mundialista para la diaria y Deportivo Uruguay, tengo una idea que me rebota y se activa con lo antedicho: imaginar, con mucho sentimiento pero también oportunidad, un libro que ya está hecho: La vida es eso que pasa entre Mundial y Mundial.

Los mundiales de fútbol son el acontecimiento social que más gente mueve en tiempos de paz, pero además son puntos de referencia de nuestras vidas, ayudamemoria de situaciones secundarias, instancias que, al recuperarlas, eyectan una alegría atesorada, un dolor escondido, hasta un detalle insignificante. Yo, por ejemplo, recuerdo que el día que Argentina aplastó a Grecia en el Mundial de 1994 estaba comiendo una milanesa con fritas de Don Giulio y que cuando el Negro Luis Cubilla hizo el primer gol en la semifinal contra Brasil en México 1970, mi madre espetó: “Bueno, ahora sí perdemos”.

Ustedes, yo, cada vez que hacemos nuestro trabajo no pensamos en lo fatuo de una publicación en papel de diario que mañana se estará quemando o envolviendo una docena de huevos. Ustedes, yo, hacemos nuestra tarea para registro en el tiempo de eso que sucede y ya no volverá a suceder.

Para cuando nací, lo que se podría decir el comienzo de mi historia, el de mi ombligo, el fútbol tenía ya casi 100 años. 97 años separaron aquella fría y lluviosa noche otoñal londinense en la Freemason’s Tavern donde se ajustaron, se crearon, se recrearon las reglas del juego más maravilloso del mundo, de la escandalosa canícula de Florida, cuando el calor era calor en serio y las parteras eran embajadoras plenipotenciarias de la vida en hogares, hospitales y sanatorios.

Nací en el Hospital de Florida el 4 de diciembre de 1960. Fue un domingo a las 11 de la mañana. “Varón”, dijo la partera cuando nadie, pero nadie sabía que me estaba conectando a la vida terrenal con el fútbol. El fútbol es como la vida; el fútbol es vida. Juego, arte, pasión lúdica, seriedad, entramado colectivo, esfuerzo, creación, espontaneidad, organización, sublimación dentro y fuera de una cancha.

Cuando mi primer berrido, la historia del fútbol en mi lugar tenía ya 70 años, 60 de su primera organización formal, con una singularidad estimulante de logros, sueños y esfuerzo. Fue Uruguay, junto con Argentina, las primeras naciones independientes en cotejarse en un partido de fútbol. Fue un uruguayo en Argentina quien dio forma y creó la primera organización continental de fútbol. Fue Uruguay, junto con Argentina, Chile y Brasil, protagonista y ganador del primer torneo continental. Fue en Uruguay donde se jugó la primera edición ordinaria de la Copa América. Fue Uruguay el primero en alzarla y más, mucho más, que no les contaré, de la primera vuelta olímpica, ni de la primera Copa del Mundo, ni del primer estadio de cemento armado para decenas de miles de personas, concebido justamente para la práctica exclusiva del fútbol, ni mucho menos de nuestros héroes, hazañas e ilusiones. ¿O no es parte de la hazaña el disparador de la ilusión eterna?

Módulo celeste

Aquella mañana de 1960 cuando con un par de pinzas y una tijera me separaron al cortar el cordón umbilical y pasé a ser un módulo individual fuera de la nave madre, los ingleses habían inventado el fútbol, pero las más grandes hazañas ya eran potestad de aquellos orientales ingobernables y de otros que bajaron de los barcos para tatuarse la celeste en el pecho.

Cuando vi la luz en el viejo hospital de Florida, apenas a cuatro cuadras de donde en 1924 se jugó el primer Campeonato del Sur, Uruguay había jugado y ganado dos Juegos Olímpicos con validez de Mundial, y dos Copas del Mundo. Hasta 1958 se habían jugado seis Jules Rimet y Uruguay, habiendo participado en la mitad de ellas, había ganado dos y quedado cuarto en otra.

