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Marcha del Silencio.

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Juegan en la memoria: las vidas de Luis Eduardo González, Winston Mazzuchi y Nebio Melo estuvieron atravesadas por el deporte

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Quienes compartieron la actividad con ellos en la calle, en la cancha y en el club cuentan la historia.

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Leído por Abril Mederos.
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No los paraba el cansancio que provocaban las mañanas en la escuela. Con la motivación que antecede a los grandes acontecimientos, almorzaban apurados para volver a fugarse y reencontrarse con los vecinos a retomar las disputas de la tarde anterior. Día tras día, la gurisada de Young repetía un éxodo desfachatado, protagonizado por decenas de piernas ágiles y contentas de dirigirse hacia una misma cancha, improvisada en cualquier calle o vereda de la vuelta. Entre ellas, las del Chiqui, que pedaleaban sobre una bici sin guardabarros, de plato y piñón chico, ansiosas por llegar al encuentro.

Chiquito por su estatura y por ser el menor de tres hermanos, sus allegados aún se refieren a Luis Eduardo González con el sobrenombre que surgió en momentos de peloteo en su ciudad natal. Del barrio en el que vivió hasta los 13 años, cuando su familia se mudó a Montevideo, se llevó no sólo varios amigos y anécdotas, también el gusto por el deporte. En su adolescencia se inclinó hacia su preferido, el fútbol. Participó en una liga de baby en Malvín y luego se fue los domingos de madrugada a Colonia para convertirse en el mediocampista de Plaza Colonia, pero antes curtió campitos.

“Jugaba muy bien al fútbol, tenía condiciones”, asegura Daniel, su hermano. Además de los clásicos picaditos, los chiquilines dejaban todo en un campeonato parroquial. Los que lo vivieron lo recuerdan con detalle: el sacerdote Domingo Oviedo organizaba un torneo con “la intención de que niños y adolescentes que no tenían mucha actividad en el barrio pudieran inclinarse hacia el deporte”, cuenta Quique Gómez, uno de ellos. Para participar, la condición era ir a misa. Los miércoles, los delegados de cada equipo –padres o madres, por lo general– se reunían y evaluaban lo sucedido durante el fin de semana. Allí podían presentar quejas, “y si tenían testigos de que un jugador no había ido a misa el cuadro perdía los puntos”. Aunque al ganador le correspondía un cordero y vino para los adultos, lo cierto es que Oviedo se hacía el distraído y recién después de varios triunfos consecutivos cumplía con lo prometido.

Quique conoció al Chiqui allí, cuando tenían alrededor de diez años. Integraban juntos un equipo llamado Zorrilla, en el que vestían una remera verde con una franja transversal roja. Como eran de los más chicos, en esa etapa en la que la diferencia de edad se nota porque algunos parecen acariciar el cielo y el resto se quedan en la tierra, bajitos, solían pasar los partidos en el banco. Sentados en un tronco, ajenos a la acción, se miraban y se preguntaban: “¿Cuándo nos irán a poner?”.

A pesar de su escasa estatura, Luis Eduardo también tuvo rachas de éxito en el básquetbol. De hecho, hay una historia que Daniel suele recordar con la emoción intacta. Iban a enfrentarse ambos González, el Chiqui, que tendría 11 años, en un equipo, y Daniel, que andaría por los 13, en otro. “Era un partido decisivo para ellos: si ganaban eran campeones”. La cosa estaba por liquidarse, el cuadro del menor perdía por un punto cuando le pasaron la pelota al Chiqui y sucedió la magia. “Apenas dio un paso desde la mitad de la cancha, tiró, la embocó y terminó el partido. Me quería morir”. En la tribuna estaban Orlando y Amalia, sus padres, quienes seguro “estaban chochos, pero no lo exteriorizaban porque eran dos hermanos enfrentados”.

Con el tiempo el juego se fue esfumando. Poco quedó de los campeonatos de béisbol organizados en la puerta de su casa, con palos de escobas viejas y pelotas de tela caseras, de los torneos de la parroquia, de los domingos en Colonia. La juventud, dicen los que estuvieron, se volcó por completo a la militancia. Estudiantil o partidaria, casi siempre las dos. Lo que importaba era estar, ponerle el cuerpo a las convicciones como el pecho a la pelota. Y el Chiqui lo hizo.

