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Marcelo Meli y Jorge Bava, en un partido en Belvedere (archivo, noviembre de 2023).

Foto: Alessandro Maradei

Liverpool: razones y emociones de un campeón

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El primer Campeonato Uruguayo de los negriazules es hijo de un gran desarrollo futbolístico y un enorme colchón de fraternal composición barrial.

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La explicación y el soporte argumental de por qué Liverpool fue campeón uruguayo encuentra amplio sustento en su campaña de los últimos años, en su conducción, en sus deportistas y en sus definiciones programáticas a lo largo de lo que va del siglo.

Pero hay otras historias que sedimentaron fuertemente este brillante inicial y augural momento: son infinitas y son del riñón mismo de Belvedere, de Paso Molino, de Agraciada, de Julián Laguna, de Carlos María Ramírez. Nacieron en 1915 junto con el club y se sumaron día tras día jugadores, dirigentes, hinchas, barrio, pueblo. Y hay otras historias mínimas, laterales y absolutamente fuera de contexto que también son granitos de arena en esa construcción.

16 de diciembre de 2023, Operación Coraje

En el Montevideo de los años 20 del siglo XXI, en el de la madurez de los millennials, hay 20.000 grados: un calor de los de antes. Somos cinco varones que quedamos en encontrarnos en el Parque Palermo para ir a la final del Uruguayo de la que saldrá el campeón.

En la camioneta, desde atrás, se me ocurre que soy el viejo Casale, y que voy ahí apretado y sentado en ese mugrero porque el destino, o más bien el deseo de uno de ellos –el que es de Liverpool–, me han ubicado ahí, me han secuestrado amistosa y cálidamente, para que los negros de la cuchilla sean campeones del Uruguayo por primera vez en la vida.

Mientras coordino mi repaso mental con el encastre complejo del cinturón de seguridad, se los zampo:

–¡Yo sé por qué me llevan al estadio! Todas las veces que un cuadro que no sea Nacional o Peñarol fue campeón uruguayo en el profesionalismo yo estuve ahí.

Y ahí les largo la lista aclarando una contradicción: en el 76 no pude ir al Franzini a ver a Defensor dar la vuelta para el otro lado porque tenía una hepatitis galopante que me tuvo medio año en cama. Pero en el 84 di la vuelta con Central querido en el Parque Central; después, ya como escriba, fui uno más del Ildo y su ballet, en Jardines en el 88, cuando Danubio fue por primera vez campeón, en el 89 me emocioné con Progreso en el Palermo, en el 90 grité dale, papal, como quería el Mariscal, en el Nasazzi cuando el cocazo del Pelé Silva le dio el título a Bella Vista.

Para reforzar mi presunción de que me llevan como talismán y no como analista o conocedor de fútbol, les reafirmo que claro que estuve cuando Defensor repitió en el 87, en el 91 y en 2008, y cuando Danubio sumó la de 2004, la de 2007 y la de 2014.

Negro y azul son los colores del glorioso Liverpúl

Cuando la camioneta arranca pienso que esta vez es irrefrenable: Liverpool va a ser por primera vez en su historia campeón uruguayo, porque ha sido el mejor equipo de la temporada, porque fue el que más puntos sumó a lo largo de las 37 fechas, porque juega bien, porque tiene un cuerpo técnico que sacó lo mejor de ellos. Esta vez no hay vuelta, o mejor dicho habrá vuelta olímpica negriazul. Lo pienso, lo digo y saco del bolsillo de la bermuda el recorte de la página 16 de tres semanas atrás cuando fue el partido con Cerro.

Como un hincha leyendo en el entretiempo me hago el comentarista y desembucho: “Faltaban tres minutos. El tipo miró el reloj nervioso pero con esperanzas. La correa negra, la esfera blanca, las agujas dibujando la última porción de la torta, y sus años muchos, tantos como los que Liverpool esperó para ser campeón hasta acostumbrarse en los últimos tiempos.

–¿Cuánto falta?
–Tres

En la cancha, Marcelo Meli, uno de los cracks añosos que recalaron en Belvedere, busca una y otra vez como toda la noche, y nada. Está cansado el porteño, pero insiste. Avanza, corta, gana campo y, como un salonista, intuye, sabe del pivoteo de Thiago Vecino. Se la suelta de tres dedos para que Thiago, como si fuera su viejo, el Carita, se la rebote atrás a Meli y suelte un bombazo esquinado para por fin vencer a Darío Denis y hacer explotar la cuchilla.

Golazo. Gol de campeonato, de los que se festejan con furia y satisfacción. ¿Gol de campeonato dije? Y, bueno, ya sé que no, pero estoy medio baqueano en esto, y un poco de percepción emocional me conduce a otros equipos, otros partidos, en los que un gol de estos termina de destrabar la trancadera de la ilusión y suelta con fuerza la esperanza.

Filosofía de barrio, fútbol y sueños

Vivíamos a una cuadra del Palermo, a dos del Méndez Piana y a tres del Centenario. Yo no sé cómo hacíamos, pero no nos perdíamos un partido, en la tribuna, de alcanzapelotas, haciéndonos la coladera por los muros, o en el peor de los casos, si todo fallaba, pidiendo a los porteros si nos dejaban entrar antes de que habilitaran los últimos 15, aunque si no, estábamos jugando en la cancha, en los canteros, en el parque o en la calle.