El mundo y el fútbol

No tengo recuerdo alguno de la Copa de 1962. Mi vida de mundiales empieza de lejos en 1966, cuando las figuritas se pegaban con engrudo, no había televisación en directo de los partidos, que se veían días después, cuando llegaba de Inglaterra la cinta con el registro del juego, y cuando no había turismo mundialista.

Mi recuerdo tiene que ver con las figuritas que venían en un sobre rojo de papel que decía Londres 66 y creo que traían una galletita. No entrará en la narración el olor a tabaco negro ni las feroces descalificaciones que hacían algunos hombres de mi familia un domingo de mañana mientras en la mesa de la cocina de la casa de la abuela se estiraba la masa para hacer los ravioles caseros. A los uruguayos que habían escuchado el partido inaugural les parecía vergonzosa la propuesta de Uruguay dirigido por Ondino Viera, que, al parecer, había jugado a la retranca. Muchos años después, vi ese partido y me pareció un muy buen juego de los celestes que empataron 0-0 con el que después sería campeón mundial.

Tengo, tengo, falta

Mi vida entre Mundial y Mundial empieza con una pérdida. Como casi siempre. Me perdí 50 figuritas, los caramelos Zabala, mi temprana dignidad y mis explicaciones. Pero me gané este increíble recuerdo y percepción de lo que han sido, son y serán los álbumes de figuritas del Mundial.

Tengo, tengo, falta.

Resulta que yo tenía cinco años y, alentado por los otros querubines de mi edad y por mis tíos jóvenes, único nieto de tres abuelos, ya me daba por juntar figuritas. Ese año había Mundial y, como siempre, figuritas.

Estaba yo en lo de mi abuela Flor, y mi mamá me empezó a romper mi inocente tranquilidad: “Romulito, vamos que tenemos que ir a lo de la modista”. ¡¡¡Puaj!!! La modista. ¡Qué asco! Creo que desde ese día –quizá lo haya sido desde siempre– la modista pasó a ser lo que para los demás es el dentista.

Creo que al principio me negué con ánimo conciliador, lo que para un preescolar debe ser: “¡Ah, no quiero, vamos otro día!”. Después, y a partir de ahí me acuerdo mucho más, ya me puse más rebelde. Dije que no iba nada y empecé a escabullirme por la casa, que como toda casa de abuela es grande y con algo de misterio.

Después, y ya me acuerdo muy bien, tomé una inútil posición de fuerza y me encerré en el cuarto de mis tíos. Ya estaba en pie de guerra, pero no sabía –ni sé todavía– que a veces sin querer esas principistas posiciones de fuerza te dan el poder de negociar y hasta de sacar réditos muy positivos si sabés manejar la situación, cosa que, se verá, no es fácil para un joven inocente, feliz e indocumentado. ¿O será que no es fácil hacerte el vivo si no querés hacerte el vivo?

Es que frente al primer “Romulito, abrí la puerta que tenemos que ir a la modísta”, en buen tono maternal y tratando de vencer el caprichito de un regular estudiante de plasticina y afines, respondí con un contundente: “No voy nada”.

Yo, que tenía nada para ganar y todo para perder (ir a la modista), empezaba sin querer a tener potenciales recompensas.

–Dale, salí que por el camino te compro un paquete de figuritas del Mundial.

–No –seguramente seco, lacónico y majadero.

No recuerdo el carácter de mis respuestas posteriores, pero lo cierto es que la oferta fue engordando dos, tres, cinco paquetes de figuritas, hasta llegar al que no advertí que era el límite del incentivo: ¡diez paquetes de figuritas y unos caramelos Zabala!

Tampoco sé si siempre fui medio bobina, si me quise pasar de vivo o si era un principista cabeza dura que no me importaba lo que me fueran a dar.

El final es siempre el mismo, y seguro estará pasando ahora. Las fuerzas del orden se abalanzaron sobre el cuarto, seguramente después de negociar de mentirita mínimas garantías de seguridad y otro tipo de inmunidades hogareñas, y de prepo me llevaron a la modista, que vaya a saber qué pantalón o camisita habrá pergeñado para someterme al escarnio público de mis iguales.

Sin Mundial no habría figuritas ni historias.

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