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Partido San Jacinto - Quilmes Copa Nacional de Clubes divisional B, el 17 de octubre de 2021, en el estadio Mario Vecino de San Jacinto.

Foto: Fernando Morán

La Copa Uruguay, una hoguera de pasiones y fueguitos

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Carta de un nieto al abuelo que no conocí | Deportivo Sentimiento.

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Ya estamos en la segunda semana de competencia de la Copa Uruguay y se juegan tres partidos, uno en Rivera, otro en Estación Atlántida, y el otro en Florida. El jueves se juega en Montevideo. Con esto, la semana que viene habrá 48 clubes prontos para seguir avanzando.

De cada uno de estos equipos podría hablar y transferir vivencias, pero voy a elegir a Quilmes y ya verán por qué. Florida es mi tierra. Allí nací, allí viví los primeros años de mi vida e hice mi aprestamiento inicial, allí volví en cada una de las vacaciones, allí volví a vivir cuando sentí que mi tierra me llamaba.

Mi padre era de Isla Mala y mi madre es de Florida. Mis abuelos de Durazno, Isla Mala, Florida y Solís de Mataojo. Yo nací en el hospital y a los pocos años ya estaba peloteando en la vereda de Batlle y Ordoñez y Rodó.

Cuando estaba muy lejos de saber que mi amor por el fútbol me iba a llevar a enamorarme, como si fuese la última vez, de inúmeras camisetas, me hice de Mundial, un equipo galáctico, avasallante y sorprendente, de una década de brillo en el fútbol de Florida y su posterior desaparición de las canchas, pero siempre presente en los corazones.

Mundial

“Los pibes son muy casquivanos”, le hace decir el Negro Fontanarrosa a uno de los personajes del mejor cuento del mundo “19 de diciembre de 1971”. “Los pibes ven que gana un equipo y se hacen hinchas de ese equipo, son así, casquivanos. Son hinchas del campeón”, narran esas páginas.

Siempre he tenido miedo de haberme hecho hincha de Mundial por esos brillos, pero recuerdo ver pasar por el escaloncito de mi casa al Pato Ferreri, al Toto Toranza, al Pelado Rava y quedar estupefacto de la emoción.

Nos fuimos a Montevideo y Mundial desapareció. Entró en la historia y entonces empecé a ir a ver a Atlético, a Quilmes, a River, a Candil.

La historia no escrita

A mi abuelo Rómulo no lo conocí. Se murió muy joven, mucho antes de que yo naciera. Rómulo se murió a los 42 años. Cuando a mí me llamaron así, seguro que consciente o inconscientemente había una expectativa de que fuera una mínima extensión de aquella luz.

Con la misma fragilidad que los números que arroja una encuesta de Twitter, podría aseverar que el 90% de los varones nacidos por estos parajes hemos sido prematuramente instruidos por un padre o un abuelo en la certera práctica de golpear una pelota o cualquier elemento parecido a ella con el empeine de nuestro pie.

Extensión virtual del cordón umbilical con las más gloriosas marcas de nuestra sociedad, amamantados por la guinda de aquí a la eternidad, no pasan más de unas horas, unos días, en que aparecerán los evangelizadores de la camiseta.

Y entonces, ese abuelo que cual psicomotricista del mediocampo sabe de la estimulación temprana, que sabe de la importancia del vínculo inicial entre el lactante y el cuero, pretenderá, cuál designio divino, bautizar al gurí en la religión.

Ni bien ese misionero de la pasión haya liberado sus brazos, con una mano amartillando tibia y peroné, y con la otra conduciendo a que el impacto sea con el empeine, se dará la comunión, globa-camiseta-sentimiento. Y la pelota rodará por la vida.

Rómulo, el abuelo Rómulo, era fanático de Quilmes. Cuando él llegó a Florida, frente al Mercado, en lo de Antoñito Latorraca, se respiraba Quilmes, fundado unos meses atrás.

En los años 60, un 4 de diciembre cualquiera, o un 6 de enero, seguro Rómulo hubiese ido a lo del Cañonero Brescia a retirar la camisetita azul con la v blanca para ponérsela a su nieto

El abuelo Martínez, el Juez Martínez, duraznense que formó su familia en Isla Mala, era de Wanderers, del de Durazno primero y del Montevideo después en Isla Mala. El Juez no podía andar repartiendo simpatías por los cuadros del pago, pero sospecho era de Mejoral.