Ahí aprendimos que la épica deportiva sólo se construye con el espíritu de los colectivos que absorben frustraciones comunes, que tejen ilusiones grupales y que miran al futuro como el próximo escalón de cada partido, de cada campeonato, sabiendo que detrás de ellos hay gente que los empuja, que los apoya, que los siente como suyos, aunque nunca hayan compartido un asado, un baile o un salón liceal.

Y nosotros ahí, mirando cuadros y jugadores de todo tipo y categoría, veteranos que iban a ver a su equipo de la Intermedia endomingados con el traje del casamiento de hace 30 años, portentosos futbolistas que bajaban en la parada del ómnibus con el bolso en una mano y el peine tenedor en la otra retocándose el african look. Éramos de uno, no éramos de ninguno, nos enamoramos de uno por un partido o media temporada, y después germinaba o al otro partido ya estábamos con otro cuadro, porque sí.

¡No te hagas el campeón!

Una noche volvíamos del Centenario. Era una triple jornada de Liguilla y a última hora había jugado Liverpool, no me acuerdo si contra Nacional o Peñarol, pero sí me acuerdo escuchar enojadísimo al Patín Héctor Sántos, golero de Liverpool, que hablando con Víctor Hugo Morales le dijo al relator “Perdoná, Víctor Hugo, yo no sé si se puede decir, son unos hijos de puta, nos robaron, nosotros debíamos ser los campeones”.

Aunque yo no estaba ahí, me parece verlo al Patín con su buzo Adidas que se había traído del Mundial de Alemania 74 enojadísimo, pero a su vez decepcionado y frustrado porque ese Liverpool era cosa seria y debía haber sido campeón. Aquel cuadro del Mosquito Gerardo Pelusso, los Rivero, Agapito y Saúl, el Mono Rodolfo Abalde, el excelso Denis Milar, uno de los más grandes cracks que he visto en la vida, y Luis Pereira, que arrasó en la primera rueda dirigido por Carlos Silva Cabrera, que nominado como técnico para la selección convocó a medio cuadro para la celeste y no pudieron rematar la temporada con el título. Los padres de estos padres que evangelizaron a sus hijos en Julián Laguna hicieron de esa frustración un escaloncito más al cielo que un día sus nietos habrían de tocar.

Esos mismos padres, las vecinas y maestras del barrio, los que veían la Operación Coraje concubinos del Liverpool de 1971 que juntó tres hitos impactantes, la casi obtención del Uruguayo, la gira por Europa y la corajeada que dio al club una sede modelo como pocos clubes de la región tenían, puso muchos ladrillos de ilusión -y algún bloque de frustración-. Aquel equipo del legendario Ondino Viera se llevó casi todo por delante, menos el campeonato, y aquella camiseta de amplias franjas y números bordados en lana trenzada, con los Rivero, con el Torito Gómez y con el gran Pierino Lattuada, lo merecía. La siembra y el reservorio de un fútbol más puro, de sostén barrial, de relaciones de pertenencia sociales o vecinales, de amores correspondidos, de colores, de vecinos, de adhesiones desde el alma, fueron sumando piedra tras piedra los peldaños de la ilusión horadados por una nueva frustración que los hacía tambalear, pero nunca caer.

Ser campeón, ser el mejor, ser Liverpúl

Los procesos evolutivos de las instituciones no sólo se pueden apoyar en el pasado ni en las expectativas de larga data. Tampoco en la gente que los rodea desde las tribunas. Pero inevitablemente hay veces en que todo germina y, aunque lejos de condiciones de laboratorio, todo se desarrolla de la mejor manera posible.

Fue en 2023: Liverpool campeón del Uruguayo tras 108 años de espera, porque Jorge Bava hizo mejores a cada uno de sus jugadores, y por ende al colectivo, porque sus futbolistas se engarzaron de la mejor manera y fueron capaces de desarrollar el mejor fútbol que se jugó en la temporada, porque hicieron que el mejor plantel no fuera el de más nombres ni el de mayor presupuesto sino el que se agrupó para encontrar sus mejores valencias y superar sus peores tropiezos. Porque todo fue una alquimia única de capacidad futbolística, solidaridad, amor –pasajero o eterno– a una camiseta, sensatez, seguridad y alas en los planteos técnico-tácticos, y una inextinguible llama de ilusión que por fin pudo encender el fuego sagrado de los campeones.

El barrio, ese pueblo, un pedazo de la ciudad, un cachito de país, como unidad detrás de una camiseta, en las buenas y en las malas, alentando la esperanza, masticando la frustración o llorando de alegría, una alegría como el sábado que jugó a ser domingo, esperada domingo tras domingo durante años.

Nada que ver. Ni soy el viejo Casale, ni fueron campeones por una cábala o una acción fortuita, pero tampoco porque sus vencidos después de 40 partidos en los que jugó contra todos los demás y en todas las canchas hayan sido malos o hayan jugado pésimo.

Liverpool es campeón y lo es de la mejor manera posible.

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