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Ilustración: Ramiro Alonso

Mario Benedetti, el fútbol también existe

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¿Qué estaría haciendo don Mario hoy? ¿Qué posición estaría tomando sobre ciertos temas? ¿Qué nuevo poema estaría saliendo de su pluma? Mirando fútbol, tal vez.

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Quizás Mario iría a su trabajo y se pondría a charlar con Jacobo, su compañero más futbolero. Típica charla de oficina de lunes posfútbol. Mario, hincha de Nacional; Jacobo, de Liverpool. El resultado, en el medio.

Mario Benedetti hubiera cumplido 105 años el domingo 14 de setiembre. Era futbolero e hincha confeso de Nacional. Supo entreverarse, como todo uruguayo que se precie, en picados donde tenía vocación de arquero. Además, su condición de asmático lo hacía candidato cantado a ese puesto destinado a correr poco. Sería de picados en los campitos, pero curiosamente era también de picados en azoteas, como contó en una entrevista en la revista El Gráfico: “Había una familia que era amiga de mis padres y que tenía hijos, que eran amigos míos. Se trataba de una familia de mucha plata, a diferencia de la nuestra. Vivían en un edificio de varias plantas en Montevideo, y arriba tenían una azotea muy grande que le habían puesto un tejido altísimo. Allí jugábamos al fútbol y allí me hice hincha de Nacional”.

Sin embargo, su gran ídolo juvenil fue el terror de los arqueros: Atilio García, el argentino goleador que, y esto pocos lo recuerdan, fue delantero de Liverpool al final de su carrera. Seguramente Mario habrá disfrutado y cargado a su amigo de la oficina cuando Nacional le ganó 6-1 a Liverpool en un partido allá por los años 50, pero Jacobo le habrá recordado que al menos el gol de Liverpool lo hizo Atilio, gol que le hace su ídolo y que Mario habrá sufrido más de la cuenta. El único gol que el ídolo le hizo al club de sus amores.

Mario frecuentaba el Centenario. Cuentan que iba al estadio siempre con un libro bajo el brazo, y en el entretiempo, o cuando el partido estaba aburrido, se ponía a leer. Supo ir todos los fines de semana por muchos años a ver a los grandes, y escribía humorísticas crónicas deportivas para La Mañana y El Diario con el seudónimo de Orlando Fino. Pero, como escritor comprometido con su país y con el tiempo que le tocó vivir, tuvo idas al estadio por otros menesteres. Cuentan que una vez, para lanzar volantes contra el TIAR (Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca), logró que lo dejaran subir a la torre de los homenajes del Centenario y lanzarlos desde ahí. La palabra volante en el Centenario ese día tuvo otro significado. Y seguro eran “volantes por izquierda”.

También Mario supo escribir sobre fútbol, pero siempre usándolo como excusa para hablar de otros temas que hacían a su visión de la sociedad. Su más recordada incursión en la literatura futbolera es “Puntero izquierdo”, uno de sus mejores cuentos. Otro no tan conocido es “Césped”, sobre un golero de “cuadro chico”.

El césped. Desde la tribuna es un tapete verde. Liso, regular, aterciopelado, estimulante. Desde la tribuna quizá crean que, con semejante alfombra, es imposible errar un gol y mucho menos errar un pase. Los jugadores corren como sobre patines o como figuras de ballet. Quien es derrumbado cae seguramente sobre un colchón de plumas, y si se toma, doliéndose, un tobillo, es porque el gesto forma parte de una pantomima mayor. Además, cobran mucho dinero simplemente por divertirse, por abrazarse y treparse unos sobre otros cuando el que queda bajo ese sudoroso conglomerado hizo el gol decisivo. O no decisivo, es lo mismo. Lo bueno es treparse unos sobre otros mientras los rivales regresan a sus puestos, taciturnos, amargos, cabizbajos, cada uno con su barata soledad a cuestas.

En ambos textos Mario desnuda los problemas comunes por los que pasan los jugadores comunes: en “Puntero izquierdo” un muchacho lucha por resistirse a un soborno para que su equipo vaya “para atrás”. En “Césped”, el golero soñaba con una transferencia millonaria que les salvara la vida a él y a su familia.

En muchos otros textos no futboleros de Mario igualmente se pueden encontrar salpicaduras del deporte. Como ese hincha que se cruza por la calle con el protagonista de su novela Gracias por el fuego.

Repasemos de qué iba la historia. Ramón Budiño es un joven idealista que vive en constante conflicto con su padre, Edmundo Budiño, un tipo rico, ambicioso, autoritario y sin escrúpulos, que maneja a su antojo y en pro de su enriquecimiento personal los hilos de la política y la economía de Uruguay. Ramón tiene grandes problemas con el padre, y la manera que encuentra de solucionarlos es drástica: asesinarlo.

En una parte de la novela, Ramón le avisa a su secretaria que sale y se va a comer al Centro. Caminando por la Ciudad Vieja, se va encontrando con conocidos, a los que va saludando:

–Adiós, Tito.

–Adiós, doctor.

–Adiós, Pepe.

Es increíble la gente que conozco en la Ciudad Vieja.

–Chau, Lamas.

¿Sería realmente Lamas?

–Adiós, Valverde. ¿Cómo va ese glorioso Liverpool?

Son los dos únicos temas que se pueden tocar cuando se habla con él: la pesca y Liverpool. ¿Existirá alguien que realmente disfrute con la pesca aparte de los bagres que huyen con media carnada? ​​ Ese personaje ficticio de la novela, Valverde, resultó que no es tan ficticio del todo. Esto me contó Stella Valverde: su papá, Jacobo Valverde, era no solamente hincha de Liverpool, sino que también fue jugador de la institución. Y fue compañero de trabajo de Mario Benedetti. Y fanático de la pesca. Por eso, en el recuerdo a su amigo, Mario hace aparecer un Valverde hincha de Liverpool en la novela.

El resultado, en el medio. La cargada por lo que pasó, también.

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