Abuelo Martínez no tenía cuadro en Florida donde vivió los últimos años de su vida. Martínez se casó con Valeria, la maestra de Solís que se afincó en Isla Mala. Rómulo se casó con Flor, la maestra de Florida que enseñaba en Isla Mala. Las dos familias se mudaron a Florida

Ni sabían que serían familia. Ni sabían que en su descendencia habría tanto fútbol, tanta camiseta, tanto sentimiento, entre las matas de pasto y los alambrados de cinco hilos.

¡Quilmes!

Sin Mundial, y aún sin saber que me gustaban tantos cuadros, tantos momentos, tantos futbolistas, seguí a muerte campañas de Atlético, de River, de Candil, y también, claro está, de Quilmes

En 1993 tenía mil laburos en Montevideo: diario, revista, radio, y ya era padre de tres gurises, cuando una noche, a la vuelta de la radio, suena el teléfono de mi casa: era del Quilmes, y querían que fuese su Jefe de Prensa en el primer torneo Integración.

No podía, pero sí, de alguna forma, iba a poder. ¡Claro que sí! Era Florida, era el cuadro de mi abuelo, que iba a jugar para entrar a la Liguilla ¿para ir a la Libertadores!

¡Adivinen cuál fue el rival! ¡Montevideo Wanderers! Fue una instancia maravillosa, con un inmenso partido en Montevideo, y una fiesta en el Campeones Olímpicos, donde el brasileño Marquinhos nos dejó eliminados y de capa caída.

Al año siguiente, cuando la AUF y el Círculo llamaron a concurso para proveer por primera vez el cargo de Jefe de Prensa de la AUF, entre mis méritos y antecedentes, estaba la azul con la V blanca, y seguramente ese antecedente valió.

La pasión en camiseta

Calculo que por abajo de la pata he visto 3000 partidos cerca del alambrado o lejos de ellos. En canchas 5 estrellas del fútbol o en piringundines de la globa.

Día tras día, fin de semana tras fin de semana, el fútbol, nuestros partidos de fútbol eran, y sigo creyendo que son, un goce. La gloria. Y reconozco perfectamente cada episodio, cada estadio antes de ese partido.

Con los más gloriosos equipos en cancha, o con ilustres desconocidos que esa tarde estaban jugando su final del mundo entre matas de yuyos asaltando las esquinas del fútbol.

Dicen que no tenemos memoria para recordar antes de los 3 años, pero yo me sé recorriendo la explanadita del Campeones Olímpicos detrás de una pelotita roja de plástico.

Y años después saltar de sus bancos poblados con la inocencia del mujererio, que festeja con honestidad y transparencia la ubicuidad del golero al abrazar la globa contra su piel de polifón; al Centenario, al Palermo, al Méndez Piana, mobiliario habitual de todos mis días, y salir a sorprenderme con el Capurro, con el Olímpico, con Belvedere, con Jardines, con la Plaza de Deportes de Colonia, el Sobrero, el viejo Casto Martínez Laguarda, el enorme Landoni.

Fui y sigo yendo a todos ellos como una de las más placenteras visitas que puedo hacer semana a semana, mi fiesta de cada fin de semana, pero hay algo aprendido, aprehendido, que no puedo dejar de sentir, de transferir.

Para mí, no puede ser más estimulante la concreción de este campeonato. Desde hace décadas he estado zurciendo todas las actividades del fútbol uruguayo y empujando por la construcción de un torneo de estas características.

La Copa Uruguay es y ha sido un sueño para miles de nosotros. Yo la he soñado, la he pensado, la he planeado miles de veces, con ideas fuertes pasadas al papel o como simple ejercicio de querer.

De los 76 clubes que participan los he visto a todos, menos a Paso de la Arena. He estado en sus canchas, he escrito de ellos, he jugado contra algunos, me puse una de esas 76 camisetas, y hasta dirigí a uno de ellos.

La Copa Uruguay es una maravilla.

Abuelo Rómulo, soy tu nieto, me llamo como vos. No sé si para extender tus virtudes y tus pasiones, pero juega Quilmes en un campeonato que ni vos ni nadie de la gente del Mercado hubiese imaginado, y yo estoy ahí.

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