Terminó el liceo 10, empezó la Facultad de Medicina, se convirtió en dirigente estudiantil y se unió al Partido Comunista Revolucionario. A los 22 años se casó con Elena Zaffaroni, unos días antes de que las Fuerzas Conjuntas los detuvieran juntos, el 13 de diciembre de 1974. Elena, que estaba embarazada de cuatro meses en ese momento, lo vio por última vez el 24 de ese mes durante un interrogatorio en el que él convulsionaba. Hoy, 48 años después, sigue sin saber qué le pasó.

En el fondo

Le decían Pelado antes de que comenzara a serlo. Algunos incluso ignoran que su apodo se instaló en la década de 1950, cuando era sólo un niño al que sus padres le rapaban la cabeza dejándole un copete sobre la frente para tener de dónde tironear a la hora de los rezongos. Después sí, como si de tanto escuchar la palabra el cuerpo acatara, llegarían las entradas pronunciadas y la escasez de cabello. La calvicie total; sin embargo, no. Quizás, si quienes lo conocieron lo hubiesen visto envejecer, hoy podrían contarnos sobre la conclusión de ese proceso, hacerle bromas, callar para no molestarlo. Pero la historia es otra porque, como el Chiqui, Winston Mazzuchi desapareció.

Nació en Mercedes el 11 de mayo de 1943, hijo de Juan Mazzuchi y Dominga Frantchez, hermano de Susana y Nelson, y primo, entre otros, del Pocho, quien aún conserva la admiración con la que solía observarlo en la infancia. “Era un líder”, cuenta. Desde chico proponía y protagonizaba las andanzas de su barra de amigos, como aquellas veces en las que organizaba competencias en unas chatitas que originalmente se llamaban toddymóviles por la marca de cocoa que las distribuía. “Mercedes es una ciudad muy quebrada, mucha cuesta arriba y cuesta abajo, y las carreras se llenaban de gente”. Para obtener mayor velocidad, modificaban los artefactos con forma de auto poniéndoles rulemanes. Luego, uno se subía y otros dos empujaban. Según cuentan quienes lo presenciaron, Winston siempre manejaba.

Además de coquetear con el toddymovilismo, el Pelado nadaba en el Club Remeros, donde conoció a Charo Sáenz, uno de sus pares más cercanos. “Éramos recíprocamente mejores amigos”, asegura. Se criaron juntos en un barrio sin nombre, de calles de hormigón y adoquín, culpables de “que no salieran futbolistas de allí”. Pasaban las tardes entre el club –que era “sagrado”– y sus casas. A veces metían kilómetros y kilómetros en bicicleta: “Nos gustaba salir a hacer maratones, o carreras de distancia de 20 o 30 kilómetros, en los alrededores de la ciudad”. A pesar de esa versatilidad deportiva, la natación fue su pilar y hasta lo convirtió en campeón nacional. “Nadaba tan bien [estilo] espalda que prácticamente no levantaba el agua”, relata Charo, y explica que “cuando se es buen nadador, se ataca el agua de una manera tan perfecta que no saltan ni burbujas. Se va deslizando de una manera maravillosa”.

Al igual que el Chiqui, se mudó a la capital junto a su familia cuando tenía 12 o 13 años. Durante un tiempo continuó nadando y llegó a participar en, por lo menos, un par de cruces a la bahía de Montevideo, hasta que abandonó el deporte a medida que avanzó en la militancia. A su lado solía encontrarse Nebio Melo, el Petiso, con el que comenzaron su relación a las piñas en el Remeros. Según Charo, a los dos les gustaba pelear y, tras ciertos desencuentros, “se dieron algunos tortazos” que no impidieron la construcción de una profunda amistad. Picaron juntos de Mercedes al IAVA, del IAVA al Partido Comunista Revolucionario y, tras el golpe de Estado, de Montevideo a Buenos Aires. Allí, una tarde de 1976, los detuvieron en el bar Tala, y luego de eso no se los vio más.

“Eran la yunta”, dice Mario Pazos, quien convivió con ambos en Argentina. “Con el Pelado estuvimos un tiempo compartiendo un apartamento donde vivíamos unos cuantos”, y “el Petiso vivió en donde yo vivía con mi mujer, cuando todavía no teníamos hijos”. Mientras los recuerda, sus nietos se encuentran en otra habitación. Con honestidad, Mario afirma: “Los nietos que están acá son producto de esos hijos”, que existen porque a él y su esposa no les pasó nada. “Eso te hace pensar si el compañero no te delató o al compañero lo mataron enseguida”, reconoce. “A nosotros no nos agarró nadie, estamos vivos, y eso es algo que uno tiene adentro, guardado en el fondo: el hecho de que capaz que se lo debe a ellos también”.

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